sábado, 2 de diciembre de 2017

Historia de amor no disponible ambientada en 1832



1832. El origen del origen
Hortense abrió la puerta, irritada por los insistentes golpes que el pequeño Willy daba con los nudillos. El joven traía un saco de carbón que apenas podía levantar del suelo y un puñado de cartas para el señor de la casa, que andaba ansioso a la espera de noticias de su hijo Charlie desde ultramar.
―Hortense, ¿me puedo quedar un rato contigo?
Hortense sentía compasión por aquel niño. Lo dejó pasar y cerró la puerta enseguida para que no se escapara el calor. Se secó las manos en el delantal para prepararle un poco de pan con queso antes de darle un chelín. Lo miraba con ternura y a veces se preguntaba qué fuerza divina designaba el futuro de las personas. Qué vida tan distinta le esperaba a Willy comparada con la de Charlie, el hijo de los señores. El muchacho se quedaba embelesado observando los estantes llenos de libros y en ocasiones acercaba su pecosa nariz para olerlos. Aunque en realidad buscaba el calor de la estufa. Los jirones en la ropa del pequeño dejaban paso al punzante helor del invierno en Inglaterra.
Una de las cartas recién llegadas relataba las primeras experiencias en Brasil que Charlie compartía con su padre y que habían acontecido hacía dos meses en el otro lado del océano.   
Después de un mes de viaje a bordo del HRM Beagle, por fin atisbaron la costa de Bahía. El agua azul turquesa, la arena blanca y aquellos árboles de tronco resiliente y grandes y recias ramas provocaron la admiración del joven Charles, que a sus veintitrés años se hallaba en una fase indefinida de su vida. Por una parte, los estudios de Medicina cursados en Edimburgo sólo le aportaron dolores de cabeza y algún que otro retortijón. Posteriormente, el estudio de invertebrados  le despertó cierto interés, pero tanta teoría natural le sumía en el más profundo tedio. Hasta que su padre, harto de tanta desgana, lo envió a Cambridge para que iniciara estudios y se ordenara pastor anglicano. Aquella ciudad universitaria y su ilustrada población dispararon su curiosidad y decidió viajar a Sudamérica y, de paso, poner tierra de por medio con Claire, la muchacha de tez pálida y mejillas sonrosadas con quien lo querían casar.
Allí estaba. En Río de Janeiro. Como era un buen jinete, por las mañanas se adentraba en la exuberante selva y se abría paso con la ayuda de un machete. Allí descubrió un mundo de insectos y de plantas. El calor era sofocante y, aunque por las tardes eran frecuentes las lluvias tropicales,  normalmente lo pillaban en el hostal, desde donde escribía artículos sobre entomología que enviaba a la universidad. En aquel hostal, donde no se comía con cubiertos y mataban a los animales con piedras, vivía Silmara, una muchacha de piel morena por la que Charles sentía atracción. Ella sentía curiosidad por aquel hombre inglés de modales impecables que tenía siempre la piel achicharrada y llena de picaduras de insectos,  pero los hombres de su país le parecían más atractivos.
Los pensamientos de Charles hacia Silmara se oscurecieron el día que la vio bailar. Aquellos movimientos sinuosos y aquel derroche de epidermis a la vista provocaron un sinfín de voluptuosas emociones en el joven inglés.
Claire preparaba su ajuar y esperaba con impaciencia el regreso de su amado. Apenas dormía imaginándolo en un enjambre de peligros, serpientes venenosas y arenas movedizas. Por su parte, Charles intentaba seducir a Silmara sin éxito. Hasta que apareció João, el pequeño hijo de la brasileña, con los ojos vidriosos a causa de la fiebre. Era su oportunidad. El año perdido en la Facultad de Medicina tenía que servir para algo y le sirvió para curar al pequeño y, de paso, acercarse a su bella madre.
Mientras preparaba un mejunje sanador junto a la cama de João, Silmara observaba al inglés raro que dibujaba escarabajos y vio un hombre bondadoso y caritativo que aborrecía algo tan normal como la esclavitud. Aunque no podían conversar, porque tenían algunas dificultades idiomáticas, empezaron a dar paseos a caballo por la selva y por la playa y se bañaban desnudos bajo las cascadas.
No incluyó este último punto en su epístola a su padre. Tampoco le informó de su traslado a los aposentos de la brasileña.
Claire esperaba ansiosa y resignada la recepción de una carta que nunca llegaba.
Un día, João mostró a Charles su caja de juguetes y el joven inglés asistió estupefacto a la visión de docenas de fósiles de bichos que nunca había visto. Fósiles que demostraban la mutabilidad de las especies que tanto había intuido y que no podía demostrar. Era tanto su interés por aquellas piezas que empezó a interesarse más por jugar con el niño que con la madre de éste, lo que provocó celos en la morenaza, celos que Charles tardó en percibir, absorto como estaba en aquel hallazgo.
Entonces el joven inglés hizo algo horrible. Una noche, mientras Silmara y João dormían, se levantó sigilosamente, robó la caja de juguetes y desapareció, aunque compensó al chiquillo con una pensión vitalicia irrisoria en Inglaterra, pero insultante en Brasil.
Cinco años después volvió a su tierra. Había olvidado por completo el aspecto de Claire y, para su desagracia, al volverla a ver no le agradó en absoluto. Imaginar el resto de su vida junto aquel rostro blanquecino y le pareció un futuro aterrador.  
Así que decidió casarse con su verdadera pasión: la redacción de El origen de las especies y fue enormemente feliz.
Cincuenta años más tarde João abrió un libro que un inglés había olvidado en el hostal y el rostro del escritor, un tal Charles Robert Darwin, coincidía con el de Charlie, el ladrón de juguetes.

Y lo perdonó.  

viernes, 24 de noviembre de 2017

Un relato que contenga silencio y sonidos seseantes



Que conste que se lo merecía

«Siempre el mismo sonado con los mismos sonidos. Es insufrible».

Susan llevaba demasiado tiempo soportando a aquel ser insensible. Ser bibliotecaria supone un sinfín de sacrificios, pero aquel caso estaba llegando demasiado lejos. Por más que lo había avisado, él hacía caso omiso.

Es un requisito indiscutible que en las bibliotecas es obligatorio guardar silencio. Sin embargo, aquel sujeto todos los días molestaba. Si no era la vibración del móvil, era su voz susurrante ―pero no por ello imperceptible― interrumpiendo al resto de personas. La letra ese sobresalía en el mutismo de la sala.

Además, no faltaba ni una tarde.

Eran casi las siete. Como todas las tardes Susan apagó todas las luces y dejó la biblioteca dispuesta para un nuevo día, que sería el lunes. Se aseguró de haber cerrado la puerta y subió a su bicicleta. Sabía dónde vivía Oscar Sanderson, porque había espiado su ficha. Sabía que tenía veintitrés años, que había estudiado Business Administration y que se pirraba por la literatura rusa, motivo por el que frecuentaba la biblioteca. Sabía que seguramente después de pasar la tarde en la biblioteca iría a su casa, y hacia allí se dirigió. El camión de la basura y el paso distraído de Oscar estaban a punto de encontrarse, bastaba un suave restregón para hacer inevitable la caída y posterior aplastamiento.

Llevar una vida solitaria es peligroso. Y Susan sabía bastante de eso. La soledad en ocasiones le proporcionaba malos pensamientos.

Allí estaba el sonado de Oscar. Y allí estaba el camión de la basura.

Aceleró el pedaleo y justo cuando faltaban dos segundos para rebasar al joven molesto le interrumpió una voz:

―¡Susan! ¡Susan! ―Frenó en seco. ¡Maldita sea!

Era el conductor del camión de la basura, que sacando medio cuerpo por la ventana le espetó:

―¡Qué bueno el libro de Paul Auster que me recomendaste! Tengo que volver a ir a la biblioteca a que me vuelvas a recomendar otro.

Susan reflexionó. ¿De verdad quería complicarse la sosegada vida que llevaba por un ser molesto? Saludó al basurero y se fue a su casa.

 

jueves, 26 de octubre de 2017

Una historia inspirada en esta imagen 



The loser (el perdedor)
No hacía falta ser muy listo darse cuenta de que algo serio le había pasado al profesor Ralph McCallum. El sempiterno perdedor. 
Nunca destacó por su personalidad arrolladora, ni por su físico atractivo, ni por su elegancia clásica, ni por su inteligencia sagaz. Siempre fue gris.
Al acabar Filología inglesa se casó con Debbie, la única joven que accedió a salir con él, una muchacha poco agraciada con la que fue tediosa y resignadamente infeliz. Ni sus dos hijos, ni una vida sin sobresaltos lograron que Ralph pudiera disfrutar de un solo momento emocionante, porque era de naturaleza tibia y rancia.
En Largs, un pequeño pueblo de Escocia, su trabajo de profesor le proporcionaba grandes decepciones. Sus clases de lengua eran insufribles y sus alumnos le correspondían con nulo interés, lo que redundaba en más desidia para Ralph.
Sus alumnos, adolescentes pestilentes constelados de acné, eran pelirrojos y de tez muy pálida a la que poco les había dado el sol. Los esfuerzos de Ralph por mejorar la dicción de sus alumnos no llegaron a dar fruto y, promoción tras promoción, se repetía el mismo patrón: egoístas imberbes insatisfechos y protestones replicaban en sus clases la apatía intrínseca de Ralph desde hacía treinta años. Pero aquel curso, algo cambió.
Llegó Mey Ling, una china de exquisitos modales e infinita curiosidad. Su nivel de inglés era bueno, y aunque su dicción estaba viciada por una fonética imposible, se esforzaba de forma sobrehumana por corregir su pronunciación y mejorar su léxico. Consideraba que Ralph era un hombre aburridísimo, pero disfrutaba con el contenido de sus clases. En Largs no era frecuente ver extranjeros y Mey Ling se hizo popular en el instituto. Incluso el profesorado hablaba de ella y de sus notables progresos.
A diferencia de sus coetáneas escocesas, Mey Ling era más aniñada en morfología y comportamiento, y ello le confería un halo de candidez que a todas luces era candoroso.
Aquel día Ralph cumplía 50 años y su mujer y sus hijos le prepararon un desayuno especial, coronado con un pastel sin azúcar glaseado, como a él le gustaban. Y cuando sopló para apagar las velas expulsó el aire delicadamente, como si soplara el cuello de Mey Ling. Llevaba algunos días y muchas noches fantaseando con su alumna.
Lo había calculado todo. 
- Mey Ling, ¿puedes quedarte un momento después de clase? ME gustaría que comentemos el trabajo que me has entregado.
Ella obedeció y él se sentó a su lado. Olía a galletita. El corazón del maestro se aceleró y, mientras revisaban el texto, colocó una mano sobre el muslo de la adolescente y la deslizó cuanto pudo antes de que la joven saliera en estampida, sin recoger sus cosas. Se dirigió angustiada al despacho de la directora y Ralph fue despedido ipso facto. En el fondo, le tenían ganas.
Y allí estaba, en el pub, mientras Mey Ling lloraba en su cuarto. Estaba acabado, tomando un Macallan y pensando cómo lo iba a contar en casa. Y dónde pasaría el resto de su insignificante vida. 



sábado, 21 de octubre de 2017

Relato basado en la construcción de un personaje. En este caso, una mujer extranjera, muy atractiva, obsesionada con ser madre que por las noches trabaja en la sala Bagdag. El relato debe transcurrir en la Barcelona de 1992 y debe producirse un asesinato violento.





Un día de relax
Por fin tenía un día libre la traductora Larissa. Llevaba más de quince días sin descansar, menos mal que en la sala Bagdag, donde trabajaba algunas noches, habían encontrado una suplente. Aquel día sí que le tocaba actuar, pero no le importaba porque disfrutaba mucho más cuando trabajaba en sus días fértiles. Estaba decidida a declarar su amor a Anselmo, un abuelete dotado de una habilidad singular: podía levantar una campana de 15 kg con el pene. Ella lo adoraba. ¡Le recordaba tanto a su abuelo Piotr! Era consciente de que a esas alturas el pene de Anselmo no le podía garantizar largos años de pasiones, pero… ¿qué importancia tenía aquel detalle ante la fortuna de tener un compañero entrañable y leal?
En agosto de 1992, disponer de un día para pasear tranquilamente, disfrutar de la singularidad del ambientillo olímpico y deleitarse unas horas en el dolce far niente era un bien escaso. Se despertó tarde, muy tarde. Hacía un día ideal para tomar un aperitivo en la terraza del bar Tomás. Bravas y una cerveza bien servida.
Sus gafas de sol le permitieron espiar a los clientes con cierto disimulo, y no se le escapó aquella mujer cincuentona[1], regordeta y anodina, que levantaba con temblor la taza de tila, haciéndola tintinear como una campanilla. ¿Qué le pasaba? Miraba con recelo a su alrededor, escondiéndose de algo. Se acercó a ella y le preguntó si se encontraba bien.
—Es que creo que he matado a un hombre.
—¿Cómo que lo cree? —preguntó perpleja—.
—Bueno…  yo sólo quería darle un sustito. Las bravas de este bar son malísimas. No sé cómo pueden tener tanta fama —se acercó a Larissa para bajar la voz—. Verás: Los del bajo han alquilado el piso por una fortuna y se han ido a su casa de la Costa Brava y ha dado la casualidad de que el inquilino es el hombre que arruinó mi vida. Lo vi hace una semana, yo estaba abriendo mi buzón y él entró en la finca, iba silbando, en eso no ha cambiado. Reconocí su voz enseguida y un escalofrío recorrió mi espalda. Agarraba de la cintura a dos guayabas de piernas larguísimas, casi como las tuyas, y entraron los tres en el piso. Desde entonces no paro de pensar en la manera de vengarme, él de rositas mientras a mí me rompió la vida, hay que fastidiarse. He pensado en mil maneras de hacerlo, pero al final, mi parte racional me ha frenado. Hasta que esta mañana he salido a recoger la ropa que tenía tendida y lo he visto durmiendo la mona en la tumbona del patio interior. Era muy temprano, pero no podía dormir porque hacía muchísimo calor y por lo visto él tampoco porque por eso salió a dormir al patio. Entonces, una fuerza que no he podido controlar hizo que levantara una maceta y se me cayera en su cabeza. De verdad que yo sólo quería darle un sustito, pero he calculado mal y creo que me lo he cargado, porque he visto mucha sangre derramada. Es que nunca he tenido buena puntería.
—Pues ahora no puede volver a su casa, porque ya estará allí la policía ―sentención sin salir de su asombro.
—Pensaba ir a darme una vuelta. ¿Te vienes?
—No, mujer. ¡Con lo tranquila que vivo en Barcelona, lejos de mi madre, sólo me faltaba meterme en líos! Mire, soy rusa  y por desgracia los asesinatos no son algo extraño para mí.  Ahora la dejo porque tengo que hacer algo importante, pero si necesita algo que no me comprometa, por la noche trabajaré en la sala Bagdag.
—¿Eso no es un sitio de ver folleteo? —preguntó con los ojos como platos—. ¿Eres prostituta?
—No, mujer. Soy sólo actriz.
Se despidieron sin grandes cordialidades y cada una emprendió un recorrido.
Larissa no podía creer lo que había presenciado en su único día de asueto. Se planteó ir a la policía, pero… ¿por dónde empezar el relato? Tenía otras preocupaciones como, por ejemplo, cómo declararse a Anselmo si finalmente su compañero de escenario le engendraba un hijo.
Anselmo había enviudado hacía un año y, si bien añoraba mucho a su esposa, llevaba tiempo sintiéndose muy solo y buscaba compañía. Ni en sus más remotos sueños podía imaginar lo que despertaba en Larissa. Para él trabajar en la sala Bagdag era sólo una excusa para escabullirse de la apabullante soledad que sentía en casa.
―Disculpe, señorita―. Aquellas dos palabras interrumpieron las cavilaciones de la traductora rusa. Las pronunció un hombre joven con acento francés y gafas redondas[2] ―. Usted trabaja en la sala Bagdag, ¿verdad? Usted es «la eslava caliente». Permítame que me presente. Me llamo Jean Pierre Bailly, soy periodista y estoy recopilando información para escribir un libro sobre los bajos fondos de la Barcelona olímpica. Usted, trabajando donde trabaja, seguro que podría facilitarme información muy útil para mi cometido. ¿Es cierto, por ejemplo, que Magic Johnson mantuvo relaciones sexuales con una actriz de la sala Bagdag?
Larissa no quiso pronunciarse, aunque podía dar fe de ello. No es que el periodista le diera malas vibraciones, era más bien que consideraba que el momento era prematuro para semejante nivel de confianza. Si lo del jugador de baloncesto presentaba enjundia lo del asesinato mañanero iba a ser una lotería para él. Estaba claro que el día, que había empezado tranquilo, se iba complicando. Tenía que decidir si mantenía la conversación con el joven periodista o seguía con su propósito de disfrutar relajadamente de la jornada, pero ante las dificultades que presentaba lo segundo, se inclinó hacia lo primero. Era bien parecido y aunque le molestaba su acento, en su condición de mujer en búsqueda incesante de marido no podía permitirse perder una oportunidad.
Para su sorpresa, entre los dos se generó una suerte de atracción que desembocó en un apasionado revolcón en el barrio de Sant Pere. Ambos se despertaron de la siesta desnudos y abrazados, sin ganas de hacer el menor movimiento que pudiera rompiera la excepcionalidad del momento.
 ―Larissa, no vayas a trabajar esta noche.
Ella se había comprometido con su jefa, aunque la idea que tenía de declarar su admiración y ternura a Anselmo había pasado a segundo plano después del affaire galo.  
―Sí que iré, pero quiero que vengas conmigo.
Por la noche ambos se dirigieron a la sala Bagdag y, cuando iban andando por el carrer Nou de la Rambla, oyeron un silbido:
―¡Pssssst! ¡Pssssst! ¡Rubia! Soy la de esta mañana.
Larissa miró a Jean Pierre y le dijo:
―Ya sé con quién te vas a sentar esta noche. Te ha tocado la lotería.
Ella no lo sabía, pero algo había tocado su óvulo fértil aquella tarde, también.






[1] Personaje 6: Marisa
[2] Personaje 8: Jean Pierre Bailly