viernes, 4 de enero de 2013


Camionero de Cuenca

      El doctor Giner esperaba a un nuevo paciente a las cinco. Más de treinta años avalaban su experiencia en psicología y su reputación brillante lo había situado entre los mejores especialistas en la materia de toda la provincia. Por su consulta habían pasado asesinos, banqueros, políticos, ejecutivos, amas de casa y otros especímenes del lumpen nativo.
Pero aquel individuo de voz temblorosa le había parecido enigmático y lo esperaba inquieto. 

      Era el doctor hombre impaciente por naturaleza, un manojo de nervios. Su preocupación por sus pacientes ocupaba todo su tiempo, apenas dormía y su alimento, siempre frugal, se limitaba a unas ensaladas, algunas legumbres precocinadas y algo de fruta. Por no ensuciar ni  armar grandes desbarajustes en la cocina. Sólo fue capaz de mantener una relación de un año con una mujer, quien le intentó hacer entender en vano que el cuidado personal es importante. Podría adivinarse la fecha en que ésta lo abandonó, a juzgar por la antigüedad del atuendo. El resto de su vida, ha estado solo. En su despacho, oscuro y desnudo de libros,  únicamente un diván, una pequeña mesita con un vaso y una botella de agua y un sillón no muy grande ocupaban la estancia.

      Sonó el timbre y acudió a abrir. Percibió, por el silencio, que el paciente estaba contrariado.

      ─Adelante, Sr. Blázquez.
      ─Creo que me he equivocado de piso.
      ─¿No es Usted Ricardo Blázquez? Yo soy Gumersindo Giner, ¿viene usted a mi consulta?
      ─Sí… dijo después de un silencio.
      El doctor cerró la puerta con recelo. Con la misma rapidez que un entendido en tauromaquia hace un retrato del toro nada más salir éste del chiquero, él sabía cómo eran sus pacientes a los dos segundos de abrirles la puerta de su casa consulta. Supo al instante que su paciente era agresivo, iletrado, rudo y estaba seguro de que sería parco en palabras. Por lo que la sesión no tenía visos de ser fácil.

      ─Póngase cómodo en el diván, por favor.

      Ricardo Blázquez se levantó rápidamente del sillón donde se había postrado y se dejó caer en el diván, plenamente convencido de que el invidente doctor no se había percatado de desliz. Tan convencido como equivocado. Porque el doctor había desarrollado unas capacidades intuitivas y perceptivas más propias de un murciélago que de un humano.
Después de varias preguntas con respuestas monosilábicas, el paciente indocto y el doctor impaciente llegaron a la raíz del problema: Don Ricardo era un celoso patológico. Su oficio de camionero le obligaba a pernoctar fuera de casa algunos días de la semana, se sentía alejado al núcleo familiar, sus hijos estaban muy apegados a su esposa y él había encontrado consuelo fuera de casa. Había un camionero de Cuenca que lo tenía obsesionado. No podía dejar de enviarle mensajes y de organizar encuentros furtivos con él en moteles de carretera.  

      «La leche», pensó el doctor. «Ésta sí que no me la esperaba». Siempre se había preguntado hacia dónde miran los de Cuenca.

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