jueves, 18 de julio de 2013


El vino en la Edad Media

 






La Edad Media es el período comprendido desde la caída del Imperio Romano y reinados de los pueblos germánicos (S. VIII-IX) hasta el Renacimiento (S. XV).

Si bien durante la antigüedad el vino vivió su primera gran expansión, durante la Edad Media el vino padeció un severo retroceso debido al avance del Islam y al retraso cultural de los invasores germánicos.
 
La sociedad civil se volvió muy rural (se estima que un 80% de la población no se alejaba nunca más de 15 kilómetros del lugar donde había nacido), muy inculta (salvo la clerecía) y las condiciones de vida eran tan inhumanas (hambre, suciedad, epidemias, guerras…) que redujeron la esperanza de vida a apenas treinta años. El vino era considerado alimento por dos motivos, principalmente: por el aporte energético que suponía para soportar los duros trabajos rurales y porque era peligroso beber agua debido a la dificultad que suponía encontrar agua no contaminada o agua potable en aquellos parajes donde no habían existido asentamientos romanos.


El sistema socio-político de la Edad Media era el feudalismo, que consistía en el sometimiento de los campesinos a un señor feudal terrateniente, a su vez vasallo del rey. Este señor feudal les ofrecía protección ante las agresiones y saqueos y gozaba de derechos muy abusivos sobre los campesinos.  

Ante esta dramática situación económico-política, el cristianismo se erigió como magnífico remedio para el desconsuelo del hombre, además de convertirse en elemento unificador contra el Islam y salvador del vino.

 


El cultivo de uva, tan arraigado durante la antigüedad, entró en decadencia hasta ser, prácticamente, abandonado. Sin embargo, el vino ostentaba un papel fundamental en la liturgia cristiana y por lo tanto, el cultivo de uva se hizo imprescindible. Así como hasta entonces las vides se plantaban en el litoral marítimo, a partir de la Edad Media el cultivo se concentró en gran parte en los alrededores de los conventos y monasterios donde monjes cistercienses (como los de Poblet), cartujos (como los de Scala Dei) benedictinos o templarios se vieron en la necesidad de seleccionar nuevas variedades más resistentes y aplicar revolucionarias técnicas de cultivo que garantizaran la supervivencia de las cepas en los parajes aislados y generalmente altos donde estaban ubicados los cenobios. Los monjes medievales empezaron a clarificar los vinos con clara de huevo, como seguimos haciendo mil años después, y con las yemas preparaban dulces, como siguen haciendo mil años después. Estas técnicas de enología y de viticultura sirvieron de base para la elaboración de vino en los siguientes siglos.   

Como la mayor parte de los monasterios se hallaban en rutas de peregrinos (La Rioja y Ribera del Duero se encuentran en el camino de Santiago), estas rutas se convirtieron en un centro de inagotable intercambio cultural. Peregrinos de toda Europa compartían conocimientos y experiencias para mejorar las prácticas enológicas y los cultivos, el movimiento de variedades de distintas regiones (por ejemplo, el Pinot Noir de Poblet es originario de Borgoña, al igual que la orden cisterciense); la mezcla de estas variedades, es decir, cupadas, para conseguir que un vino pudiera ser más agradable e incluso métodos para conservar mejor los vinos, pues éstos eran muy diferentes a los actuales: tenían menos graduación alcohólica, eran un poco dulces y a veces conservaban el gas carbónico inicial. Se empezaron a utilizar barricas de madera en lugar de ánforas, pero aún no habían alcanzado técnicas fiables de conservación de vinos, pues existen numerosas crónicas que narran cómo evitar que se avinagren los vinos, lo que hace pensar que su almacenamiento no era perfecto. Estos vinos solían  aguantar unos meses y cuando empezaban a deteriorarse, se añadía aguardiente o bien agua o zumos de fruta. ¿Significa eso que tal vez en la Edad Media ya existía la sangría? ¡Tal vez!  

Los saqueos a conventos y monasterios eran muy frecuentes, por ello construyeron sótanos para salvaguardar el vino y los alimentos a una temperatura fresquita y así se crearon las primeras bodegas.

 


El Islam habría podido constituir un claro obstáculo para el desarrollo del vino, por la prohibición de consumir bebidas alcohólicas por parte del Corán. Sin embargo, la religión musulmana en la Edad Media era más tolerante con el vino que los regímenes integristas actuales. Incluso en aquella época los musulmanes no bebían vino, sino que lo gozaban. El médico iraní Avicena escribió: “El vino es amigo del sabio y enemigo del borracho”. Sin duda, Avicena era el precursor de la actual consigna europea “El vino sólo se disfruta con moderación”.  

Si os ha gustado el espinoso paso del vino por la Edad Media, pronto llegará el apasionante Renacimiento.

 

El vino durante el Imperio Romano

In vino, veritas.

Si bien los egipcios dejaron evidencia de la importancia del consumo de vino y los griegos fueron los primeros grandes impulsores de la cultura vinícola, los romanos, con su característica capacidad de organización, tomaron el relevo a los griegos,  que reservaban el consumo de vino para las clases más favorecidas, y lo «democratizaron», es decir: desde el esclavo al cónsul, pasando por el campesino y el patricio, hombres mujeres e incluso niños, todos ellos consumían medio litro diario de vino como necesidad vital.

De todos modos, el vino acompañaba las celebraciones y beber un buen vino de calidad, envejecido y procedente de una región con vinos de prestigio era señal de riqueza, status y buen gusto.

La democratización del vino supuso una expansión sin precedentes de la viticultura y la producción por todo el territorio del imperio, para asegurar un suministro adecuado a soldados y colonos romanos. Prueba de ello es la ingente cantidad de vasijas, jarros, ánforas y copas que se conservan en todos los museos de arte romano.

Pompeya se convirtió en una de las mejores zonas vitivinícolas del mundo romano y la principal suministradora de vino para la ciudad de Roma. No obstante, la erupción del Vesubio en el año 79 d.C. supuso la destrucción de todos los viñedos y de las bodegas que almacenaban vinos del año anterior.

El vino de otras zonas sufrió un significativo aumento de precio y únicamente estaba al alcance de los romanos más adinerados. Esta escasez de vino provocó el pánico y se apresuraron a plantar viñedos en zonas cercanas a la ciudad a costa, incluso, de arrancar campos de cereal para plantar viñas. Se recuperó el suministro de vino, pero la falta de cereal contribuyó a una escasez de comida entre la poblada Roma.  El emperador Domiciano promulgó un edicto mediante el cual prohibía la plantación de nuevos viñedos y ordenaba arrancar la mitad de los de las provincias, edicto que fue desoído en gran medida aunque estuvo en vigor durante 188 años.

Algunos vinos romanos tenían una extraordinaria capacidad de duración, lo que indica que estaban bien elaborados. De todos modos, algunos textos citan que se cometieron errores, como la concentración del mosto para endulzar el vino, hirviéndolo en recipientes de plomo que producían intoxicaciones, cegueras, cólicos e incluso la muerte, achacadas a malas cosechas. Aun así, los romanos conocían, diferenciaban y apreciaban los distintos tipos de vino del imperio y bebían abundantes cantidades en las bacanales, que recibían este nombre en honor al dios Baco. Los antiguos romanos y griegos, acudían a las fiestas y banquetes con una corona de perejil, porque creían que esta planta absorbía los vapores etílicos y evitaba las borracheras.

Usos medicinales:

Según los romanos, el vino podía curar la mente de la depresión, la pérdida de memoria y el duelo, así como al cuerpo de problemas digestivos, urinarios, halitosis, mordeduras de serpiente, tenias y vértigo. El médico grecorromano Galeno curaba las heridas de los gladiadores con vino que utilizaba como antiséptico. También lo usaba como analgésico en cirugía.

También se utilizaba el uso para emborrachar a los acusados en los juicios, bajo la premisa «in vino, veritas» (en el vino está la verdad), porque sabían que una persona embriagada dice la verdad.

Podríamos escribir libros y libros sobre la cultura del vino durante el imperio romano, pero por ahora os facilitamos un breve resumen. Próximamente hablaremos del vino durante la apasionante Edad Media.

 

 

 

Simposios, literatura, Dionisio… en la antigua Grecia el vino se convierte en arte

En la edición anterior constatamos la importancia que tuvo el cultivo y consumo de vino en el Egipto faraónico.  Posteriormente, en Babilonia, se promulgaron las primeras leyes que regulaban la elaboración y venta de vino, dado que éste formaba parte de los alimentos esenciales de su dieta y era necesario asegurar su calidad y perfecto estado. Estas leyes se incluyeron en el célebre código de Hammurabi, que reinó en la época de máximo esplendor del imperio.

A pesar de que el vino era un alimento fundamental de la dieta en el mundo antiguo, fueron los griegos los primeros impulsores extendiendo su cultura y cultivo por su vasto imperio. El vino se introdujo en Grecia alrededor del año 4000 aC. Fueron pioneros en nuevos métodos de viticultura y elaboración de vino, como el estudio de los suelos de los viñedos, la elección de la variedad más adecuada a éstos, la práctica del emparrado, la creación de las denominaciones de origen, el control de los rendimientos para la mejor concentración de sabores y calidad y la cocción del mosto para aportar dulzor. A medida que las ciudades-estado griegas fundaban colonias por todo el Mediterráneo, los colonos llevaban vides consigo para su consumo y para crear oportunidades comerciales en las ciudades-estado más cercanas. El vino desempeñó papeles religiosos, sociales y medicinales irreversiblemente importantísimos.

Incluso las monedas griegas de épocas clásicas a menudo se acuñaban con imágenes de uvas, vides y copas de vino. Tucídides, Teofrasto, Hipócrates, Aristóteles y Homero entre otros muchos escritores, médicos y filósofos mencionaron el vino en sus obras literarias.

Los arqueólogos han desenterrado millones de ánforas y se ha estimado que los griegos enviaban casi 10 millones de litros de vino a la Galia (Francia) cada año a través de Massalia (Marsella). Los vinos griegos solían tener un año de vida, pues la oxidación era un defecto frecuente. No obstante, los vinos bien conservados eran muy apreciados. Solían diluir el vino con agua como un rasgo de comportamiento civilizado. Por el contrario, beberlo sin diluir era considerado «de bárbaros». Si bien eran conscientes de las bondades medicinales del vino (los médicos lo prescribían como analgésicos, diuréticos, tónicos y digestivos), también eran plenamente conscientes de los efectos negativos que tenía un consumo no moderado para la salud. Se consideraba consumo moderado a tres cuencos por persona. La botella de 75cl actual contiene, aproximadamente, tres vasos para dos personas.

Otro aspecto fundamental de la relación de los griegos con el vino es la relación mística de éste con el culto a Dionisio. A lo largo de todo el año se celebraban fiestas en honor a este dios, aunque sin duda, las más conocidas fueron las bacanales. Múltiples imágenes de estas festividades están pintadas en cientos de objetos de barro, mármol y metal. Un testamento evidente de la influencia de Dionisio en la vida diaria de los griegos es el teatro que lleva su nombre y está situado al pie del Partenón. 

Las ánforas eran recipientes de cerámica que permitían ser cerradas al vacío. Tenían dos asas que servían para especificar la procedencia del vino y el nombre del elaborador. También llevaban una inscripción con la añada. Los griegos pensaban que podían «mejorar» el vino añadiendo aditivos como resina, hierbas aromáticas, especias, agua marina, salmuera, aceite e, incluso, perfume.  

Los simposios

Aunque ahora son conocidos como reuniones profesionales, antiguamente eran banquetes con motivo de fiestas familiares, de la ciudad o cualquier acontecimiento digno de celebrarse como éxitos en concursos literarios o atléticos, o bien la llegada o partida de un amigo.

Platón, Plutarco y Ateneo hablan de los simposios en sus obras.

En realidad, la palabra simposio, etimológicamente, significa «reunión de bebedores». Estos encuentros tenían dos partes: en la primera se saciaba el hambre con comida y un poco de vino y en la segunda, se procedía a la ingestión de bebidas, principalmente vino, con un poco de comida. Durante esta parte se celebraban conversaciones, adivinanzas, audiciones musicales, espectáculos de danza, etc. La lira circulaba entre los invitados, que podían recitar versos sosteniendo una rama de mirto o de laurel.

A menudo, los simposios acababan en medio de la embriaguez y algunas pinturas de algunos vasos muestran a mujeres que sostienen y llevan con dificultad a sus casas a los bebedores en estado lamentable.

El declive

A pesar de que la Grecia antigua fue un referente en lo que respecta a los vinos, el declive del cultivo de vida se inició hacia el final del imperio bizantino y las viñas fueron prácticamente erradicadas durante el imperio otomano, bajo cuyo imperio los griegos estuvieron cinco siglos, durante los cuales limitaron el cultivo de vid a las inmediaciones de los monasterios.

¡No te pierdas lo que pasará durante el Imperio Romano!

La historia del vino. Prehistoria y Egipto

 

Cuando nos servimos una copa de vino, pocas veces pensamos en el largo recorrido que ha tenido que atravesar hasta llegar a nuestros días. Miles de años de historia se esconden en la esencia de esta bebida tan asociada a alegría y fiesta, incluso escogida por Jesús y la Iglesia católica para simbolizar la sangre de Cristo.

 

Prehistoria

 

El homo sapiens, que ya era sedentario, custodiaba ganado para no tener que ir a cazarlo y conservaba alimentos en vasijas de barro. Según los datos arqueológicos, la cepa, el género Vitis, coexistió con el homo sapiens, por lo que no resulta descabellado pensar que uno de los alimentos almacenados en estas vasijas eran las uvas y que, además, se guardaban en cuevas frías y húmedas. Inevitablemente las uvas acabarían aplastadas, estrujadas y su mosto, fermentado.  

El cultivo rudimentario de la vid comenzó hace unos siete mil años, nada más, en las estribaciones del Cáucaso. De allí se extendió hacia el sur, hacia las llanuras de Mesopotamia, y posteriormente al este hasta India y China. Pero no fue hasta alcanzar las costas del Mediterráneo cuando encontró su «tierra prometida».  

Si bien las civilizaciones antiguas más destacadas en nuestros tiempos son las de Egipto, Grecia y Roma, a lo largo de los seis mil años anteriores a nuestra Era se desarrollaron una serie de pueblos y de civilizaciones que marcaron definitivamente el devenir de la humanidad, como las de Mesopotamia, Creta-Micenas, Fenicia, Babilonia, Asiria, Persia, Bizancio, los pueblos germánicos, el Imperio Carolingio, etc. Prácticamente todas ellas bebían vino y conocían a fondo su proceso de elaboración y sus secretos de conservación. De hecho, el vino constituía, entonces y miles de años después, uno de los alimentos básicos de la población. Tenía propiedades medicinales y era parte de la cultura de los pueblos.

 

Egipto.

 

En Egipto se hallaron papiros que mostraban diversos tipos de uva, como la kankomet, que proporcionaba un vino excepcional destinado únicamente al faraón o a determinados rituales de gran relevancia, aunque no elaboraban únicamente vino a partir de la uva, sino también de las granadas, los higos y los dátiles (hoy en día aún se elabora vino de dátil, pero no se consume hasta que se destila en un licor llamado aragi). Llegaron a distinguir seis tipos diferentes de vino: blanco, negro, rojo y del norte, y éste podría ser Mareótico, Sebenítico y Teniótico.  

De hecho, el jeroglífico común para jardín, vino y vid está presente en numerosas tumbas, así como el sofisticado proceso de elaboración, consistente en el prensado de las uvas gracias un andamiaje, cuerdas y una tela. Este sistema se siguió utilizando hasta el siglo XIX. El mosto se colocaba en vasijas destapadas y se dejaba fermentar naturalmente gracias a las levaduras presentes en las pieles de la uva. Una vez fermentado, el vino se trasegaba a otras vasijas o bien se sellaban las primeras con un tapón agujereado que permitiera que los gases de la segunda fermentación se escaparan. Una vez completada la segunda fermentación, las vasijas se tapaban y se «etiquetaban», es decir, se hacía constar quién era el dueño del viñedo, dónde estaba éste situado, la calidad del vino y su fecha de elaboración, dato especialmente relevante puesto que estos vinos debían consumirse en su primer año de vida, antes de avinagrarse. Era conocido también que las mejores cosechas provenían del delta del Nilo y de los oasis más occidentales del país. El aprecio de los egipcios por las cualidades del vino, entre las que se atribuían ciertas «propiedades mágicas», se piensa que obedecía al hecho de que el Nilo toma un color vinoso durante el ciclo anual de las inundaciones. 

El consumo de vino en banquetes era frecuente y abundante, y considerado una bebida digna de las clases sociales más altas, pues las inferiores bebían cerveza y la leche estaba destinada, únicamente, para los niños y, según cuentan, para los baños de Cleopatra. No estaba mal visto que las mujeres también lo consumieran y existen dibujos y escritos que relatan las consecuencias del consumo inmoderado de esta bebida, que pocos siglos después tendría asignado un Dios.
 
Un antiguo proverbio egipcio reza : «En el agua puedes ver reflejada tu cara, pero en el vino siempre aparece tu mejor cualidad».

 
 


 

 

 

 

 

domingo, 14 de julio de 2013

El capotico de San Fermín


Para quien nunca las haya vivido, las fiestas de San Fermín pueden parecer un caos, una salvajada, un descontrol, un cúmulo de visitantes de todo tipo de pelaje fuera de los parámetros del buen gusto y del buen comportamiento. Un desmadre (palabra sin traducción, pues etimológicamente significa hacer aquello que no harías delante de tu madre, comportamiento tan arraigado en España y en Italia, países claramente católicos y matriarcales). Unas fiestas que huelen a sudor, a orín, a vómito, a cerveza.

De las premisas anteriores, sólo la última es cierta. Pero San Fermín es básicamente: comida, bebida, toros, música y amistad. Aunque también es risa, abrazo, camaradería, baile y una lista interminable de parabienes. El asistente acude con ganas de pasarlo bien y no le cuesta impregnarse de un espíritu epicúreo y zambullirse en un micromundo absolutamente sin prejuicios.  

Los Sanfermines son la única fiesta mundialmente conocida en la que todos los participantes (consuetudinarios, casuales o causales) participan por igual. Allí conviven todas las nacionalidades, edades y clases sociales en ejemplar armonía, entre música incesante y uniformidad de atuendo.

Las fiestas transcurren durante las veinticuatro horas de ocho días y, si fuéramos capaces de mantenernos despiertos durante ese lapso, tampoco daríamos abasto con todas las actividades que el Ayuntamiento pone a nuestra disposición y que el público protagoniza. Uno no puede parar de divertirse desde el momento en que pone el pie en la ciudad. Sí, las autoridades competentes elaboran un extenso programa de fiestas, que está muy bien, pero lo que realmente embauca y seduce es la amabilidad extrema de los navarros, el buen humor de las multitudinarias multitudes y, sorprendentemente, el orden y concierto del devenir diario.

Decir que las actividades arrancan el día con el encierro no es ceñirse a la verdad, porque a las ocho de la mañana hay dos tipos de despiertos: los todavía y los ya. Por tanto, es relativo tomar el encierro como referencia de principio de jornada festiva. Haciendo la cuenta atrás, dos horas antes del encierro el paseante de las calles del centro de Pamplona debe lidiar, en tarea hercúlea, con toda suerte de anfractuosidades del terreno: vasos de plástico, botellas de vidrio, cartones de vino de tetrabrik amontonados y dispersos por las calles, alfombras de chapapote de indefinida naturaleza y jóvenes en coma etílico (o, simplemente, tomándose un descanso, pues la fatiga a esas horas empieza a pesar). Una hora antes del chupinazo, la brigada de limpieza ha despojado a la ciudad de residuos y ofrece una Pamplona fresca para el disfrute de oriundos y visitantes ataviados de blanco de apariencia inmaculada.

Entre siete y ocho de la mañana el recorrido del encierro es inspeccionado en diversas ocasiones por las autoridades (en ocasiones con pitadas de los vecinos del lugar) para evitar irregularidades que puedan poner en riesgo la vida de los corredores. Los pastores, esos sherpas navarros vestidos de verde, hacen el paseíllo desde la plaza de toros hasta la Cuesta de Santo Domingo, arropados por los aplausos agradecidos de los espectadores asomados en los balcones. La tarea de los pastores es de incalculable valor.


Los encierros, universalmente conocidos gracias a la pluma de Ernest Hemingway, son adrenalina pura. Sólo quien los ha corrido puede expresar lo que se siente. Correr entre seis toros de seiscientos kilos y seis mansos de unos cuantos más, no es baladí. Es en estos escasos tres minutos cuando el capotico de San Fermín despliega su inmenso poder. Si millones de personas de todo el mundo los ven por televisión, será porque algo tendrán. El encierro es el corazón de la fiesta, que late al compás de los pasos de los corredores y las bestias. Sin entrar en polémicas ni políticas y desde el respeto a todas las opiniones, hablar de maltrato animal en los encierros, simplemente, no procede. Cuesta creer que un animal sufre mientras no es torturado, puesto que correr no es, ni por asomo, someter al toro a ninguna tortura. Los toros de lidia, que son los únicos animales que matan a los humanos por el placer de matar, porque son herbívoros, a diferencia de todos los demás que lo hacen para alimentarse, no sufren mientras corren. Sin el toro, esta fiesta no tendría razón de ser.

A las nueve y media en punto una comparsa de gigantes, cabezudos y kilikis desfilan por el centro. Los kilikis, personajes entrañables que sólo salen del Ayuntamiento para la festividad de San Fermín, golpean a los niños con una bola de espuma. Y las caras de los niños, que reflejan absoluta admiración hacia estos personajes, iluminan la plaza Consistorial.

 El Kiliki Caravinagre

A partir de este momento las peñas impregnan de música la ciudad, comparten mantel en las calles y se encargan de garantizar que, en un mundo dominado por la dictadura de las tecnologías, la desvergüenza de la oligarquía financiera y una profunda crisis de valores, la tradición se impone con amplio margen. La honestidad del taxista, el detalle de la joven camarera, la sonrisa del paseante y la voluntad del pamplonés para orientar al visitante despistado, invitan a pensar que aún quedan lugares sin contaminar.







Por las tardes las peñas desfilan hacia la plaza de toros, en orden y, nunca mejor dicho, concierto, pues llenan de música y de humor el recorrido del encierro. Van provistas de garrafas de calimocho, ollas con albóndigas con sepia o carnes guisadas, cubos de hielo con bebidas y toda la infraestructura necesaria para alimentarse de lo lindo mientras se lidia la faena en el ruedo. Por buena faena que haga el torero, el verdadero espectáculo tiene lugar en los tendidos. Cuando las peñas salen de la plaza, la ciudad lleva la fiesta a su punto de ebullición. Decenas de vendedores ambulantes subsaharianos salen en tropel ofreciendo artículos inverosímiles y luminosos que la concurrencia compra como parte de la diversión y sin el más mínimo sentimiento de vergüenza.










No todo es beber y bailar. La procesión del santo patrón el día 7 de julio es algo serio y puede ser algo largo, porque los costaleros deben hacer una parada cuando una persona le dedica una jota desde un balcón, algo que ocurre con frecuencia. También hay ofrendas florales al Santo y misas diarias. En la iglesia y fuera, lo que más abunda son los cánticos. Al fin y al cabo ¿no decía Santo Tomás de Aquino que cantar era como rezar dos veces?





La intensidad del tiempo transcurrido en Pamplona durante los Sanfermines puede llevarnos a dudar de si realmente estuvimos allí o fue simplemente un sueño. Realidad o sueño pueden coexistir, por qué no, y dejar que la memoria abra paso a paraísos infinitos. Y también, cómo no, a que el destino nos vuelva a llevar a Pamplona para vivir la fiesta, de nuevo, como ejercicio catártico o tal vez espiritual. A San Fermín pedimos…