Viejo y cojitranco
James
se miró en el espejo del club. Se encontraba tan arrebatador, que comprendía
por qué todas las mujeres caían rendidas a sus pies. Estaba orgulloso de haber
alcanzado los cuarenta años sin enamorarse de nadie. Esta circunstancia le
permitía regocijarse en su vida de castigador, sentía cierto placer haciendo
daño a las mujeres. Era guapo, estaba en buena forma física y podía permitirse
una vida acomodada.
Colocó
los palos de golf en el maletero de su Audi y ensayó su guiño sensual a su
propio reflejo en la ventanilla. Subió al coche, lo encendió y aún con las
ventanas cerradas se pudo oír la canción que sonaba:
“I’m just a gigolo, and everywhere I go people know the part I’m
playing… “.
Esa
noche no saldría. Quería ponerse al día de su correo atrasado. Aparcó en la
puerta de casa y cruzó ufano el camino de piedra que conducía al portal. Sacó
las llaves para abrir la puerta, pero ésta se abrió antes de que pudiera
encajar la llave. La abrió Lily, la vecina adolescente de la planta baja, y su
precioso cachorro salió impetuosamente y apoyó sus pequeñas patas en el
pantalón Armani de James sin dejar de mover el rabo.
—¡Kilt!
—le
gritó a su perro agarrándolo del collar— ¡Estate quieto! Disculpe, Sr.
Sullivan.
James
no disimuló que no podía soportar a aquel cachorro que lo miraba con inocencia
desde su pernera.
—A
ver si tienes más cuidado, parece que atraigo a tu perro y a mí los chuchos no
me gustan.
Lily
cogió en brazos a Kilt, que le regaló alegres lametones en la cara y, tras
contemplar la cara de asco del vecino, la joven volvió a disculparse con
tristeza. Aquel señor era muy poco sensible y era natural que cayera mal a toda
la escalera.
—Kilt,
con lo bonito y bueno que eres, ¿cómo puede alguien no ser cariñoso contigo?
James
entró en casa y antes de cerrar la puerta miró lascivamente la silueta de Lily,
que se agachó para dejar al perro en el suelo y se alejó para dar un paseo. Ya
no era una niña. Si no fuera porque seguro que olía a perro y su ropa estaría
rebozada de pelos, le echaba la caña.
Una
vez en casa miró si tenía alguna llamada perdida o algún whatsapp, pero no.
Encendió el ordenador y después de responder algunos correos miró su agenda
para el día siguiente. Le tocaba revisión médica, por lo que evitó el güisqui
de la noche y se fue a dormir temprano. ¡Qué bien se duerme solo!
—Me temo que
tengo malas noticias, Señor Sullivan. Hemos encontrado un
tumor en su páncreas, no se puede operar —espetó el médico
con gravedad-. Lo siento.
No
podía ser. Debía de tratarse de un error porque él se encontraba perfectamente.
James salió del hospital abatido y aterrorizado. A pesar de que llevaba días
haciéndose pruebas, su secretaria no lo había llamado. Nadie lo había echado de menos, a juzgar por
la ausencia de mensajes en su iPhone. Tan concentrado iba en sus pensamientos y
en su espantoso futuro inmediato que no se dio cuenta de que Laura, una
ejecutiva con la que había salido docenas de veces, pasó por su lado. Ella sí
lo vio, pero actualmente se sentía tan bien amada por su nueva pareja que no le
apeteció saludar al aburrido de James.
Se
veía incapaz de pasar solo por aquel trance. Su agenda estaba colmada de
nombres de mujeres, pero sabía que ninguna de ellas lo acompañaría en el final
de su vida.
Derrotado,
recorrió el camino de piedras que conducía a su casa y se volvió a encontrar
con Lily y con Kilt, que hizo el gesto de lanzarse a sus piernas, pero que Lili
pudo frenar.
—Quieto,
Kilt. No molestes a este señor.
¿Este
señor? ¡Demonios! ¡Pero si estaba en la flor de la vida! ¡Pero si era un
chaval!
Con
los ojos humedecidos entró en su casa, en silencio ensordecedor. Se miró en el
espejo de la entrada y no se encontró tan joven, ni tan alto, ni tan esbelto.
Se sentó en el sillón. No podía llorar, ni hablar con nadie. Su vida se había
interrumpido en un vacío inexplicable. Estar solo en un momento así no le gustó.
Una ducha caliente siempre es buena idea.
Volvió a sentarse en el sofá, reducido. Sintió frío.
Apenas
logró conciliar el sueño. Era extraño, todavía nadie se había interesado por
él. ¿Qué era aquello? ¿Una broma macabra?
Al
día siguiente se acercó a la oficina. Claire, su secretaria, llevaba puestas
las gafas de sol.
—¿Por
qué llevas gafas de sol en la oficina?
—Hace
dos semanas que las llevo. Tengo conjuntivitis —y se quitó las
gafas para mostrar los ojos hinchados y enrojecidos.
En
dos semanas, James no se había dado cuenta de que su secretaria estaba mal. No
sólo eso, ni siquiera le había agradecido que en lugar de curarse en casa,
estuviera cumpliendo en el trabajo. A lo mejor no era tan perfecto como él
pensaba. A lo mejor no había sido capaz de lograr que alguien lo quisiera de
verdad y por eso estaba solo.
Iba
a abrir la puerta de su despacho cuando salió de estampida de la oficina y se
subió al coche. Buscó en su iPhone la dirección de la perrera más cercana y se
dirigió allí.
—Quiero
un perro viejo y enfermo.
Así
fue como Toby adoptó a James. Salían todos los días a pasear juntos, veían la
televisión juntos y cuando James salía de trabajar, sólo deseaba llegar a casa
para encontrarse con su perro viejo y cojitranco, que no se separaba de su
humano en ningún momento. Nadie lo había amado tanto, por eso no echó en falta
su vida de casanova, jamás se había sentido incondicionalmente querido. Su ropa,
su casa y su Audi estaban llenos de pelos. Vivieron un idilio que duró unos
meses, hasta que la salud de ambos inició una caída libre y el veterinario
comunicó a James que tenía que sacrificar a Toby.
Subieron
al coche y casi llorando le preguntó a su perro:
—Toby:
¿has visto Telma y Louise?