viernes, 4 de enero de 2013


Consigna: Adínaton. Se trata de una figura retórica que se sustenta en la paradoja y la hipérbole. Es la mención de imposibles. Una exageración llevada al extremo.      


Adínaton


      Las mujeres de la isla no lo podían creer: por fin Lía estaba de parto. Desafiando las leyes de la naturaleza, había gestado a su primogénito durante exactamente once meses y seis días. El nonato no lograba encajarse en el vientre materno, a pesar de que su madre presionaba dulcemente la parte superior de la barriga para que invirtiera su posición. Todo en vano. Sus puñitos buscando un hueco por donde salir eran claramente apreciables. Hasta que finalmente logró sacar uno por el ombligo materno, seguido de un bracito rollizo. A continuación, las mujeres de Milo —que estaban estupefactas—, vieron cómo otro brazo aparecía del ombligo materno. Ambos bracitos empujaron hacia extremos opuestos abriendo el ombligo lo suficiente como para que pudiera salir la cabeza del feto. Apoyando los codos en la barriga de su madre, tomó impulso hacia arriba hasta que logró sacar el torso y, una vez logró extraer medio cuerpo, el resto fue coser y cantar.

      Cansado del esfuerzo se sentó en el vientre inmóvil de su madre y respiró hondo. Entonces, levantó su cabecita, entreabrió los ojos y miró a su alrededor. Docenas de mujeres lo observaban sin parpadear, inmóviles y atónitas a su derecha. Otras tantas a su izquierda. Siguió lentamente, con sus hinchados ojos entreabiertos, la sucesión de mujeres perláticas. Primero de derecha a izquierda y luego viceversa y, asustado, empezó a hacer pucheros. Su madre, que no profirió ni un atisbo de dolor, lo abrazó con ternura y el bebé rompió a llorar. Un llanto inocente, ensordecedor y desconsolado que se llegó a escuchar en la isla de Creta.

      Diágoras, el Ateo, esperaba el nacimiento de su hijo fuera de la estancia con el resto de hombres de la isla. El llanto aterrador del bebé no hizo necesario que nadie le comunicara el curioso alumbramiento.

      —¡Por todos los dioses! —exclamó Diágoras cuando vio a su hijo.
      —¿Pero no quedamos en que eras ateo, querido? —inquirió su parturienta esposa.
      —­Es tan grande como una oveja. Lo llamaremos Adínaton.

      A Lía le gustó el nombre. Ella también deseaba un nombre esdrújulo para su hijo. Las mujeres de la isla, impresionadas, no pudieron articular palabra durante una luna, plazo en el que los hombres fueron inmensamente felices.

      Adínaton no tenía suficiente con ser amamantado por el pecho generoso de su progenitora, sino que necesitaba dos vacas lecheras a pleno rendimiento. A los quince días le salieron los dientes y las muelas y, como lo alimentaban según demanda, comía lo mismo que sus padres, pero en más cantidad. Con dos años ayudaba a su padre en el establo y a las cinco, al salir del colegio, pasaba por el herrero, por si alguna forja se le resistía. 

      —Mamá, ¿cuándo podré lanzarme al mar desde el acantilado? ­­—preguntaba el chiquillo.
      —Cuando el volcán emane hielo —se curaba en salud su madre.

      Nadie recordaba la última vez que el volcán había tenido actividad y, en la isla de Milo, no existía miedo a que despertara desde hacía muchas generaciones. Adínaton tallaba bolas de piedra y jugaba a darles un puntapié desde el otro extremo de la isla y hacerlas entrar en el cráter. Un día, cansado de tallar, entró en el cráter para recuperar las bolas que había encajado con maestría. Descubrió superficies deslizantes que hicieron las veces de tobogán, recodos con graciosas sonoridades y piedras porosas de ligero peso.

      Aquella noche, un ruido procedente de las entrañas de la tierra y un intenso olor a azufre despertó a los habitantes de la isla. El volcán había despertado y comenzaba a emanar lava roja y amarilla, que brillaba en la negrura de la noche. Adínaton se acercó al volcán y sopló con tanta fuerza, que convirtió la lava en hielo, salvó la vida de sus paisanos y lo declararon héroe.

      Lía no quiso mirar cuando, al día siguiente, se lanzó al mar desde el acantilado.


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