Consigna: un relato
circular, es decir, que empiece como acabe.
Un
paseo en rojo charol
Ener fijó su mirada en la
puerta del vehículo: no tenía mecanismo para abrirse desde dentro,
circunstancia que le sorprendió a priori y que le pareció razonable a
continuación, tratándose de un coche policial. Deslizó sus manos por el asiento
trasero, estaban esposadas y temblorosas y su frente perlada de sudor de pensar
qué le depararía la vida a partir de entonces.
Aquél había sido un
sábado soleado y caluroso, de ésos que te disparan las ganas de vivir. Ener
había ido a Marbella a pasar un fin de semana y se dirigió a dar un paseo por
Puerto Banús. Como a buen vizcaíno, le pirraban los barcos y demás asuntos
navales. Le llamó la atención cómo cargaban un yate con avituallamiento para
una fiesta en alta mar: bandejas de ostras sobre hielo picado y cajas de
porexpán que contenían toda suerte de marisco, grandes canastos con cubitos y
champán Mumm, una banda de Jazz con todos sus artilugios musicales y un mini
ejército de camareros salidos de un casting ataviados en blanco nuclear que
iban y venían en bullicioso tropel… En definitiva, un acontecimiento que se
escapaba de su realidad vital. Ya que no podría disfrutar de la velada, se
sentaría en un banco de piedra bajo el sol de justicia y esperaría la llegada
de los invitados, aunque sólo fuera por curiosidad.
Fueron llegando todos
ellos envueltos en un halo de glamour extremo. Si no eran guapos, lo parecía. Hasta
que pasó algo que no esperaba. Un Ferrari Testarossa aparcó a escasos metros, y
unas piernas que ascendieron hasta un metro y veinte centímetros sobre el nivel
del mar se asomaron del asiento del acompañante. Aquellas piernas estaban
coronadas por unos senos en buena parte expuestos en un delicioso escote y una
abundante melena rubia ponía la guinda a un chasis femenino de unos veinte años
de antigüedad que por su morfología, poco tenía que envidiar al del Ferrari. El
conductor era un hombre en su cuarentena, llevaba mocasines sin calcetines,
pantalón blanco y blazer azul marino en cuyo bolsillo derecho colocó las llaves
del deportivo. Sintió cierta envidia, su porte mostraba la imagen del triunfo
en toda su escala cromática.
La idea de participar en
la velada marina le parecía atractiva, pero la de subirse a aquel coche le
parecía digna de delinquir, así que no se lo pensó dos veces: aprovechando la
efusividad de un encuentro entre invitados al paseo por el mar, se acercó al
conductor del Ferrari y le hurtó las llaves con la maestría de un carterista de
las Ramblas. Esperó estoicamente a que partiera el yate y entró en el coche.
Allí estaba el ticket del parking, es decir, podría salir del recinto de Puerto
Banús y así lo hizo.
No fue hasta que salió
del puerto que Ener percibió el rojo acharolado del vehículo. Qué suavidad al
conducir, qué amplitud una vez dentro. Los asientos eran de una piel tan suave
como la de un bebé, deseó desnudarse para que las pieles de ambos se unieran en
una extraña fantasía sexual. ¿Qué podía desear más? ¿Ser el dueño del Ferrari?
¿Para qué? No podría mantener los gastos que originaba. De pronto, una joven
llamativa y extremada clavó su mirada en él. Sus labios eran rojos acharolados,
como los de la chapa del coche. Ener se inclinó hacia ella y le dijo:
—¡Rubia! Sube, que te doy
una vuelta.
Así lo hizo. Sus piernas
no eran de metro veinte, pero no estaba nada mal, y al subir al coche ganó
atractivo, si bien al mirarla de cerca no lo era tanto. Ener no se comía un
rosco en Barakaldo, pero hay que ver lo que hace un buen complemento. Salieron
de Marbella y tomaron la carretera sin rumbo, hasta que pararon en el club de
golf de Alhaurín, a tomar un refresco. Más por el hecho de hacerse ver que por
la necesidad de hacer una parada con una rubia de la que tan poco sabía y tan
poco le interesaba.
Apenas se habían sentado,
entraron una decena de policías.
—¿É uhté er conduhtó der Ferrari?
—Sí —respondió Ener con
voz trémula. Lamentaba que la alegría hubiera durado tan poco. ¿Quién había
podido denunciarlo, si el dueño acababa de zarpar y él lo había visto alejarse en el barco?
—Acompáñenoh y abra er
maletero.
¡Abrir el maletero! No
encontraba el artilugio que lo pudiera abrir. Por más que miraban entre todos
no encontraron y la joven rubia advirtió:
—Este coche tiene el
motor en la parte trasera. El maletero está delante.
Se dirigieron todos a la
parte frontal y lograron abrirlo. Allí estaba: el cuerpo sin vida de una joven
rubia que llevaba unas botas de charol rojo.
Dos agentes de la policía
esposaron al atónito Ener y lo metieron en el coche de policía con malos modos.
En el asiento trasero, el joven se alegró de llevar pantalón largo, pues
conocía bien material del asiento que tocaba con sus manos esposadas y
temblorosas: era de sky, de aquel que se pega a la piel cuando hace calor y
sólo se desengancha con dolor. Qué pasaría a partir de entonces, era otro
dolor.