viernes, 4 de enero de 2013


¡Mira que eres iluso!

      Los rezos de los monjes benedictinos fueron interrumpidos por los llantos desconsolados de un bebé que, abandonado en un cesto en la puerta del Monasterio de San Benito, acusaba la falta de alimento. Una vez abastecido de sustento, su sonrisa cautivó a la congregación, que lo adoptó, lo bautizaron como Gonzalo y tuvo 50 padres velando por él hasta que se fue del Monasterio al cumplir dos décadas.

      La curiosidad de Gonso, como lo llamaban cariñosamente en la orden, en ocasiones fatigaba a los monjes, por eso decidieron darle una educación bilingüe de latín y lengua romance y le enseñaron a leer y escribir a edad bien temprana con el fin de que los monjes pudieran cumplir con sus trabajos diarios y descansar de las preguntas del muchacho. Gonzalo pasaba largas horas en la biblioteca del Monasterio y engrosaba los emolumentos de la orden trabajando como amanuense traductor para los nobles de la comarca. 

      El Abad, conocedor de la existencia de la Escuela de Traductores de Toledo y de la importancia que la misma tenía para el rey Alfonso X, escribió al Monarca y le pidió que acogiera a Gonzalo para que el muchacho, fuera del Monasterio, decidiera el devenir de su vida.

      El monarca le abrió las puertas de la Escuela y le encargó la traducción del Lapidario, que consistía en un tratado médico y mágico sobre las propiedades de las piedras en relación con la astronomía. Descubrió que el cielo era infinito y de repente, cientos de mundos se habían abierto ante él y los monjes le parecían meras hormiguillas desde su nueva vida. Su carácter afable le acercó a un enjambre de abejas, un entusiasmado aglomerado de traductores de hebreo, árabe y latín que, de sol a sol, traducían textos sagrados, históricos, jurídicos, científicos, recreativos y clásicos a la lengua romance. 

      Allí conoció a Álvaro, un pájaro libre de Valladolid que había peregrinado hasta Roma. En su periplo consiguió un libro que durante mucho tiempo le había cautivado. Era un libro sin nombre, pero estaba repleto de imágenes fantásticas, de animales desconocidos formados por partes de otros animales, bestias polimorfas y fantasmagóricas, que se repetían en la iconografía románica y que tenían nombres reales: grifos, anfisbenas, centauros, unicornios, mantícoras…

      Gonzalo reconoció algunos de ellos porque Andrés, el hermano más versado en escultura del Monasterio, cada día cincelaba esas bestias en los capiteles que remataban las columnas del claustro. ¡Qué tonto había sido durante tantos años! Nunca había caído en preguntar el por qué de aquellos animales. Embelesado por aquel libro y la simbología que éste contenía, pasaba las horas libres observando los minuciosos detalles de las ilustraciones y pensando en las piedras del otro libro que estaba traduciendo. Tenía dulces sueños con arpías y sirenas.

      Una tarde de verano, estaba refrescándose en el río cuando encontró una piedra extraña. Era de superficie rugosa pero claramente tenía un relieve en forma de caracol y de serpiente. Sin duda se había encontrado con una figura de las que recogía el libro de Álvaro, aunque no logró encontrarla en éste. Sabía que le iba a dar suerte porque era una piedra mágica y la llamó Lapidigonso. La llevaba siempre encima y sus traducciones ganaron velocidad y calidad, eran prácticamente impecables. Su popularidad en la Escuela creció, pero nadie sabía que todo era fruto de su hallazgo.

      Transcurridos dos años de fortuna y éxito, fue al Monasterio a visitar a sus antiguos familiares. Buscó a Andrés y le confió el secreto de su éxito.
      —¿No lo ha visto nadie?— preguntó el monje.
      —Nadie— respondió Gonzalo sacando la piedra de su bolsillo.
      Ante el asombro del chico, Andrés soltó una carcajada que resonó en la quietud del Monasterio.
      —Hombre de Dios, ¿no ves que se trata de un fósil de un caracol y un gusano? Ay… diantre de criatura, ¡mira que eres iluso! Pensar que esta piedra era un talismán que te protegía de las fuerzas del mal…

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