viernes, 4 de enero de 2013


El tesoro                                           

      El Generalísimo Franco ocupó el medieval castillo de Raimat unos días durante la Guerra Civil. Llevaba consigo un tesoro que perteneció a la regente María Cristina y que la Casa Real había denunciado en numerosas ocasiones y aquel enclave le pareció el lugar ideal para esconderlo. General y cabecillas del ejército ocuparon las habitaciones que todavía llevan sus nombres.

      La cocina del castillo, hoy en día, es un lugar mágico. Allí, Loreto y Pilar elaboran los manjares más deliciosos de la provincia y su trato es tan cariñoso que uno se siente como en casa de su tía favorita. Entre la cocina y el comedor hay un pasillo con unas placas metálicas en el suelo que invitan a los huéspedes a tropezar. Allí debajo había un pozo, en desuso desde hace décadas.

      Con cierta regularidad, un agente de la Policía Nacional se hospedaba en el castillo con motivo de una investigación que desde primeros de siglo XX llevaba a cabo ese cuerpo. Sabían que en algún lugar en los que se había atrincherado el dictador estaría escondido el tesoro y periódicamente visitaban aquellos lugares donde había pernoctado. Al agente Pérez le habían asignado esta espinosa misión y se dejaba caer por el castillo de Raimat de vez en cuando, lo cual le encantaba en lo que hacía referencia a la gastronomía allí ofrecida.

      Pérez tenía olfato, pero no tino. Por eso escogió un 20 de noviembre para pasar la noche e investigar. En el castillo había un grupo de enólogos que habían encargado una paella. Pilar las bordaba. Mientras tanto, Pérez levantaba alfombras, retiraba cuadros, cómodas, mesitas de noche, cortinas, sofás, golpeaba paredes con los nudillos para detectar dobles fondos… pero ni rastro del tesoro de los Borbón.

      Pilar había dispuesto los langostinos alrededor de la paella mientras Loreto disponía la mesa y, en un descuido, vio que algunos langostinos habían cambiado su posición y se habían alineado. Qué extraño, pensó, y los volvió a colocar en su posición inicial. Mientras se acababa de cocer el arroz, acabó de hacer las ensaladas y al mirar la paella, comprobó que, de nuevo, los langostinos se habían movido. No podía ser Loreto, estaba en el comedor, y el fuego no estaba tan fuerte como para mover tanto los bichos.

      Volvió a colocarlos, extrañada, y decidió no quitar la vista de la paella. ¡Era asombroso! Los langostinos se movían uno a uno hasta formar la palabra «pozo». En ese momento el agente Pérez tropezó con las placas metálicas que cubrían el pozo y entró en la cocina.

—¡Qué bien huele!― exclamó.
—Mejor sabrá—, respondió Pilar.

      Otra vez colocó los langostinos y presentó la paella al grupo de enólogos, que aplaudieron acaloradamente.

      El agente comió en la cocina, mientras se preguntaba dónde estaría enterrado el tesoro.

      Pilar no acaba de entender aquel episodio de los langostinos y por la mañana, cuando todos los huéspedes se habían ido, movió las placas y, ayudada por Loreto, bajó al pozo. Encontró un cofre mediano en el fondo y lo sacó de allí. Loreto y Pilar lo observaron  con cierto miedo durante un tiempo, y al final decidieron abrirlo. Estaba repleto de joyas y de monedas de oro. Era el tesoro de la regente María Cristina.

      El espíritu de Franco se retorcía en el Valle de los Caídos pensando en que un tesoro español podía quedarse en una Cataluña independiente. Y utilizó a la oscense Pilar para evitar que ello sucediera: una vez en Huesca, el tesoro estaría a salvo. Pero no contaba con que Pilar compartiría el hallazgo con Loreto, hasta decidir qué harían con él. 

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