Consigna: Adínaton. Se
trata de una figura retórica que se sustenta en la paradoja y la hipérbole. Es
la mención de imposibles. Una exageración llevada al extremo.
Adínaton
Las mujeres de la isla no lo podían creer: por fin Lía estaba
de parto. Desafiando las leyes de la naturaleza, había gestado a su primogénito
durante exactamente once meses y seis días. El nonato no lograba encajarse en
el vientre materno, a pesar de que su madre presionaba dulcemente la parte
superior de la barriga para que invirtiera su posición. Todo en vano. Sus
puñitos buscando un hueco por donde salir eran claramente apreciables. Hasta
que finalmente logró sacar uno por el ombligo materno, seguido de un bracito
rollizo. A continuación, las mujeres de Milo —que estaban estupefactas—, vieron
cómo otro brazo aparecía del ombligo materno. Ambos bracitos empujaron hacia
extremos opuestos abriendo el ombligo lo suficiente como para que pudiera salir
la cabeza del feto. Apoyando los codos en la barriga de su madre, tomó impulso
hacia arriba hasta que logró sacar el torso y, una vez logró extraer medio
cuerpo, el resto fue coser y cantar.
Cansado del esfuerzo se sentó en el vientre inmóvil de su madre
y respiró hondo. Entonces, levantó su cabecita, entreabrió los ojos y miró a su
alrededor. Docenas de mujeres lo observaban sin parpadear, inmóviles y atónitas
a su derecha. Otras tantas a su izquierda. Siguió lentamente, con sus hinchados
ojos entreabiertos, la sucesión de mujeres perláticas. Primero de derecha a
izquierda y luego viceversa y, asustado, empezó a hacer pucheros. Su madre, que
no profirió ni un atisbo de dolor, lo abrazó con ternura y el bebé rompió a
llorar. Un llanto inocente, ensordecedor y desconsolado que se llegó a escuchar
en la isla de Creta.
Diágoras, el Ateo, esperaba el nacimiento de su hijo fuera de
la estancia con el resto de hombres de la isla. El llanto aterrador del bebé no
hizo necesario que nadie le comunicara el curioso alumbramiento.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Diágoras cuando vio a su hijo.
—¿Pero no quedamos en que eras ateo, querido? —inquirió su
parturienta esposa.
—Es tan grande como una oveja. Lo llamaremos Adínaton.
A Lía le gustó el nombre. Ella también deseaba un nombre
esdrújulo para su hijo. Las mujeres de la isla, impresionadas, no pudieron
articular palabra durante una luna, plazo en el que los hombres fueron
inmensamente felices.
Adínaton no tenía suficiente con ser amamantado por el pecho
generoso de su progenitora, sino que necesitaba dos vacas lecheras a pleno
rendimiento. A los quince días le salieron los dientes y las muelas y, como lo
alimentaban según demanda, comía lo mismo que sus padres, pero en más cantidad.
Con dos años ayudaba a su padre en el establo y a las cinco, al salir del
colegio, pasaba por el herrero, por si alguna forja se le resistía.
—Mamá, ¿cuándo podré lanzarme al mar desde el acantilado? —preguntaba
el chiquillo.
—Cuando el volcán emane hielo —se curaba en salud su madre.
Nadie recordaba la última vez que el volcán había tenido
actividad y, en la isla de Milo, no existía miedo a que despertara desde hacía
muchas generaciones. Adínaton tallaba bolas de piedra y jugaba a darles un
puntapié desde el otro extremo de la isla y hacerlas entrar en el cráter. Un
día, cansado de tallar, entró en el cráter para recuperar las bolas que había
encajado con maestría. Descubrió superficies deslizantes que hicieron las veces
de tobogán, recodos con graciosas sonoridades y piedras porosas de ligero peso.
Aquella noche, un ruido procedente de las entrañas de la tierra
y un intenso olor a azufre despertó a los habitantes de la isla. El volcán
había despertado y comenzaba a emanar lava roja y amarilla, que brillaba en la
negrura de la noche. Adínaton se acercó al volcán y sopló con tanta fuerza, que
convirtió la lava en hielo, salvó la vida de sus paisanos y lo declararon
héroe.
Lía no quiso mirar cuando, al día siguiente, se lanzó al mar
desde el acantilado.
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