jueves, 19 de noviembre de 2015

Relato en el que lo fantástico interrumpa lo cotidiano




El canapé mágico y los hombres malos

Marisa había sido una esposa ejemplar, pero de repente, se encontró con un panorama poco halagüeño: su marido, después de más de veinte años de convivencia y en una flagrante muestra de crisis de los cuarenta, la había abandonado para irse a vivir un romance con la amiga común, hippy y tarada, que conducía a un fracaso garantizado. Y como el marido decidió volverse alternativo para tener contenta a la amante de turno, no dudaba en dejar de pagar la hipoteca si no podía hacer frente a los nuevos gastos que su nueva vida de veinteañero trasnochado le generaba.

Marisa tenía un trabajo tan digno como modesto, que le propiciaba los emolumentos mínimos para alimentar a sus dos hijos, pero no para hacer frente a la hipoteca que su tozudo exmarido se empeñó en contraer. La solución fue salomónica: malvendemos el piso y me voy con los niños a otro más pequeño y de alquiler.

No necesitaba grandes espacios, pero si armarios suficientes para almacenar lo que conlleva la vida de tres personas. Bajo esta premisa encontró un piso en el barrio de Sants: pequeño y antiguo, pero luminoso y cerca de casa de sus padres.

—El armario es muy pequeño —protestó Marisa.
—Pero mire —respondió el agente inmobiliario mientras levantaba el colchón—. Mire qué canapé más hermoso, ¿usted sabe todo lo que cabe aquí dentro?

Debajo del colchón apareció un cajón enorme, de casi medio metro de profundidad, tan espacioso como roñoso. El agente bajó el colchón y Marisa se quedó mirando aquella cama tan grande, que crecería de tamaño cuando yaciera en ella sin un cuerpo amado que la abrazara. Cómo cambia la vida en un momento.

Marisa no tenía ganas de discutir ni de seguir buscando piso, así que aceptó las condiciones y un día antes del traslado fue a adecentar el hogar. Cuando le tocó el turno de limpieza al canapé, encontró una tabla suelta en el fondo. Hay que ver qué mal trabaja la gente. La intentó colocar bien, pero no encajaba. Así que la sacó para ver si la podía recortar y encontró un doble fondo. Metió la mano para comprobar la profundidad, y no alcanzó a tocar el fondo. A falta de linterna, alumbró el agujero con su móvil y vio una escalera que no dudó en descender. ¡A ver si había alquilado un dúplex sin saberlo!

Contó unos veinte escalones y encontró una puerta entreabierta por la que asomaba un halo de luz. La abrió y encontró tres bellas mujeres que habían formado una cadena de producción casera: una sacaba billetes de 50 euros de un saco que parecía no tener fin, otra los contaba y colocaba en montones de cincuenta billetes y la otra cerraba los paquetes y los guardaba en cajas de  cartón. Aquella estancia estaba cubierta de cajas que parecían llenas de dinero.

—¿A ti también te ha dejado el marido? —preguntó la más rubia.
—Disculpad, pero… no sé qué es todo esto. ¿Quiénes sois?
—Somos las hadas cabreadas solidarizadas con las separadas. Protegemos a las mujeres a las que sus maridos han abandonado de manera cruel y les damos lo que más necesitan. Te facilitaremos un nuevo churri, pero chica, ahora mismo estás tiesa.
—No entiendo nada.
—Marisa, tú no tienes que bajar a vernos, vaya, a menos que un día necesites desahogarte y hablar, en ese caso podemos tomar un té y charlar un ratito. Cuando necesites dinero, levanta el canapé. Siempre encontrarás billetes auténticos, no falsificaciones —le dijo la más bonita de las tres.
—¿Necesitas un anticipo? —preguntó la más joven.
—Hombre… pues con 200 euros podría volver a matricular a mis hijos a natación.
—¿Doscientos? Toma quinientos y les compras bañadores nuevos, zapatillas, gorros y toallas.

Marisa tomó el dinero como si estuviera delinquiendo.

—No tengas miedo. Eso sí, para que todo vaya bien es imprescindible que cumplas dos promesas: la primera es que no debes contarle esto a nadie y la segunda es que no puedes ostentar porque nadie debe sospechar que tienes dinero.

Por la noche, en el antiguo hogar, Marisa no podía dejar de pensar en el episodio que todavía no se creía haber vivido en sus propias carnes morenas y necesitaba volver al nuevo piso para comprobar que no lo había soñado. Llegaron con todas las cajas y algunos muebles y, cuando los niños se quedaron dormidos, cerró la puerta de su habitación y levantó el colchón para ver si encontraba la tabla que no encajaba y que conducía a aquel  lugar clandestino. Para su sorpresa, encontró tres paquetes de billetes de 50€ y la tabla perfectamente encajada. Cada vez que su exmarido escabullía algún pago, aparecían billetes en el canapé.

No sabía cuánto iba a durar su suerte, lo que tenía claro es que sus pagos estaban garantizados durante unos cuantos meses.

Un día se encontró a Mari, una vecina del rellano, que le preguntó si estaban contentos en el nuevo piso.

—Es pequeño, pero estamos muy contentos —respondió Marisa.
—Me alegro. El anterior inquilino era un chico que había dejado a su mujer para irse con una pelandrusca mucho más joven que él, que resultó ser más mala que la peste. Tuvieron que irse del piso porque por lo visto, cuando se acostaban, notaban como si una fuerza extraña les clavara pinchos desde el colchón. Además, el muy sinvergüenza decía que le desaparecía el dinero.

Y entonces Marisa pensó que tenía tres amigas velando por ella. Además de confirmar lo que ya sabía: que las mejores amistades vienen de tres en tres.


lunes, 9 de noviembre de 2015


Una mala inversión

 


No podía ser. Bueno, sí podía ser, pero era poco probable. Sí, era poco probable, pero posible.

Treinta millones de euros. ¿Cuánto era aquello en pesetas? Se perdía cuando tenía que aplicar los ceros. Pero eran suyos, pensaba mientras sostenía aquel boleto sentado en el sofá.

Incrédulo, comprobaba una y otra vez su buena estrella. Sí, por una vez le había sonreído la vida.

—¿Vas a poner la mesa o no? —le gritó su esposa desde la puerta de la cocina.

Le llegó el olor a patatas fritas y huevos y dudó entre poner la mesa o salir a comprar tabaco.


Como casi todos los maridos de cierta edad, estaba harto de su mujer desde hacía muchos años, pero separarse es un lujo que pocas personas se pueden permitir, por lo que se resignó a seguir con ella. Por su parte, la esposa no estaba más satisfecha de su relación, pero no quería darle vueltas. Después de tanto tiempo de matrimonio, éste dejó de ser un sacramento para convertirse en una costumbre.

—¿Qué? ¿No vas a poner la mesa? —gritó su esposa enfurecida.

El marido apenas podía moverse. Treinta millones de euros, qué barbaridad. Aquella noche deglutió tres huevos fritos y una bandeja indecente de patatas fritas. No era un hombre refinado, así que el menú le pareció estupendo para celebrar el ascenso de clase social.

Después de ver el partido de fútbol se metió en la cama. Los nervios del partido, la cena excesiva y la emoción de saberse millonario se transformaron en embolia y murió mientras dormía. Su esposa se lo encontró sin vida la mañana siguiente, cuando se dio cuenta de que no roncaba. Le organizó los pertinentes responsos y volvió a su casa, un poco más vacía sin su marido.

Ni siquiera su pérdida hizo que recordara los buenos momentos, porque en realidad no habían existido. En el fondo, la pérdida de su esposo era una liberación. Ya no tendría que vaciar ceniceros, quitar la espuma de afeitar pegada en las baldosas del baño, aguantar sus silencios, tomar las decisiones, subir la compra, ocuparse de los pagos domésticos, trabajar como una esclava para llegar a fin de mes… Aquella manía que tenía su difunto marido de coleccionar de todo la traía de cabeza. Así que nada más llegar decidió arramblar con todo y tirar al contenedor de la basura toda aquella porquería acumulada durante tantos años. Había cajas de cerillas, billetes de metro, botellitas de licores, fascículos de enciclopedias inacabadas...

Vació la billetera, que atesoraba su DNI, 10 euros, un bonobús, la tarjeta del Carrefour y un boleto de la lotería Primitiva.

—No me extraña que no llegáramos nunca a fin de mes. No paraba de gastar dinero en loterías.

Arrugó el boleto premiado y lo tiró a la basura, junto con el resto de objetos sobrantes. Se sentó en el sofá, estiró los pies sobre la mesita, encendió la televisión y se adueñó del mando a distancia. Sería pobre, pero estaría tranquila.