viernes, 4 de enero de 2013



Argumentación


      Cuando obtuve mi primer empleo, recuerdo que un día nos reunieron a todos los empleados para comunicarnos la importancia de la sonrisa al atender el teléfono. El cliente percibe si la persona que le atiende está sonriendo. Comprobé que era cierto, incluso algunos iracundos clientes colgaban suaves como la seda al escuchar mi tono amable, aunque no les hubiera solventado su incidencia.

      Extrapolé la sonrisa a otros ámbitos profesionales, como el saludo al entrar al trabajo. El saludo-sonrisa acabó imponiéndose en la oficina y dio lugar a almuerzos más frecuentes, a risas, a confidencias ocasionales y a alguna cena que otra que redundó en eficacia por haber facilitado las relaciones interpersonales y, consecuentemente, el trabajo en equipo y los resultados. Me hicieron empleada del mes durante cuatro meses consecutivos. Publicaron mi foto… con una sonrisa.

      Pensé en qué pasaría si sonreía a mis vecinos. Temí que confundieran mi sonrisa con un deseo turgente de socializarme con ellos, que no era el caso. Así que la acompañé de una pequeña aceleración de mi paso, que no daba lugar a charlas distendidas, pero que propició una mejor relación vecinal.

      Comprobé que mi sonrisa tenía efectos terapéuticos y que generaba bienestar en personas que no esperaban una actitud amable. La gente se conmovía y me expresaba sus preocupaciones con toda confianza, luego se sentían aliviados y yo era feliz porque indirectamente estaba haciendo un servicio a la sociedad.

      Con el sexo opuesto, los efectos eran inmediatos. Los hombres se rendían ante mi amplia sonrisa y mi vida sentimental era tan intensa que empecé a confundir a los hombres con los que salía.

      En el metro, los pasajeros buscaban cruzar mi mirada con la suya para que les regalara una sonrisa. Se avisaban los unos a los otros y se me acumulaba el trabajo. Los vecinos se habían aprendido mis horarios y provocaban encuentros en los rellanos. En el trabajo, el buen clima laboral se adornó de constantes cenas y copas, que empezaban a hacer mella en mi economía. Los clientes sólo querían hablar conmigo y no podía sacar mi trabajo adelante debido a las numerosas llamadas, que colapsaban mi teléfono.

      Me dolía la mandíbula y empezaron a salirme líneas de expresión, es decir: arrugas.

      Mi sonrisa se convirtió en un arma de doble filo que ponía en riesgo mi estabilidad emocional. Ya no me apetecía sonreír. Cuando me subía al coche encontraba la excusa perfecta para desahogarme, para descargar todos los problemas de los que la gente se había encargado de hacerme depositaria. Insultaba y me invadía la agresividad. Me saltaba semáforos en rojo por el simple hecho de saltarme la norma.

      Por eso no me dio tiempo de frenar y por eso choqué con su coche. Lo siento.

      —Creo que éste va a ser el principio de una bonita amistad —respondió el contrario.

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