Consigna: renacer. A un personaje algo le cambia la vida.
Una sonrisa al aire
Francesco di Bartolomeo
del Giocondo llevaba nueve años insistiendo a su pasmada esposa en que se
dejara retratar por uno de los mejores artistas del momento. El negocio de
telas funcionaba como la seda, vivían en la ciudad más importante del mundo,
eran felices y no quería que pasara como con su primera mujer, que falleció prematuramente
antes de poder ser retratada. Francesco y Lisa tenían cuatro hijos y esperaban
un quinto, noticia que colmó de alegría el hogar y de paciencia al marido, mecenas
contumaz, que acordó una cita con el extravagante Leonardo.
Lisa era aburrida y la
maternidad le servía de excusa para aislarse en su casa y huir de la vida
social que tanto cultivaba Francesco, aunque sólo fuera para hacer nuevos
clientes y mantener los existentes. Tenían servicio, pero la joven esposa
dedicaba buena parte de su tiempo a la supervisión de las tareas del hogar y a
observar el paisaje toscano desde la planta superior de su casa. Cuando su marido
llegaba del trabajo empezaba la mejor parte del día para ella, pues a pesar de la
considerable diferencia de edad, le amaba profundamente. No obstante, era parca
demostrando afectos.
La joven Lisa, tras
agotar todas las excusas posibles, se acercó al estudio de Leonardo Da Vinci. Había
oído que el artista estaba soltero, que era un tanto bohemio (stricto senso, zascandil y manirroto),
pero que su inteligencia parecía tocada por un don divino y cuando sus dedos se
unían al pincel, una milagrosa sinfonía de perfección llenaba sus lienzos.
El estudio del artista
estaba hecho una calamidad. Las hojas de papel proliferaban por doquier, todas
ellas con esbozos de los más variopintos inventos (espirales y pájaros
metálicos) y los ventanales, abiertos de par en par dejaban paso a un tímido
sol primaveral, iluminaban la estancia con una luz difuminada y dejaban
entrever las pequeñitas máculas de polvo que flotaban por el aire. Docenas de
cuadros se amontonaban en el suelo.
Leonardo había preparado
el lienzo y estaba acabando de preparar la paleta. Mientras tanto, Lisa tomó
asiento y posó de forma sosa, pues había hecho de la insipidez la piedra
angular de su modus vivendi. Leonardo
sabía que aquella obra iba a ser muy aburrida, pero andaba fatal de recursos
económicos, y no tuvo más remedio que aceptar el encargo del comerciante de
telas, sabiendo de antemano que aquella obra permanecería siempre en el hogar
Giocondo, claro, porque ¿quién querría deleitarse viendo un cuadro de una mujer
tan sosa? Para acabar antes, no se entretendría en pintar un paisaje
minuciosamente, sino que haría algo borroso y se inventaría una nueva técnica
llamada sfumatto.
Durante días, la joven se
acercaba a regañadientes al estudio desvencijado para avanzar en la creación y
ofrecer unos florines al artista. A pesar de las ocurrencias del pintor y de su
indiscutible talento, a la muchacha se le empezaba a hacer fastidioso tantas
horas de posado. Hasta que un día, pasó algo que cambió la forma de vivir
aquellos encuentros pictóricos: a Leonardo se le cayó un pincel y al agacharse
a recogerlo se le bajó el pantalón, dejando al descubierto «la hucha». Lisa,
que había crecido entre oropeles, abrió los ojos para corroborar que le estaba
viendo la rajita del culito al artista, y en ese momento, al pobre Leonardo se
le escapó un pedete sonoro, aunque, por suerte, no pestilente.
Lisa no pudo reprimir la
risa. No sólo aquel día, sino los siguientes. Su esposo le preguntaba qué le
hacía estar tan risueña pero ella, ruborizada, no se atrevía a compartir con
nadie la escena que había presenciado. Leonardo da Vinci tuvo que modificar la
expresión de la modelo, porque de pronto había empezado a sonreír, y a veces no
podía contenerse y colocaba las manos sujetándose el abdomen, que le dolía de
tanto aguantar la risa. Toda Florencia hablaba de la Gioconda, incluso algunos
decían que la habían hechizado, que ni siquiera en misa podía parar de reír. Su
nueva condición risueña contradecía los cánones convencionales del saber estar.
No obstante, su hogar era mucho más divertido y su risa iba contagiando a todo
aquél que coincidía a su paso. Había protagonizado situaciones un tanto
bochornosas, pero en general, fue mucho más aceptada y requerida a su pesar en
los círculos aristocráticos y burgueses.
Entre algazaras fue
envejeciendo y sólo la penosa muerte de su marido logró aplacar la risa. Acabó
sus días en un convento donde dicen que, de vez en cuando, cuando jugaba con
sus nietos, se le escapaba una risilla que Francesco compartía desde arriba.