¡Mira que eres iluso!
Los rezos de los monjes benedictinos fueron interrumpidos por
los llantos desconsolados de un bebé que, abandonado en un cesto en la puerta
del Monasterio de San Benito, acusaba la falta de alimento. Una vez abastecido
de sustento, su sonrisa cautivó a la congregación, que lo adoptó, lo bautizaron
como Gonzalo y tuvo 50 padres velando por él hasta que se fue del Monasterio al
cumplir dos décadas.
La curiosidad de Gonso, como lo llamaban cariñosamente en la
orden, en ocasiones fatigaba a los monjes, por eso decidieron darle una
educación bilingüe de latín y lengua romance y le enseñaron a leer y escribir a
edad bien temprana con el fin de que los monjes pudieran cumplir con sus
trabajos diarios y descansar de las preguntas del muchacho. Gonzalo pasaba
largas horas en la biblioteca del Monasterio y engrosaba los emolumentos de la
orden trabajando como amanuense traductor para los nobles de la comarca.
El Abad, conocedor de la existencia de la Escuela de Traductores de Toledo y de la
importancia que la misma tenía para el rey Alfonso X, escribió al Monarca y le
pidió que acogiera a Gonzalo para que el muchacho, fuera del Monasterio,
decidiera el devenir de su vida.
El monarca le abrió las puertas de la Escuela
y le encargó la traducción del Lapidario,
que consistía en un tratado médico y mágico sobre las propiedades de las
piedras en relación con la astronomía. Descubrió que el cielo era infinito y de
repente, cientos de mundos se habían abierto ante él y los monjes le parecían
meras hormiguillas desde su nueva vida. Su carácter afable le acercó a un
enjambre de abejas, un entusiasmado aglomerado de traductores de hebreo, árabe
y latín que, de sol a sol, traducían textos sagrados, históricos, jurídicos,
científicos, recreativos y clásicos a la lengua romance.
Allí conoció a Álvaro, un pájaro libre de Valladolid que había
peregrinado hasta Roma. En su periplo consiguió un libro que durante mucho
tiempo le había cautivado. Era un libro sin nombre, pero estaba repleto de
imágenes fantásticas, de animales desconocidos formados por partes de otros
animales, bestias polimorfas y fantasmagóricas, que se repetían en la
iconografía románica y que tenían nombres reales: grifos, anfisbenas,
centauros, unicornios, mantícoras…
Gonzalo reconoció algunos de ellos porque Andrés, el hermano
más versado en escultura del Monasterio, cada día cincelaba esas bestias en los
capiteles que remataban las columnas del claustro. ¡Qué tonto había sido
durante tantos años! Nunca había caído en preguntar el por qué de aquellos
animales. Embelesado por aquel libro y la simbología que éste contenía, pasaba
las horas libres observando los minuciosos detalles de las ilustraciones y
pensando en las piedras del otro libro que estaba traduciendo. Tenía dulces
sueños con arpías y sirenas.
Una tarde de verano, estaba refrescándose en el río cuando
encontró una piedra extraña. Era de superficie rugosa pero claramente tenía un
relieve en forma de caracol y de serpiente. Sin duda se había encontrado con
una figura de las que recogía el libro de Álvaro, aunque no logró encontrarla
en éste. Sabía que le iba a dar suerte porque era una piedra mágica y la llamó
Lapidigonso. La llevaba siempre encima y sus traducciones ganaron velocidad y
calidad, eran prácticamente impecables. Su popularidad en la Escuela creció, pero nadie
sabía que todo era fruto de su hallazgo.
Transcurridos dos años de fortuna y éxito, fue al Monasterio a
visitar a sus antiguos familiares. Buscó a Andrés y le confió el secreto de su
éxito.
—¿No lo ha visto nadie?— preguntó el monje.
—Nadie— respondió Gonzalo sacando la piedra de su bolsillo.
Ante el asombro del chico, Andrés soltó una carcajada que
resonó en la quietud del Monasterio.
—Hombre de Dios, ¿no ves que se trata de un fósil de un caracol
y un gusano? Ay… diantre de criatura, ¡mira que eres iluso! Pensar que esta piedra
era un talismán que te protegía de las fuerzas del mal…
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