miércoles, 19 de junio de 2013

    Consigna: renacer. A un personaje algo le cambia la vida. 
 Una sonrisa al aire                                                             

Francesco di Bartolomeo del Giocondo llevaba nueve años insistiendo a su pasmada esposa en que se dejara retratar por uno de los mejores artistas del momento. El negocio de telas funcionaba como la seda, vivían en la ciudad más importante del mundo, eran felices y no quería que pasara como con su primera mujer, que falleció prematuramente antes de poder ser retratada. Francesco y Lisa tenían cuatro hijos y esperaban un quinto, noticia que colmó de alegría el hogar y de paciencia al marido, mecenas contumaz, que acordó una cita con el extravagante Leonardo.

Lisa era aburrida y la maternidad le servía de excusa para aislarse en su casa y huir de la vida social que tanto cultivaba Francesco, aunque sólo fuera para hacer nuevos clientes y mantener los existentes. Tenían servicio, pero la joven esposa dedicaba buena parte de su tiempo a la supervisión de las tareas del hogar y a observar el paisaje toscano desde la planta superior de su casa. Cuando su marido llegaba del trabajo empezaba la mejor parte del día para ella, pues a pesar de la considerable diferencia de edad, le amaba profundamente. No obstante, era parca demostrando afectos.

La joven Lisa, tras agotar todas las excusas posibles, se acercó al estudio de Leonardo Da Vinci. Había oído que el artista estaba soltero, que era un tanto bohemio (stricto senso, zascandil y manirroto), pero que su inteligencia parecía tocada por un don divino y cuando sus dedos se unían al pincel, una milagrosa sinfonía de perfección llenaba sus lienzos.

El estudio del artista estaba hecho una calamidad. Las hojas de papel proliferaban por doquier, todas ellas con esbozos de los más variopintos inventos (espirales y pájaros metálicos) y los ventanales, abiertos de par en par dejaban paso a un tímido sol primaveral, iluminaban la estancia con una luz difuminada y dejaban entrever las pequeñitas máculas de polvo que flotaban por el aire. Docenas de cuadros se amontonaban en el suelo.
 
Leonardo había preparado el lienzo y estaba acabando de preparar la paleta. Mientras tanto, Lisa tomó asiento y posó de forma sosa, pues había hecho de la insipidez la piedra angular de su modus vivendi. Leonardo sabía que aquella obra iba a ser muy aburrida, pero andaba fatal de recursos económicos, y no tuvo más remedio que aceptar el encargo del comerciante de telas, sabiendo de antemano que aquella obra permanecería siempre en el hogar Giocondo, claro, porque ¿quién querría deleitarse viendo un cuadro de una mujer tan sosa? Para acabar antes, no se entretendría en pintar un paisaje minuciosamente, sino que haría algo borroso y se inventaría una nueva técnica llamada sfumatto.

Durante días, la joven se acercaba a regañadientes al estudio desvencijado para avanzar en la creación y ofrecer unos florines al artista. A pesar de las ocurrencias del pintor y de su indiscutible talento, a la muchacha se le empezaba a hacer fastidioso tantas horas de posado. Hasta que un día, pasó algo que cambió la forma de vivir aquellos encuentros pictóricos: a Leonardo se le cayó un pincel y al agacharse a recogerlo se le bajó el pantalón, dejando al descubierto «la hucha». Lisa, que había crecido entre oropeles, abrió los ojos para corroborar que le estaba viendo la rajita del culito al artista, y en ese momento, al pobre Leonardo se le escapó un pedete sonoro, aunque, por suerte, no pestilente.

Lisa no pudo reprimir la risa. No sólo aquel día, sino los siguientes. Su esposo le preguntaba qué le hacía estar tan risueña pero ella, ruborizada, no se atrevía a compartir con nadie la escena que había presenciado. Leonardo da Vinci tuvo que modificar la expresión de la modelo, porque de pronto había empezado a sonreír, y a veces no podía contenerse y colocaba las manos sujetándose el abdomen, que le dolía de tanto aguantar la risa. Toda Florencia hablaba de la Gioconda, incluso algunos decían que la habían hechizado, que ni siquiera en misa podía parar de reír. Su nueva condición risueña contradecía los cánones convencionales del saber estar. No obstante, su hogar era mucho más divertido y su risa iba contagiando a todo aquél que coincidía a su paso. Había protagonizado situaciones un tanto bochornosas, pero en general, fue mucho más aceptada y requerida a su pesar en los círculos aristocráticos y burgueses.


Entre algazaras fue envejeciendo y sólo la penosa muerte de su marido logró aplacar la risa. Acabó sus días en un convento donde dicen que, de vez en cuando, cuando jugaba con sus nietos, se le escapaba una risilla que Francesco compartía desde arriba. 

miércoles, 12 de junio de 2013


Je me’n fous des controleurs                                                 

 


Bruno frisaba la cincuentena y era enólogo, graciosillo y guapetón. A pesar de lo mucho que tenía que viajar, disfrutaba de su trabajo como pocas personas en el mundo tienen el privilegio. Pero aún había algo que le gustaba más: jugar a seducir señoras. Y no era un crápula, ¡al contrario! No era nada libertino: adoraba a su mujer y por nada del mundo habría puesto en peligro la unidad familiar que durante dos décadas había cultivado. Simplemente, le gustaba sentirse deseado.

Como había estudiado y trabajado en Borgoña y hablaba muy bien francés, sentía especial placer cuando tenía que viajar a Francia a presentar sus cavas. Aquel día, Bruno fue a París y salió por la puerta grande de las casas de los clientes y de las clientas talluditas, que se turnaban para fotografiarse con él. No era fácil vender cava a los franceses, pero él lo había conseguido y se sentía inmensamente satisfecho de ello.

Tan ufano se sentía que compartía su sentimiento con sus colegas a tiempo real a través de un grupo de WhatsApp gestado para intercambiar información y que se había convertido en hub de humor. La decisión de eliminar la paga extra de verano tomada por la empresa tan sólo había empañado tenuemente la satisfacción del trabajo bien hecho. Como de costumbre.

Finalizó la jornada laboral y se dirigió al aeropuerto Charles de Gaulle, aquel que su amigo Diego definía como el peor aeropuerto del mundo. Y sí que lo era. Reinaba el caos a causa de una huelga de controladores aéreos. Su vuelo venía demorado, «bonito color», bromeó al principio. Encendió el ordenador y se dispuso a trabajar, al menos sacaría correos, pero cuando llevaba cuatro horas esperando la salida de su vuelo, se empezó a desesperar y a compartir su irritación con sus colegas. Éstos, lejos de conmoverse, empezaron a bromear con su incidente a través del WhatsApp.

¡Demonios! Colgado en París y al día siguiente tenía una cata con un accionista de su empresa. ¡No podía faltar, venía expresamente a catar sus cavas! Como los colegas no se solidarizaban con él, decidió agremiarse con otros pasajeros frustrados. Y fue así como conoció a Abel, un joven guapísimo con llamativas rastas; Chema, un físico nuclear y Begoña, una comercial de aerogeneradores. Aunaron sus quejas en vano, pues el vuelo a Barcelona fue cancelado, después de más de cinco horas esperando y pensaron el volver en TGV.

¡Por fin! Una de sus compañeras lo estaba llamando. Menos mal que hay alguien sensible. Le recomendó que, efectivamente, volviera en tren. Pero finalmente, junto con los tres compañeros de quejas y denuestos, decidieron alquilar un coche y regresar conduciendo durante la madrugada.  

Al tomar aquella decisión, llamó a su jefe, australiano, empático e imprevisible, para informarle y éste le dijo que adelante, y que si el coche de alquiler no podía ser devuelto en un país extranjero, entonces él iría a Perpignan a buscarlo. Pero no fue necesario porque aquella compañía permitía aquel servicio. Nada más colgar, volvió a llamar la compañera de antes, la secretaria del jefe que tenía malas pulgas, pero era buena persona, y le propuso otra opción: ir en tren hasta Bruselas dormir allí y volver en el primer vuelo del día siguiente. ¡A buenas horas! El conflicto estaba resuelto.

El viaje le producía una pereza terrible, porque lo que quería era llegar a su casa, pero se lo tomó con resignación. No así Begoña, que interpretó que las gracias que le profería Bruno respondían a un deseo todavía reprimido e imaginó un trayecto con final feliz. Durante el viaje rió una a una las docenas de ocurrencias de Bruno y él no cabía en sí mismo al ver lo gracioso que era.

Abel vivía en Gracia, Chema en Terrassa y Begoña, al igual que Bruno, había dejado su coche en el parking del aeropuerto. Bruno, galante, dejó a los chicos en sus domicilios y al salir del coche después del largo y nocturno viaje, Begoña le dio su tarjeta de visita a Bruno. Él hizo lo propio con la suya y abrazó a la chica aliviado al haber llegado bien a Barcelona. Begoña interpretó el abrazo como una proposición y Bruno, tan halagado como ruborizado, tuvo que esquivar un beso en los labios, pues la chica iba lanzada.

Al día siguiente, después de una pernocta de apenas dos horas, encendió el móvil y leyó el mensaje que le había enviado su compañera de viaje: «Anoche soñé con verte desnudo para perder la cabeza».