Camionero
de Cuenca
El doctor Giner esperaba a un nuevo paciente a las cinco. Más
de treinta años avalaban su experiencia en psicología y su reputación brillante
lo había situado entre los mejores especialistas en la materia de toda la
provincia. Por su consulta habían pasado asesinos, banqueros, políticos,
ejecutivos, amas de casa y otros especímenes del lumpen nativo.
Pero aquel individuo de
voz temblorosa le había parecido enigmático y lo esperaba inquieto.
Era el doctor hombre impaciente por naturaleza, un manojo de
nervios. Su preocupación por sus pacientes ocupaba todo su tiempo, apenas
dormía y su alimento, siempre frugal, se limitaba a unas ensaladas, algunas
legumbres precocinadas y algo de fruta. Por no ensuciar ni armar grandes desbarajustes en la cocina.
Sólo fue capaz de mantener una relación de un año con una mujer, quien le
intentó hacer entender en vano que el cuidado personal es importante. Podría adivinarse
la fecha en que ésta lo abandonó, a juzgar por la antigüedad del atuendo. El
resto de su vida, ha estado solo. En su despacho, oscuro y desnudo de
libros, únicamente un diván, una pequeña
mesita con un vaso y una botella de agua y un sillón no muy grande ocupaban la
estancia.
Sonó el timbre y acudió a abrir. Percibió, por el silencio, que
el paciente estaba contrariado.
─Adelante, Sr. Blázquez.
─Creo que me he equivocado
de piso.
─¿No
es Usted Ricardo Blázquez? Yo soy Gumersindo Giner, ¿viene usted a mi consulta?
─Sí… ─dijo después de un
silencio.
El doctor cerró la puerta con recelo. Con la misma rapidez que
un entendido en tauromaquia hace un retrato del toro nada más salir éste del
chiquero, él sabía cómo eran sus pacientes a los dos segundos de abrirles la
puerta de su casa consulta. Supo al instante que su paciente era agresivo,
iletrado, rudo y estaba seguro de que sería parco en palabras. Por lo que la
sesión no tenía visos de ser fácil.
─Póngase cómodo en el diván, por favor.
Ricardo Blázquez se levantó rápidamente
del sillón donde se había postrado y se dejó caer en el diván, plenamente
convencido de que el invidente doctor no se había percatado de desliz. Tan
convencido como equivocado. Porque el doctor había desarrollado unas
capacidades intuitivas y perceptivas más propias de un murciélago que de un
humano.
Después de varias
preguntas con respuestas monosilábicas, el paciente indocto y el doctor
impaciente llegaron a la raíz del problema: Don Ricardo era un celoso
patológico. Su oficio de camionero le obligaba a pernoctar fuera de casa
algunos días de la semana, se sentía alejado al núcleo familiar, sus hijos
estaban muy apegados a su esposa y él había encontrado consuelo fuera de casa.
Había un camionero de Cuenca que lo tenía obsesionado. No podía dejar de
enviarle mensajes y de organizar encuentros furtivos con él en moteles de
carretera.
«La leche», pensó el doctor. «Ésta sí que no me
la esperaba». Siempre se había preguntado hacia dónde miran los de Cuenca.
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