Argumentación
Cuando
obtuve mi primer empleo, recuerdo que un día nos reunieron a todos los
empleados para comunicarnos la importancia de la sonrisa al atender el
teléfono. El cliente percibe si la persona que le atiende está sonriendo.
Comprobé que era cierto, incluso algunos iracundos clientes colgaban suaves
como la seda al escuchar mi tono amable, aunque no les hubiera solventado su
incidencia.
Extrapolé
la sonrisa a otros ámbitos profesionales, como el saludo al entrar al trabajo.
El saludo-sonrisa acabó imponiéndose
en la oficina y dio lugar a almuerzos más frecuentes, a risas, a confidencias
ocasionales y a alguna cena que otra que redundó en eficacia por haber
facilitado las relaciones interpersonales y, consecuentemente, el trabajo en
equipo y los resultados. Me hicieron empleada del mes durante cuatro meses
consecutivos. Publicaron mi foto… con una sonrisa.
Pensé
en qué pasaría si sonreía a mis vecinos. Temí que confundieran mi sonrisa con
un deseo turgente de socializarme con ellos, que no era el caso. Así que la
acompañé de una pequeña aceleración de mi paso, que no daba lugar a charlas
distendidas, pero que propició una mejor relación vecinal.
Comprobé
que mi sonrisa tenía efectos terapéuticos y que generaba bienestar en personas
que no esperaban una actitud amable. La gente se conmovía y me expresaba sus
preocupaciones con toda confianza, luego se sentían aliviados y yo era feliz porque
indirectamente estaba haciendo un servicio a la sociedad.
Con
el sexo opuesto, los efectos eran inmediatos. Los hombres se rendían ante mi
amplia sonrisa y mi vida sentimental era tan intensa que empecé a confundir a
los hombres con los que salía.
En
el metro, los pasajeros buscaban cruzar mi mirada con la suya para que les
regalara una sonrisa. Se avisaban los unos a los otros y se me acumulaba el
trabajo. Los vecinos se habían aprendido mis horarios y provocaban encuentros
en los rellanos. En el trabajo, el buen clima laboral se adornó de constantes
cenas y copas, que empezaban a hacer mella en mi economía. Los clientes sólo
querían hablar conmigo y no podía sacar mi trabajo adelante debido a las
numerosas llamadas, que colapsaban mi teléfono.
Me
dolía la mandíbula y empezaron a salirme líneas de expresión, es decir:
arrugas.
Mi
sonrisa se convirtió en un arma de doble filo que ponía en riesgo mi
estabilidad emocional. Ya no me apetecía sonreír. Cuando me subía al coche
encontraba la excusa perfecta para desahogarme, para descargar todos los
problemas de los que la gente se había encargado de hacerme depositaria.
Insultaba y me invadía la agresividad. Me saltaba semáforos en rojo por el
simple hecho de saltarme la norma.
Por
eso no me dio tiempo de frenar y por eso choqué con su coche. Lo siento.
—Creo
que éste va a ser el principio de una bonita amistad —respondió el contrario.
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