Los
amores clandestinos
Jason
había cumplido dieciséis años. Era buen chico, responsable e inteligente. No
era el joven más popular del instituto, pero su talento le proporcionaba
admiración y celos: todo lo que necesita un joven de esa edad. Desde hacía unas
semanas no jugaba con sus amigos al Gears of War. No había dado explicaciones
del porqué, pero había dejado de acudir a la cita que habían establecido de
manera tácita. Los amigos le habían preguntado el motivo en el instituto, pero
él argumentó que se había apuntado a un gimnasio y que llegaba muy cansado a
casa.
Y
en cierta forma, no era mentira, porque sí que se había apuntado a un gimnasio
y llegaba muy cansado a casa. Llegaba cansado y duchado. Más que cansado,
llegaba extenuado. Estaba perdiendo peso y a veces se le veía taciturno, algo
extraño, porque era un muchacho alegre y organizado.
Llevaba
unas semanas con una nueva rutina. Al salir del instituto, pasaba por casa,
preparaba la bolsa del gimnasio y visitaba a Catherine Woodwright, una hermosa exmodelo
de cincuenta años que se había divorciado hacía unos diez. No se le habían
conocido amantes y llevaba una vida ejemplar.
Jason
entraba en casa por la puerta trasera y allí desataban sus pasiones todas las
tardes. El joven estaba obsesionado, pensaba en ella a todas horas, le gustaba
todo en ella: su cuerpo, su pelo, sus ojos, sus labios, su olor, su
generosidad, su voz, su delicadeza, su estilo sofisticado…
A
ella le gustaba el placer que aquel cuerpo joven y duro le proporcionaba.
Tocara lo que tocara, todo estaba en su sitio. Habían pasado muchos lustros
desde la última vez que había tocado un cuerpo así. Jason era delicado,
insaciable y atento y, por la cuenta que le traía, iba a ser discreto.
La
madre de Jason sospechaba que su hijo guardaba un secreto y un día entró
en su habitación a fisgonear. Seguro que encontraría algún secreto, de esos que
tan celosamente se guardan.
Salió
del dormitorio sin encontrar nada jugoso, mientras a unas manzanas de allí su
hijo ponía en práctica algunas técnicas que su madre no podía imaginar.
La madre de Jason sabía
el código para acceder al móvil de su hijo, porque de reojo había visto cómo lo
desbloqueaba. Así que esperó a que el joven se quedara dormido y, con sigilo, apartó el
móvil del cargador. No podía creer lo que estaba leyendo. Nunca había hablado
de aquella joven con la que mantenía chats muy subidos de tono. Pero para lo
que no estaba preparada era para ver las fotos que almacenaba el móvil.
La
reconoció. Era la ejemplar Catherine. ¿Cómo se atrevía a jugar con su hijo?
¿Cómo se atrevía a saludarla como si no pasara nada?
Jason
dormía plácidamente y al despertar, su primer pensamiento fue para Catherine.
Como todos los días, al volver a casa cogió la bolsa del gimnasio y corrió
impaciente a casa de su amada. Lo que no esperaban ambos era la visita de la
madre del chico.
Ante
la amenaza de una denuncia, Catherine se mudó a otra ciudad y Jason, con su recuerdo, creó un
fantasma que le acompañó los siguientes años de su vida. Hasta que al acabar
los estudios, buscó a Catherine. Y quien busca, encuentra.