Roma, año MMXI dC. El imperio romano está
en todo su esplendor. El bronceado césar, Alessandro Gassman, todas las mañanas
contempla Roma desde su balcón palatino henchido de orgullo. Ningún otro
imperio ha perdurado veinticinco siglos ni ha abarcado la extensión del que él
lidera. Desde Kenium hasta Laponium. No van más al norte porque se acaba el
planeta. Y no van más al sur porque el calor es insufrible y tampoco hace falta
abusar. Es suficiente con haber enviado un ejército de ingenieros que han instalado
sistemas de conducción de agua y energías alternativas en la mitad sur de
África. La población negra está abastecida y no necesitan cruzar la frontera
del imperio para prosperar.
Longitudinalmente el mundo también es de
ellos. Desde Hispania hasta Niponia, cruzando Américam, se puede regresar a
Hispania dentro del dominio romano. También
Lontania,
una isla con graciosos marsupiales saltarines, les pertenece.
Roma es un hormiguero de doce millones de
habitantes. Las empresas de cierto peso tienen su representación en esta
capital. El Foro está rodeado de rascacielos y dos de ellos se erigen
orgullosos como símbolo de una potencia que no tiene enemigos.
El dinar es la moneda de uso común en todo
el imperio. Un único sistema judicial es de aplicación en el territorio romano.
Un apuesto y estiloso líder, Alessandro Gassman, garantiza el orden y el
progreso. Y una única lengua, el latín, es obligatoria. Las lenguas autóctonas
de los pueblos conquistados ─que no invadidos─ están autorizadas, se hablan y
estudian con libertad en los territorios. No obstante, los ciudadanos deben
conocer, hablar y escribir perfectamente el latín; para ello la enseñanza,
gratuita en todo el imperio, es bilingüe en zonas con lengua autóctona. En
general (con la excepción de Estatus Unificatus, donde muestran una constante
incapacidad para declinar adecuadamente), no hay desacuerdos con respecto a la
cuestión idiomática, porque siempre ha existido respeto por las costumbres de
cada lugar. Los romanos no han vencido, sino convencido y no han impuesto, sino
llevado la paz al mundo.
Todos los ciudadanos tienen empleo y gozan
de cien días de vacaciones, treinta de los cuales están obligados a visitar un
país del imperio, con la subvención pecuniaria y logística del Imsersum, una
plataforma garante del progreso. No hay progreso sin conocimiento y no existe
una forma más rápida de aprender que viajando. Reciben un cántaro de vino al
mes.
El César acaba de llegar a Lutecia con
motivo de la final romana de calcio, un deporte inventado en Britania que
mantiene distraídos a los ciudadanos: Roma contra Barcino Nova. Los romanos
salen al campo luciendo equipamiento de marca Armani, perfectamente afeitados y
luciendo brillantes cabellos. Los catalanius lucen equipamiento Massimo Dutti,
más modesto, algunos jugadores presumen de melenas rizadas o extraños tupés, lo
que contraría al César, que en su interior desea que gane el Roma y que teme
que eso no suceda. El entrenador del Barcino Nova es el hombre más carismático
y envidiado del imperio y ha creado un equipo imbatible, digno de una ciudad
moderna que empezó siendo una provincia de Tarraco y se ha convertido en la
capital modernista del Mediterráneo, receptora de millones de turistas al año y
motor económico de Hispania. La costumbre de hacer torres humanas sirve de
ejemplo de hermandad, solidaridad y trabajo en equipo en todo el imperio.
Final del partido: Roma 0 – Barcino Nova
5. El césar no oculta su decepción, pero regala su mejor sonrisa al laureado
equipo. La voluptuosa mujer del César, Mónica Belucci, le regala una mirada
chispeante a su amado esposo, y éste la interpreta como un preludio de una
excitante noche de amor en su cámara elísea. Ella siempre sabe cómo consolarlo.
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