miércoles, 30 de julio de 2014

La Granja Elena: un tesoro escondido

Hay un tesoro escondido en la Zona Franca y se llama Granja Elena. No tiene estrellas Michelín porque no quiere su dueño, el local es diminuto y siempre lleno hasta la bandera. Las mesas no tienen manteles y esa falta de ropa potencia el ruido. No, no le darían una estrella a la Granja Elena.

Pero cuando el comensal hinca el tenedor y degusta las creaciones del chef Borja Sierra, entonces uno se pregunta con más rigor si no merecería una estrellita. Es de agradecer que la camarera sepa de vinos y recomiende sin hacer gala de esa insufrible refitolería que caracteriza a los neófitos en la profesión. Porque una cosa es la poesía y otra es el vino. El uno en la otra está bien; la otra en el uno, no.

Nos traen olivas, de Kalamata, y nos recomiendan un vino blanco. Los cuatro que somos pedimos platos diferentes. Veremos el ratio de éxito. ¡Cuatro de cuatro!

Tortilla de anchoas con piperas

















Ensalada de tomate


 















Tosta con tomate confitado y Carpaccio de langostino
 

















Milhojas de foie, lengua de vaca y cebolla confitada con ensalada de pera y rúcula.

















De segundo:

Atún




















Canelón de rabo y manitas de ternera con salsa de la cocción.

















Todo exquisito.

De postre:

Soufflé de chocolate



















Helado de pistacho con galleta y sorbete de leche merengada





















Y, para acompañar los postres: petits fours.

Total factura: 45€ por persona.

¡Impresionante! Nos vamos con ganas de repetir. ¡Así da gusto!















lunes, 28 de julio de 2014

Penoteca




Núria, una de mis gourmetferidas ha vuelto a nacer después de un susto coronario y lo hemos ido a celebrar por todo lo alto. 


Esta vez ha sido en el restaurante Enoteca, ubicado en la primera planta del Hotel Arts.




Curiosamente le han concedido dos estrellas Michelín. Tenemos cita para el Celler de Can Roca y ya hemos probado a Xabi Bonilla y sus delicatessen caseras, por lo que nos faltaba completar la serie. ¡Pero no hemos triunfado!

No es que hayamos cenado mal, lo que pasa es que, como dice Nerea, mi otra gourmetferida, faltó el factor UAU. Ningún plato nos dejó extasiadas de placer y eso es imperdonable en un dos estrellas. Las comparaciones son odiosas, pero cuando pienso en el veneciano restaurante Met, pienso que Enoteca tiene que ponerse las pilas o una de las estrellas se convertirá en fugaz. 


Vaya por delante que el local es precioso. Es todo blanco y a través de los cristales de una de las paredes se ve el final de la calle Marina, alegre y bullicioso en una noche estival. Nos recibe la directora, nos acompaña a nuestra mesa. Al cabo de una hora se llena hasta la bandera.

El menú degustación cuesta (no vale: cuesta) 145€+ IVA. Por ese precio quiero cohetes.

Nos proponen tomar una copa de cava. Accedemos, es cava Recaredo, vamos bien, pero por las dos copas nos cobran 25€+IVA.  Un abuso.

Decidimos el vino. Más que la carta de vinos nos traen una enciclopedia. Acordamos que queremos un vino blanco, así que nos vamos a Galicia, hace tiempo probé As Sortes de Val do Bibei y me encantó, como me encantó encontrármelo en la carta… pero no tuvimos suerte, no había. El sommelier nos recomendó otro: Quinta de Buble.


Nos traen los primeros aperitivos:


Snack crujiente de piñones, sabroso, pero medio bocadito.


Ensalada Waldorf, la presentación es de nota, pero el apio se come todo el resto de sabores.


Donut de foie: Presentación sorprendente, buen sabor, pero para mi gusto falta algo de pan que sustente el foie.


Siguen los entrantes: ¡Viva México! Guacafoie, Tacos y Chipotle. ¡Cuidado con el chipotle, que hay comerlo de un bocado porque existe el riesgo de ponernos perdidas. Muy rico y muy original.


Ahora nos ofrecen dos tipos de pan, y escogemos el de avellanas. A Nerea le traen uno sin gluten.


Llega el primero de los platos: raviolis de langosta. Visto y no visto, demasiado escueto, pero rico.


A Nerea le traen atún.


Espardenyes Thai. Muy ricas… demasiado breve, tal vez por lo ricas que están.


Huerto de verduras con foie. Muy rico el foie fresco, pero no para estrella Michelín, en cualquier bar de Pamplona ponen un foie así de bueno, pero mucho más grande.


Arroz a banda. Que venga la banda, porque este arroz merece un himno. Muy rico, pero muy poco.


San Pedro con risoto de calamar. Muy buenas las dos cosas, pero escuetas.


Wagyu con diez contrastes. No sabíamos lo que era guañu, por lo visto es un tipo de carne como kobe, pero de la madre patria. Rico.


¡Que vienen los postres! El primero, selva negra. Demasiado pretencioso: la selva negra cuanto más auténtica, mejor.

 


El segundo, Tarantino: blanco por fuera y rojo por dentro. Yogur con coulis de frutas rojas. Un pelín empalagoso.

Pedimos infusiones y Roiboos, casi 30 euros por tres infusiones. Eso sí, acompañadas de petits fours.


Nuestro imbatible grupo tiene un inconveniente: Nerea es celíaca e intolerante a la lactosa, avisamos con tiempo y, en lugar de tenernos preparada una sorpresa, tuvieron que improvisar los platos al momento. La pobre se quedó con un solo plato de postre.

Si en lugar de una cena hubiera sido una comida, nos habríamos quedado con hambre después de pagar 200€ por melena. El chef brilló por su ausencia.

Terriblemente decepcionadas para un dos estrellas. Mencionamos en varias ocasiones el chuletón que Nerea y yo nos comimos en Pamplona. 

La semana que viene… ¡Nectari! A ver si nos deja mejor sabor.



sábado, 19 de julio de 2014

El binomio tardío

      

Don Cándido Recóndito regentaba la estrambótica tienda de la esquina de la calle Arístides con la plaza Lacónica desde hacía más de cincuenta años. La inauguró el día de su trigésimo cumpleaños y ninguno de los presentes acertó a adivinar qué clase de tienda era aquélla que vendía, únicamente, objetos esdrújulos: láminas artríticas, cántaros  maquiavélicos, anémonas magnéticas, máquinas escuálidas, básculas atónitas, brújulas fantasmagóricas y toda suerte de adminículos polifacéticos. Objetos esdrújulos. 

      «Objetos, no: artículos», se defendía el joven Cándido.

      El establecimiento estaba cubierto de madera: suelo, paredes, anaqueles y mostrador. Al abrir la puerta, una campanilla daba la bienvenida y despedía al visitante. Por las tardes, un amplio ventanal que hacía las veces de escaparate llenaba de luz el establecimiento. El negocio no daba pingües beneficios, de hecho, era un tanto ruinoso. No obstante, como la trastienda era el domicilio que Don Cándido había heredado de sus padres, poco gastaba en arrendamientos y suministros, pues dos fluorescentes iluminaban el local y él personalmente se encargaba de la limpieza y mantenimiento. Y era un hombre austero. «Austero, no: místico», corregía.

      Veinte años después, allá por los años setenta, el paso del tiempo había llenado de polvo los rincones y las baldas superiores, pero el mobiliario permanecía exactamente en el lugar de origen. Acaso más deslucido. El ventanal seguía iluminando la estancia y evidenciando pequeñas moléculas flotantes así como el devenir diario de extramuros. Entrar en aquella tienda era como viajar al pasado. Los mismos clientes, que buscaban nuevos artículos como excusa para una amigable conversación con el dueño, frecuentaban el establecimiento desde su inicio. Una clientela que había ido plateando sus cabellos, en el mejor de los casos, al compás de los de Don Cándido. 

      Don Cándido agradecía la compañía, pero aun siendo solitario soñaba con un día en que aquella campanilla emitiera un tintineo de amor, preludio de una persona que llenara de luz el lúgubre local. Y que todo pareciera más brillante y esplendoroso a partir de entonces… Por si se producía el milagro aprendió de memoria incontables poesías y estaba preparado para dedicar a su amada las frases de amor más bellas de la historia de la literatura. Sumido en esa ilusión pasó, sigilosamente, medio siglo sin besos, ni abrazos, ni caricias. Sin conocer aquello sobre lo que tanto había leído: el amor.

      Aquél era su último día en la tienda y la víspera de su octogésimo cumpleaños. Apenas quedaba media docena de objetos a la venta: una cámara con trípode, un bolígrafo metálico, una estilográfica con una libélula, una espátula rústica, un termómetro esperpéntico y unos prismáticos básicos. Se vistió su mejor y único traje, el mismo que llevó el día de la inauguración. Don Cándido seguía siendo un alfeñique. Se anudó la corbata a la altura de otro nudo que anidaba en su garganta, porque esperando al amor de su vida se le había ido ésta. Y se preguntó a dónde irían aquellas bellas palabras que tenía preparadas si finalmente no encontraba a su amada.

      A las nueve en punto levantó, no sin esfuerzo, la persiana, que era el pasivo más moderno de la empresa y que había tenido que comprar para proteger el negocio de posibles vandalismos. Una inmobiliaria le había entregado una pequeña fortuna a cambio de su negocio-domicilio y podría vivir cómodamente el resto de su vida. Pero de nada servía el dinero si no podía compartirlo con una mujer especial. De pronto, la campanilla sonó y entró una dama encantada de sus sesenta y dos primaveras. Era espléndida, rolliza, morena, enérgica, con vivarachos ojos negros y labios brillantes de carmín rojo, a juego con el estampado de su vestido ajustado. Era ella.

      —Buenos días. Estaba esperando que abriera porque quiero preguntarle si tiene usted…
      —Sí. Tengo todo el tiempo para pasarlo con usted.

      Salió de detrás del mostrador, colgó un letrero en la puerta de la tienda y, una vez en la calle, ofreció su brazo a aquella dama a la que llenó de amor obsoleto e intenso todos los días de su vida. «Agradecidísimo. Cándido», rezaba el cartel.

   

martes, 15 de julio de 2014

Relato en el que se produzca un reencuentro 



Desencuentros reencontrados

—Hola, Claudia —oyó antes de quedarse petrificada.
De todos los momentos emocionantes, Claudia aguardaba con especial euforia el de la cola de embarque de EasyJet para ir a Londres. De vez en cuando hacía una escapada que le servía, principalmente, para ver a su príncipe azul, Tom, y además, para evadirse de la sensación de sentirse observada en su ciudad. Durante las dos horas de vuelo trazaba un plan de actividades en su cabeza, para no perder un segundo a partir del aterrizaje.
Pero aquellas dos palabras la descentraron, porque habría reconocido aquella voz entre un millón, aunque hubieran transcurrido casi dos décadas. Alguna vez había fantaseado con la remota probabilidad de encontrarse con Tomás, su primer novio, con el que compartió cinco años de su vida. Y allí estaba, aguardando su turno para embarcar hacia la misma ciudad donde iba ella. Los dos, de nuevo, el mismo punto.
No confiaba en tener una reacción relajada y una batería de imágenes del amor compartido empezó a desplegarse en su memoria a velocidad de vértigo. Había sido una bonita historia de amor, ella había puesto todas su ilusiones, pero aquella personalidad arrebatadora le fue arrebatando su seguridad. Tomás se convirtió en una persona irascible, neurótica y explosiva, tensando la distancia entre ellos y demostrándole su paulatino desamor, mientras ella se desvivía por mantener encendida la llama del amor.
Un mal día Tomás le comunicó su decisión de abandonarla, sin más explicaciones, de un modo cobarde y ruin, y Claudia estuvo llorando todas las noches durante tres meses.
No le guardaba rencor, porque había empleado su inteligencia y su indiscutible buena pasta para atesorar los recuerdos más bellos del lustro que pasaron juntos. No obstante, no deseaba que fuera mucho más feliz que ella. Como mínimo, igual. Más, no.
Claudia giró su cabeza en un gesto engañosamente relajado y fingió alegrarse de verlo. O tal vez no fingió, porque dentro de ella había un rescoldo. Tomás también se sorprendió de lo bien que el tiempo y la vida habían tratado a su exnovia: además de conservar la belleza, tenía el brillo que le producían estas escapadas a la pérfida Albión.
Se sentaron juntos, pues esta compañía no facilita asientos numerados, y estuvieron charlando durante todo el trayecto. Tomás no tenía pareja estable e iba a Londres por negocios. ¿Por negocios el fin de semana? Seguía siendo un embustero. El vuelo fue agradable, se pusieron al día de sus vidas y algunas miradas inquietas se encontraron en el apretado espacio.  
El aeropuerto de Gatwick acogió el aterrizaje y salieron ambos con sendas maletas. A Claudia la esperaba Tom, con unos ojos azules con los que la joven soñaba y  navegaba por los confines de sus deseos. Tomás se despidió de Claudia y se alejó entre la concurrencia. Tom abrazó a su chica y ella no pudo evitar mirar sobre el hombro del inglés para confirmar su sospecha de que algo se había removido en Tomás: si se giraba, se habría encendido, de nuevo, la llama. Se alejaba y se giraba, mirando con cierta envidia aquella relación que le pareció idílica.
El trayecto desde el aeropuerto al piso de Tom solía ir colmado de besos, caricias y disputas para tomar el turno de voz, pero aquel día Claudia estaba distante. Se agolpaban en su pecho los recuerdos y las palabras, recientes e históricos. Tom era impecable, pero Tomás era su gran amor, no tenía sentido seguir engañándose. Y, sin darse cuenta, empezó a comportarse con Tom como Tomás se comportó con ella: con pequeñas quejas continuas, con distancia, con total falta de ternura… entonces comprendió dos cosas: que Tomás había estado con otra mujer mientras fueron novios y que Tom no podría darle nunca la salsa que necesitaba para condimentar su vida.
Y en aquella cama cerca de Paddington decidió cortar con los dos para poder seguir amándoles eternamente. Claudia siempre había sido una romántica.   

lunes, 7 de julio de 2014

Perder el sentido es fácil en Cinc sentits




Cinc sentits es un tesoro escondido en el Eixample. El nombre del restaurante es acertado, aunque no da fe de todo cuanto acontece sobre sus manteles, porque además de recrear la vista con presentaciones imaginativas, el oído con crujidos insólitos, el tacto con tapillas imposibles de alcanzar con cubiertos, el olfato con olores intensos y el gusto con sabores exquisitos, Cinc sentits hace alarde de un sentido de la elegancia extensible a todos los niveles medibles en restauración: el respeto a la altísima gastronomía, trato atento, decoración del local, interés por el disfrute de los clientes y una lista casi inacabable de parabienes.

La iluminación es tenue, si la visita al restaurante es de día, la sensación de oscuridad al entrar es extraña, pero conforme nuestras pupilas se adaptan al nuevo medio, el comensal percibe que las luces enfocan, principalmente, los platos y, por extensión, a los comensales. Los camareros participan en el show desde un segundo plano, casi en penumbra. Su presencia es constante, las copas siempre están llenas por arte de magia. Pero está claro: la protagonista es la comida. La primera pregunta que hacen es en qué idioma deseamos hablar, por lo visto conocen un amplio abanico de lenguas. A continuación escogemos un menú entre cuatro posibles: de 109€, de 79€, de 59€ y de 49€. Escogemos el de 59€. La ocasión lo merece, porque mi tía Maruja cumple 75 años y me invita generosa y amablemente.



Y empieza el festín: cuatro tapas: crujiente de bacalao (explosión de sabor), pan con romesco (delicioso) , pan con tomate (deshidratado y desmenuzado, muy original) y oliva gordal marinada con ajo y hierbas de Collserola, buenísima.



Y otra tapa de propina: Chupito de jarabe de arce, nata, sabayon de cava y sal de mar. Se toma de un golpe, hasta que se nota la sal en contraste con el jarabe, que está un poco caliente. Una sensación indescriptible y un postgusto largo y delicioso.



Empiezan los platos serios y, para acompañarlos, nos dan a escoger tres tipos diferentes de pan: pan de cereales, pan ahumado de trigo y pan blanco. Está muy bueno y sólo puede mejorar de una manera: con aceite. Podemos escoger: de Les Garrigues y L’Empordà.



Primer plato: pulpo con limón, pimienta bord de Mallorca, ostra y alga. De rechupete.



Segundo plato: Verat (caballa) con manzana congelada (es decir, ralladuras congeladas de manzana verde), apio, zanahoria y crumble de pistachos. Muy gustoso. El pescado en su punto de sabor intenso y de cocción.



Tercer plato (y, a mi gusto, el mejor): Huevo de corral con patatas y anchoa. Impresionante. El huevo estaba poché, con un poco de yema cruda en el centro, lo justo, que mezclada con el puré de patata y el de achoa, estaba de lagrimilla. Una lástima cuando se acabó.


Cuarto plato: Arroz cremoso de bacalao con guisantes y crujiente de miel. El arroz, correcto: ni duro, ni blando; vamos bien.  El bacalao buenísimo y todo mezclado con el crujiente de miel ganó en intensidad y en constraste.



Quinto plato: ya lo decimos los taurófilos: no hay quinto malo. Y éste no iba a ser una excepción. Ternera con chirivía y coliflor. La coliflor estaba crudita y fría, para contrastar con la ternera rebozada, que estaba deliciosa.



Mi tía Maruja, que rezuma glamour y estilo por los cinco sentidos y más allá, me advirtió para entonces de lo ahíta que se encontraba. Entonces llegó el postre.

Plátano en cuatro texturas. Mousse, bizcocho, helado y macerado. A cuál mejor. ¡Qué barbaridad!



 Cada manjar se emplata en una fuente diferente. Todos ellos sorprendentes en forma y fondo. Presentaciones asombrosas y sabores intensos.

Llegan los cafés y hay azúcar para todos los gustos: blanco, moreno, con vainilla y de piedra. 

Y, para acompañar los cafés: tentaciones de pan con chocolate, músico en gelatina y nube de naranja. Todo ello acompañado de una original galleta María.




Galleta María del Cinc Sentits 


Al escoger el menú de 59€ asumimos el riesgo de salir con hambre. Pero no, Cinc Sentits satisfizo todos nuestros sentidos. ¡Repetiremos!