jueves, 11 de diciembre de 2014

Relato inspirado en esta imagen que incluya las palabras en negrita



Los conciertos de Brandenburgo

Mario se despertó sobresaltado de un recurrente sueño: volaba, aunque no estaba dotado de alas. Lo placentero del vuelo se interrumpía con un abrupto aterrizaje. Todavía en duermevela a causa de un despiadado jetlag, se preparó un aguado café americano y se asomó a la ventana para contemplar los colores tenues que le ofrecía su primera mañana neoyorkina: un abanico de grises se desplegaba ante él y le mostraba la ciudad como si fuera de acero bruñido. Tan sólo tenía previsto quedarse tres días, lo justo para interpretar Los conciertos de Brandenburgo, de Bach, en el Lincoln Center. A veces Dios se manifiesta en forma de composición musical, y aquélla era un claro ejemplo.
El aspecto de la ciudad era húmedo, a pesar de que había amainado la lluvia. Medio escondido tras las cortinas se detuvo a observar lo que acontecía en el único piso donde parecía que había vida humana. Él, admirador de Hitchcock, se sentía como un James Steward de pacotilla en La ventana indiscreta. ¡Mira que si era testigo de algo trascendente! Tras unas ventanas de madera se podía percibir claramente a dos mujeres jóvenes que charlaban de forma distendida, acaso haciendo un receso para tomar el café. Sus siluetas eran esbeltas e intentó fijarse bien en sus fisonomías, aunque debido a la distancia que los separaba los rasgos eran inapreciables.
Se recreó observando sus sinuosos movimientos y sus poses sensuales, la imaginación se le descontroló y estaba fantaseando de buena mañana con aquella escena cuando, de repente, la rubia del jersey rojo abrió un cajón, sacó una pistola e hirió de muerte a la joven morena con tres disparos amalgamados entre las ensordecedoras sirenas de Nueva York. No era rojo el jersey de la asesina, sino naranja. Sin apenas inmutarse, guardó el arma en el cajón después de limpiar sus huellas, abrió el bolso, pulverizó unas gotas de perfume sobre su cuello y abandonó la estancia.
Hay que ser descerebrado para perpetrar un homicidio en un escaparate. Cualquier otro huésped podría ser testigo de aquel brutal asesinato. El perro del vecino, asustado por el disparo, emitía ladridos ensordecedores. A Mario casi se le cayó el vaso del café del shock. ¿Qué podía hacer? Hacía unas horas que había llegado y tenía sobre sus hombros la responsabilidad de denunciar aquel asesinato. ¿Y si hacía ver que no había visto nada? Sus manos temblaban y una fina película de sudor frío cubría su cuerpo. ¿Y si alguien había visto que él había visto lo que había visto? 
Una ducha no logró calmar su ansiedad y salió al ensayo general asiendo su violonchelo y lamentando su mala suerte, pues esperaba con avidez aquel viaje desde hacía tiempo. Nada más salir del edificio se encontró con dos policías que le dieron los buenos días muy amablemente. ¿Debería él corresponder a la cortesía y relatar los hechos? Estaba aterrado y decidió centrarse en el ensayo y en el concierto del día siguiente. Su reputación estaba en juego.
Llegó al Lincoln Center y se acomodó entre la orquesta. Dispuso la partitura y ayudado de un diapasón afinó el violonchelo. El resto de músicos fueron llegando y finalmente llegó el director, acompañado de una joven y esbelta rubia de contoneo sensual y jersey rojo que a Mario se le antojaba muy familiar.
—Hoy nos acompañará Natasha Shakalova y no Kimberly Dean como estaba previsto, porque ha tenido que ausentarse de Nueva York durante unos días por motivos personales —aclaró el director.

Bien mirado, el jersey no era rojo, sino naranja. 

lunes, 4 de agosto de 2014

Nectari



En la calle Valencia se encuentra otro tesoro escondido, de ésos que a las Gourmetferides nos gusta encontrar: Nectari.

Jordi Esteve ostenta una más que merecida estrella Michelín y se nota en todos y cada uno de los pequeños detalles que vamos encontrando nada más entrar.

Sus reducidas dimensiones procuran la atención adecuada y la privacidad imprescindible. De todos modos, lo verdaderamente trascendente sucede en las mesas.  El ambiente es familiar, la madre del chef mima a todos y cada uno de los comensales como si fueran sus sobrinos preferidos.

Optamos por el menú degustación, que cuesta  70 euros, pero vale mucho más. Además, hoy Montse nos honra con su presencia y con sus memorias de Shangai... 

Y sabemos que vale más de lo que cuesta por los entrantes. Nuestra experiencia nos ha demostrado que la calidad de los aperitivos van a marcar la calidad del resto del menú degustación.

Después del chasco en el Enoteca, estamos ansiosas, necesitamos exclamar “UAU!” en, por lo menos, dos de los platos. Ese UAU que significa que volveríamos sólo para volver a probarlos y que el resto de platos se nos pueden olvidar, pero ésos, no.

 
Y el factor UAU se produce con uno de los tres aperitivos: el mejillón con textura de escabeche. No tengo palabras para describir lo buenísimo que estaba. Coincidimos las cuatro en que era fabuloso, incluso Nerea apuntó que podría comer veinte más.













 
Los otros entrantes: verduras deshidratadas, ensalada de altramuces y esqueixada de bacalao.

Llega el primer plato, parece enlatado, es una sardina con caviar de bicho, que pica un poco, pero en su conjunto está muy rico. Allí nos encontramos con Brian y Kerith, amigos de mi jefe, y Kerith está entusiasmada con el sabor de la sardina.











Sardina con caviar de bicho.

¡Sorpresa! Unas galletas Oreo que son falsas: son foie revestido de galleta Orea relleno de manzana caramelizada. ¡Qué ricoooo!





Y luego llega otro plato UAU o tal vez, requeteuau: Gazpacho de bogavante y sorbete de melón. Muy, muy rico. Primero sirven el plato con el sorbete de melón y el bogavante, y luego vierten el gazpacho. ¡Insuperable! Aquí se produce otro unánime UAU.




Llega uno de los platos fuertes: bonito. Muy rico, para mi gusto un pelín crudo, pero se dejó comer a base de bien.



Sorbete de naranja para hacer sitio.




Cordero con patatas bravas cuadraditas. Rico, rico.




Surtido de quesitos: brie con avellanas, idiazábal ahumado con confitura de naranja y queso blanquillo con orejones.



Y llega el postre: paquetito de praliné ¡INSUPERABLE! Con un helado de pera muy rico, pero el paquetito estaba de escándalo.



Detalles que llegan al corazoncito:

Avisamos de que Nerea es celíaca e intolerante a la lactosa y le tenían preparado unos panecillos que según ella estaban deliciosos. Además de un postre muy atractivo.



Al acabar, se acercó nuestro chef y nos dedicó un rato, se interesó por si nos había gustado la cena y Nerea le pidió la receta del escabeche.

Coincidimos con unos amigos de mi jefe, los Overstreet, que nos invitaron a todo a las tres, lo supimos cuando fuimos a pagar.

En resumen, un lugar muy recomendable.






Me gustan los Sanfermines (2014)


Me gustan los Sanfermines, sobre todo, porque son surrealistas. Compadezco a los que tachan a estas Fiestas —así: Fiestas, con mayúscula— de horror. Con el debido respeto a todas las opiniones, las fiestas pamplonesas deberían ser objeto de culto. De hecho, para algunos de nosotros, lo son. El año pasado las disfruté y escribí una entrada en este blog que da buena fe de ello. Este año he repetido. In extremis, porque todo parecía apuntar a que este año no tocaba. Pero sí, al final una amiga se apuntó y nos fuimos juntas.

Me gustan los Sanfermines porque todo lo que no está en el programa de fiestas es imprevisible. Apenas unos metros después de que el taxista iniciara la carrera desde la estación de tren —convertida en discoteca para la ocasión— hasta el hotel vimos pasar con parsimonia a un adolescente que lucía el uniforme blanquirrojo coronado por un casco de peluche en forma de cabeza de vaca. Supe entonces que ya habíamos llegado a Pamplona.



Me gustan los Sanfermines porque todo el mundo parece que ha firmado el código del buen humor y todos nos retroalimentamos de ese buen ambiente que hace que nos olvidemos de todo durante un tiempo. Son Fiestas para todas las edades.


Me gustan los Sanfermines porque se come de escándalo. Como en Navarra no se come en ningún sitio. El chuletón de buey del Mesón Egüés merece capítulo aparte. Lo mismo que la cena en La Chistera y la comida en El Mercao.

Me gustan los Sanfermines porque las copas no tienen precios abusivos como en Barcelona. Pagar 7 euros por un combinado me parece un regalo, cuando el entorno es de semejante categoría. Las copas ayudan a que el tiempo cunda, porque caminar con un vaso lleno en la mano obliga a ralentizar el paso y así, despacito, la Fiesta cunde más.

Me gustan los Sanfermines porque me hacen sentir joven: participar en el buen humor de los jóvenes, reír con ellos y de ellos, aguantar hasta casi los claros del día… Participar en el sentimiento unánime de juventud.

Me gustan los Sanfermines porque no es posible estar más de tres minutos paseando sin oír una banda de música. Y porque tocan canciones que nunca pasarán de moda, aunque nos lo parezca. Y porque cualquier estilo es bueno si se trata de seguir a una banda, porque si no gusta pronto encontraremos otra que nos guste más.
















Los niños les dan los chupetes a los gigantes 

Me gustan los Sanfermines porque el atuendo va implícito, pero si uno no está en perfecto estado de revista o bien no lleva íntegramente el uniforme, no pasa nada: sigue participando de la Fiesta.

Me gustan los Sanfermines por la puntualidad y extensa variedad de los actos programados. Y por la participación de los oriundos, que podrían quejarse de ruidos y olores y, sin embargo, prefieren participar en este teatro que es este pedazo de Fiesta.

Señor con turbante en Jazz Fermín 

Me gustan los Sanfermines porque son lo suficientemente modernos como para tener una aplicación para smartphone que te indica a cada momento qué está pasando y dónde y porque son lo suficientemente tradicionales como para hacer concursos de levantamiento de piedras, de txingas y de fardos.
 

Me gustan tanto los Sanfermines que perdono que el Gaucho no haga tapas durante esos días. ¡Y eso ya es decir, porque es el mejor sitio de pintxos del mundo!

Y, sobre todo, me gustan los Sanfermines porque son fiestas adictivas e imprevisibles que, una vez te han conquistado, te han hecho suyo para siempre.

A San Fermín pedimos.



Ofrenda floral a San Fermín 





miércoles, 30 de julio de 2014

La Granja Elena: un tesoro escondido

Hay un tesoro escondido en la Zona Franca y se llama Granja Elena. No tiene estrellas Michelín porque no quiere su dueño, el local es diminuto y siempre lleno hasta la bandera. Las mesas no tienen manteles y esa falta de ropa potencia el ruido. No, no le darían una estrella a la Granja Elena.

Pero cuando el comensal hinca el tenedor y degusta las creaciones del chef Borja Sierra, entonces uno se pregunta con más rigor si no merecería una estrellita. Es de agradecer que la camarera sepa de vinos y recomiende sin hacer gala de esa insufrible refitolería que caracteriza a los neófitos en la profesión. Porque una cosa es la poesía y otra es el vino. El uno en la otra está bien; la otra en el uno, no.

Nos traen olivas, de Kalamata, y nos recomiendan un vino blanco. Los cuatro que somos pedimos platos diferentes. Veremos el ratio de éxito. ¡Cuatro de cuatro!

Tortilla de anchoas con piperas

















Ensalada de tomate


 















Tosta con tomate confitado y Carpaccio de langostino
 

















Milhojas de foie, lengua de vaca y cebolla confitada con ensalada de pera y rúcula.

















De segundo:

Atún




















Canelón de rabo y manitas de ternera con salsa de la cocción.

















Todo exquisito.

De postre:

Soufflé de chocolate



















Helado de pistacho con galleta y sorbete de leche merengada





















Y, para acompañar los postres: petits fours.

Total factura: 45€ por persona.

¡Impresionante! Nos vamos con ganas de repetir. ¡Así da gusto!















lunes, 28 de julio de 2014

Penoteca




Núria, una de mis gourmetferidas ha vuelto a nacer después de un susto coronario y lo hemos ido a celebrar por todo lo alto. 


Esta vez ha sido en el restaurante Enoteca, ubicado en la primera planta del Hotel Arts.




Curiosamente le han concedido dos estrellas Michelín. Tenemos cita para el Celler de Can Roca y ya hemos probado a Xabi Bonilla y sus delicatessen caseras, por lo que nos faltaba completar la serie. ¡Pero no hemos triunfado!

No es que hayamos cenado mal, lo que pasa es que, como dice Nerea, mi otra gourmetferida, faltó el factor UAU. Ningún plato nos dejó extasiadas de placer y eso es imperdonable en un dos estrellas. Las comparaciones son odiosas, pero cuando pienso en el veneciano restaurante Met, pienso que Enoteca tiene que ponerse las pilas o una de las estrellas se convertirá en fugaz. 


Vaya por delante que el local es precioso. Es todo blanco y a través de los cristales de una de las paredes se ve el final de la calle Marina, alegre y bullicioso en una noche estival. Nos recibe la directora, nos acompaña a nuestra mesa. Al cabo de una hora se llena hasta la bandera.

El menú degustación cuesta (no vale: cuesta) 145€+ IVA. Por ese precio quiero cohetes.

Nos proponen tomar una copa de cava. Accedemos, es cava Recaredo, vamos bien, pero por las dos copas nos cobran 25€+IVA.  Un abuso.

Decidimos el vino. Más que la carta de vinos nos traen una enciclopedia. Acordamos que queremos un vino blanco, así que nos vamos a Galicia, hace tiempo probé As Sortes de Val do Bibei y me encantó, como me encantó encontrármelo en la carta… pero no tuvimos suerte, no había. El sommelier nos recomendó otro: Quinta de Buble.


Nos traen los primeros aperitivos:


Snack crujiente de piñones, sabroso, pero medio bocadito.


Ensalada Waldorf, la presentación es de nota, pero el apio se come todo el resto de sabores.


Donut de foie: Presentación sorprendente, buen sabor, pero para mi gusto falta algo de pan que sustente el foie.


Siguen los entrantes: ¡Viva México! Guacafoie, Tacos y Chipotle. ¡Cuidado con el chipotle, que hay comerlo de un bocado porque existe el riesgo de ponernos perdidas. Muy rico y muy original.


Ahora nos ofrecen dos tipos de pan, y escogemos el de avellanas. A Nerea le traen uno sin gluten.


Llega el primero de los platos: raviolis de langosta. Visto y no visto, demasiado escueto, pero rico.


A Nerea le traen atún.


Espardenyes Thai. Muy ricas… demasiado breve, tal vez por lo ricas que están.


Huerto de verduras con foie. Muy rico el foie fresco, pero no para estrella Michelín, en cualquier bar de Pamplona ponen un foie así de bueno, pero mucho más grande.


Arroz a banda. Que venga la banda, porque este arroz merece un himno. Muy rico, pero muy poco.


San Pedro con risoto de calamar. Muy buenas las dos cosas, pero escuetas.


Wagyu con diez contrastes. No sabíamos lo que era guañu, por lo visto es un tipo de carne como kobe, pero de la madre patria. Rico.


¡Que vienen los postres! El primero, selva negra. Demasiado pretencioso: la selva negra cuanto más auténtica, mejor.

 


El segundo, Tarantino: blanco por fuera y rojo por dentro. Yogur con coulis de frutas rojas. Un pelín empalagoso.

Pedimos infusiones y Roiboos, casi 30 euros por tres infusiones. Eso sí, acompañadas de petits fours.


Nuestro imbatible grupo tiene un inconveniente: Nerea es celíaca e intolerante a la lactosa, avisamos con tiempo y, en lugar de tenernos preparada una sorpresa, tuvieron que improvisar los platos al momento. La pobre se quedó con un solo plato de postre.

Si en lugar de una cena hubiera sido una comida, nos habríamos quedado con hambre después de pagar 200€ por melena. El chef brilló por su ausencia.

Terriblemente decepcionadas para un dos estrellas. Mencionamos en varias ocasiones el chuletón que Nerea y yo nos comimos en Pamplona. 

La semana que viene… ¡Nectari! A ver si nos deja mejor sabor.