domingo, 28 de abril de 2013


Consigna: un relato circular, es decir, que empiece como acabe.


Un paseo en rojo charol                                                                   

Ener fijó su mirada en la puerta del vehículo: no tenía mecanismo para abrirse desde dentro, circunstancia que le sorprendió a priori y que le pareció razonable a continuación, tratándose de un coche policial. Deslizó sus manos por el asiento trasero, estaban esposadas y temblorosas y su frente perlada de sudor de pensar qué le depararía la vida a partir de entonces.

Aquél había sido un sábado soleado y caluroso, de ésos que te disparan las ganas de vivir. Ener había ido a Marbella a pasar un fin de semana y se dirigió a dar un paseo por Puerto Banús. Como a buen vizcaíno, le pirraban los barcos y demás asuntos navales. Le llamó la atención cómo cargaban un yate con avituallamiento para una fiesta en alta mar: bandejas de ostras sobre hielo picado y cajas de porexpán que contenían toda suerte de marisco, grandes canastos con cubitos y champán Mumm, una banda de Jazz con todos sus artilugios musicales y un mini ejército de camareros salidos de un casting ataviados en blanco nuclear que iban y venían en bullicioso tropel… En definitiva, un acontecimiento que se escapaba de su realidad vital. Ya que no podría disfrutar de la velada, se sentaría en un banco de piedra bajo el sol de justicia y esperaría la llegada de los invitados, aunque sólo fuera por curiosidad.

Fueron llegando todos ellos envueltos en un halo de glamour extremo. Si no eran guapos, lo parecía. Hasta que pasó algo que no esperaba. Un Ferrari Testarossa aparcó a escasos metros, y unas piernas que ascendieron hasta un metro y veinte centímetros sobre el nivel del mar se asomaron del asiento del acompañante. Aquellas piernas estaban coronadas por unos senos en buena parte expuestos en un delicioso escote y una abundante melena rubia ponía la guinda a un chasis femenino de unos veinte años de antigüedad que por su morfología, poco tenía que envidiar al del Ferrari. El conductor era un hombre en su cuarentena, llevaba mocasines sin calcetines, pantalón blanco y blazer azul marino en cuyo bolsillo derecho colocó las llaves del deportivo. Sintió cierta envidia, su porte mostraba la imagen del triunfo en toda su escala cromática.

La idea de participar en la velada marina le parecía atractiva, pero la de subirse a aquel coche le parecía digna de delinquir, así que no se lo pensó dos veces: aprovechando la efusividad de un encuentro entre invitados al paseo por el mar, se acercó al conductor del Ferrari y le hurtó las llaves con la maestría de un carterista de las Ramblas. Esperó estoicamente a que partiera el yate y entró en el coche. Allí estaba el ticket del parking, es decir, podría salir del recinto de Puerto Banús y así lo hizo. 

No fue hasta que salió del puerto que Ener percibió el rojo acharolado del vehículo. Qué suavidad al conducir, qué amplitud una vez dentro. Los asientos eran de una piel tan suave como la de un bebé, deseó desnudarse para que las pieles de ambos se unieran en una extraña fantasía sexual. ¿Qué podía desear más? ¿Ser el dueño del Ferrari? ¿Para qué? No podría mantener los gastos que originaba. De pronto, una joven llamativa y extremada clavó su mirada en él. Sus labios eran rojos acharolados, como los de la chapa del coche. Ener se inclinó hacia ella y le dijo:

—¡Rubia! Sube, que te doy una vuelta.

Así lo hizo. Sus piernas no eran de metro veinte, pero no estaba nada mal, y al subir al coche ganó atractivo, si bien al mirarla de cerca no lo era tanto. Ener no se comía un rosco en Barakaldo, pero hay que ver lo que hace un buen complemento. Salieron de Marbella y tomaron la carretera sin rumbo, hasta que pararon en el club de golf de Alhaurín, a tomar un refresco. Más por el hecho de hacerse ver que por la necesidad de hacer una parada con una rubia de la que tan poco sabía y tan poco le interesaba.

Apenas se habían sentado, entraron una decena de policías.

—¿É uhté er conduhtó der Ferrari?

—Sí —respondió Ener con voz trémula. Lamentaba que la alegría hubiera durado tan poco. ¿Quién había podido denunciarlo, si el dueño acababa de zarpar y él lo había visto alejarse en el barco?

Acompáñenoh y abra er maletero.

¡Abrir el maletero! No encontraba el artilugio que lo pudiera abrir. Por más que miraban entre todos no encontraron y la joven rubia advirtió:

—Este coche tiene el motor en la parte trasera. El maletero está delante.

Se dirigieron todos a la parte frontal y lograron abrirlo. Allí estaba: el cuerpo sin vida de una joven rubia que llevaba unas botas de charol rojo.

Dos agentes de la policía esposaron al atónito Ener y lo metieron en el coche de policía con malos modos. En el asiento trasero, el joven se alegró de llevar pantalón largo, pues conocía bien material del asiento que tocaba con sus manos esposadas y temblorosas: era de sky, de aquel que se pega a la piel cuando hace calor y sólo se desengancha con dolor. Qué pasaría a partir de entonces, era otro dolor.