viernes, 4 de enero de 2013

Ucrania es romana 


      Roma, año MMXI dC. El imperio romano está en todo su esplendor. El bronceado césar, Alessandro Gassman, todas las mañanas contempla Roma desde su balcón palatino henchido de orgullo. Ningún otro imperio ha perdurado veinticinco siglos ni ha abarcado la extensión del que él lidera. Desde Kenium hasta Laponium. No van más al norte porque se acaba el planeta. Y no van más al sur porque el calor es insufrible y tampoco hace falta abusar. Es suficiente con haber enviado un ejército de ingenieros que han instalado sistemas de conducción de agua y energías alternativas en la mitad sur de África. La población negra está abastecida y no necesitan cruzar la frontera del imperio para prosperar.

      Longitudinalmente el mundo también es de ellos. Desde Hispania hasta Niponia, cruzando Américam, se puede regresar a Hispania dentro del dominio romano. También
Lontania, una isla con graciosos marsupiales saltarines, les pertenece.

      Roma es un hormiguero de doce millones de habitantes. Las empresas de cierto peso tienen su representación en esta capital. El Foro está rodeado de rascacielos y dos de ellos se erigen orgullosos como símbolo de una potencia que no tiene enemigos. 

      El dinar es la moneda de uso común en todo el imperio. Un único sistema judicial es de aplicación en el territorio romano. Un apuesto y estiloso líder, Alessandro Gassman, garantiza el orden y el progreso. Y una única lengua, el latín, es obligatoria. Las lenguas autóctonas de los pueblos conquistados ─que no invadidos─ están autorizadas, se hablan y estudian con libertad en los territorios. No obstante, los ciudadanos deben conocer, hablar y escribir perfectamente el latín; para ello la enseñanza, gratuita en todo el imperio, es bilingüe en zonas con lengua autóctona. En general (con la excepción de Estatus Unificatus, donde muestran una constante incapacidad para declinar adecuadamente), no hay desacuerdos con respecto a la cuestión idiomática, porque siempre ha existido respeto por las costumbres de cada lugar. Los romanos no han vencido, sino convencido y no han impuesto, sino llevado la paz al mundo.

      Todos los ciudadanos tienen empleo y gozan de cien días de vacaciones, treinta de los cuales están obligados a visitar un país del imperio, con la subvención pecuniaria y logística del Imsersum, una plataforma garante del progreso. No hay progreso sin conocimiento y no existe una forma más rápida de aprender que viajando. Reciben un cántaro de vino al mes.

      El César acaba de llegar a Lutecia con motivo de la final romana de calcio, un deporte inventado en Britania que mantiene distraídos a los ciudadanos: Roma contra Barcino Nova. Los romanos salen al campo luciendo equipamiento de marca Armani, perfectamente afeitados y luciendo brillantes cabellos. Los catalanius lucen equipamiento Massimo Dutti, más modesto, algunos jugadores presumen de melenas rizadas o extraños tupés, lo que contraría al César, que en su interior desea que gane el Roma y que teme que eso no suceda. El entrenador del Barcino Nova es el hombre más carismático y envidiado del imperio y ha creado un equipo imbatible, digno de una ciudad moderna que empezó siendo una provincia de Tarraco y se ha convertido en la capital modernista del Mediterráneo, receptora de millones de turistas al año y motor económico de Hispania. La costumbre de hacer torres humanas sirve de ejemplo de hermandad, solidaridad y trabajo en equipo en todo el imperio.

      Final del partido: Roma 0 – Barcino Nova 5. El césar no oculta su decepción, pero regala su mejor sonrisa al laureado equipo. La voluptuosa mujer del César, Mónica Belucci, le regala una mirada chispeante a su amado esposo, y éste la interpreta como un preludio de una excitante noche de amor en su cámara elísea. Ella siempre sabe cómo consolarlo.

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