jueves, 10 de diciembre de 2015

Relato inspirado en esta imagen

   



Un Colt para Navidad 

Aquel domingo de diciembre, el reverendo Larson se arrancó la casulla en la sacristía de la iglesia de Middletowm, Wisconsin, y apoyado en el alféizar del ventanal observó, excitado y contrariado, los movimientos de la feligresa que se alejaba de la casa de Cristo, dejando en la nieve su paso marcado como una cremallera. 

Él era un hombre de estatura alta, mórbido, macilento y de mirada huidiza. Desde la pubertad amaba en silencio a Rose Doherty, una espléndida mujer que incrementaba su atractivo con el paso de las décadas. Años atrás, ella había rechazado la declaración de amor del reverendo; a pesar de no haberse enamorado nunca, sabía que el amor debía ser otra cosa. Y no se equivocó: unos meses más tarde conoció al que acabaría siendo su marido, Frank Doherty, un empresario que le proporcionaría a Rose una vida acomodada en aquella pequeña población.  

Rose acudía con frecuencia a confesarse con el reverendo Larson y le contaba a éste sus intrascendentes preocupaciones, generalmente relacionadas con las vecinas o discusiones irrelevantes con sus hijos. Mientras ella hablaba, aprovechando la oscuridad del confesionario el reverendo se tocaba sus partes más íntimas y, al llegar a casa, descargaba aquel deseo irrefrenable sometiendo a su sufrida esposa a vejaciones, violaciones y palizas. Su esposa, una mujer hirsuta y desvencijada por catorce partos, sufría en silencio la enfermiza lascivia de su esposo y aunque jamás protestó, sabía que su marido nunca la había mirado como miraba a Rose. Sus plegarias iban ahora dirigidas a que el reverendo se comprara aquel Colt anunciado en una página que él guardaba en el bolsillo del pantalón y acabara de una vez por todas con aquella vida de perros.   

El frío invernal de aquella mañana se había llevado las hojas secas del camino de la iglesia y había traído las primeras nieves, estrenadas por los nerviosos pasos de Rose, que acudió a confesar al reverendo algo inexplicable. 
 
    –
 Me he enamorado de otro hombre, padre.  
 
     Aquello, según dijo en un susurro,
 que la hacía sentir terriblemente mal, a la vez la hacía sentir intensamente bien.  
 
    
Rose, la impecable Rose, no podía ser adúltera. El reverendo sólo hubiese justificado ese desliz en la intachable existencia de aquella mujer si se hubiera enamorado de él, cuya frente en ese momento no tardó en perlarse de sudor. Pero no era él a quién ella amaba en secreto, sino al teniente Owen.  

Larson no pudo soportar aquella noticia y, tras arrancarse la casulla con furia, miró por el ventanal cómo se alejaba Rose por el camino nevado, pasando debajo de aquellas luces en las que se advertía “Merry Christmas”. El reverendo, con el corazón pasado de revoluciones y el pecho a punto de estallar, abrió el cajón de su mesa e, iracundo, sacó el Colt que guardaba envuelto en un trapo. Lo cargó y salió de la iglesia con el firme objetivo de matar a Owen. Sólo sobre su cadáver Rose estaría con otro hombre que no fuera su marido o él mismo 

Salió a la calle con el revólver en el bolsillo del abrigo, nada ni nadie podría frenarlo, no había sido un desgraciado toda la vida para que un apuesto teniente le robara la esperanza. Así que acabaría con él.  Cegado por los celos, siguió los pasos de Rose y cruzó el parque, desierto en aquella gélida mañana. Los pensamientos se agolpaban en su mente. Pensó si Dios podría acoger en su seno a un hijo asesino, que nadie podría arrebatarle a su Rose, que las armas las carga el diablo, que no soportaría ver a Rose con otro hombre, que viviría atormentado el resto de su vida por haber cometido tantos pecados, que sus catorce hijos no merecían tener un padre en prisión, que había sido prisionero toda su vida, que no podía aguantar más y lanzó un grito desgarrado que acompañó con un disparo hacia el cielo que resonó en todo el pueblo.  

El propio reverendo se asustó de sí mismo y se dejó caer de rodillas sobre la nieve. La bala siguió su curso ascendente hasta que la fuerza propulsora fue perdiendo fuelle y una vez alcanzada su altura máxima inició el recorrido inverso. Ayudada por la fuerza de la gravedad, fue ganando velocidad hasta que perforó el cráneo del reverendo. 


   Poco después fueron a comunicarle a su esposa el fatal accidente. Tras escuchar a aquellos hombres, ella cerró la puerta y continuó decorando el abeto que brillaba en un rincón del salón. Dios había atendido a sus plegarias, tenía motivos para celebrar la Navidad.   





Relato en el que hay que cometer un merecido asesinato



La cena de los psicópatas

 

Néstor, el sempiterno delegado de clase, nos convocó, una vez más, a todos los compañeros de promoción. Es un detalle por su parte, desde luego, porque tiene mérito organizar este encuentro en su casa desde hace más de veinte años, coincidiendo con la castañada.

En general, salvo cataclismo, acudimos a sus convocatorias y él nos restriega por la cara lo feliz que es siendo, todavía, el soltero de oro. Los demás nos hemos casado, algunos nos hemos divorciado y una sigue soltera: Ágata. Y no nos sorprende a nadie, porque es una plasta de mucho cuidado. Menos mal que soy un hombre equilibrado y sensato, porque de lo contrario la enviaría a freír espárragos. El problema es que como Néstor es quien organiza el encuentro y lo hace siempre en su casa, nos da apuro pedirle que la excluya de estas reuniones. En fin, una vez al año no hace daño.

A mí nada me irrita, excepto las faltas de ortografía, la ausencia de coma delante del vocativo y los gerundios de falsa continuidad. Por lo demás soy una persona moderada.

Ágata tiene una voz estridente que se introduce por el oído como un punzón y se clava en las meninges produciendo un terrible eco. Sólo habla de banalidades y tiene una coletilla insoportable que repite al acabar cada oración simple: «¿me entiendes? ¿me entiendes? ¿me entiendes?». Así todo el rato. Suerte que soy un hombre comedido y reprimo mis respuestas.

Todos evitamos sentarnos con ella, pero, claro, a dos de nosotros nos toca tenerla cerca y arriesgarnos a que nos reviente el tímpano en alguna de sus intervenciones, por cierto, frecuentes. Menos mal que a mí lo único que me irrita son los perros que ladran sin parar, los vecinos que dejan la puerta abierta, los jóvenes que reposan sus pies en el asiento delantero del tren o del autobús y los debates de la televisión. Por lo demás, soy una persona moderada. Aunque mi exmujer piense lo contrario.

Pues bien, este año Ágata insistió hasta el aborrecimiento en que, en lugar de castañada, viniéramos disfrazados de Halloween. Yo tolero todo menos las fiestas extranjeras: Saint Patrick, San Valentín, el Black Friday, los baby showers… ¿qué será lo próximo? ¿Acción de gracias? En fin,  Ágata estaba pesada como una mula y accedimos a disfrazarnos. Yo tolero todo menos los tatuajes y los disfraces, por lo demás soy un hombre moderado, pero por no oírla fui a una tienda de éstas de preparar fiestas, me compré una sierra de plástico y me puse la bata blanca que me pongo en las consultas de mis pacientes. Con un poco de salsa de tomate conseguí que pareciera salpicada de sangre y al mirarme en el espejo del recibidor pensé que si no supiera que soy una persona tan moderada, a pesar de que mis psiquiatras no piensen lo mismo, hasta podría parecer un psicópata.

Aunque llegué puntual, los bandidos de mis amigos habían llegado antes y se habían ido sentando juntos, abortando cualquier posibilidad de tener cerca a la insoportable Ágata. Aquello era un cromo, todos vestidos de majaras. Entonces llegó ella, el epítome de las psicopatías, vestida de novia cadáver. Acababa de llegar de unas vacaciones en Roma. ¡Oh, Roma! ¡Qué fuerte! Vives al límite, chata.

Sus ganas de contar los pormenores del viaje eran inversamente proporcionales  a las mías de escucharlos, pero ella insistía y me preguntaba agarrando mi brazo para acaparar mi atención: «¿me entiendes? ¿me entiendes? ¿me entiendes?». Yo miraba a Néstor con mensajes de auxilio, porque él siempre sabe cómo actuar, pero ella seguía agarrando mi brazo y hablando sin parar. Yo tolero todo menos los berridos y que me toquen para retener mi atención, y me importa un bledo lo que piensen los demás, así que, después de dos horas de tortura, Néstor me dio una pala de hierro y me preguntó: ¿te la cargas tú o me la cargo yo?

Como soy un hombre sensato y no quería arruinar la noche, les pedí a Ágata y a Néstor que me acompañaran al jardín trasero a buscar troncos para la chimenea y, una vez allí, de un golpe y en presencia de Néstor, recuperamos todos la paz.

—Luego la enterramos. Ahora acabemos de cenar en paz—sentenció Néstor, que siempre sabe cómo actuar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 19 de noviembre de 2015

Relato en el que lo fantástico interrumpa lo cotidiano




El canapé mágico y los hombres malos

Marisa había sido una esposa ejemplar, pero de repente, se encontró con un panorama poco halagüeño: su marido, después de más de veinte años de convivencia y en una flagrante muestra de crisis de los cuarenta, la había abandonado para irse a vivir un romance con la amiga común, hippy y tarada, que conducía a un fracaso garantizado. Y como el marido decidió volverse alternativo para tener contenta a la amante de turno, no dudaba en dejar de pagar la hipoteca si no podía hacer frente a los nuevos gastos que su nueva vida de veinteañero trasnochado le generaba.

Marisa tenía un trabajo tan digno como modesto, que le propiciaba los emolumentos mínimos para alimentar a sus dos hijos, pero no para hacer frente a la hipoteca que su tozudo exmarido se empeñó en contraer. La solución fue salomónica: malvendemos el piso y me voy con los niños a otro más pequeño y de alquiler.

No necesitaba grandes espacios, pero si armarios suficientes para almacenar lo que conlleva la vida de tres personas. Bajo esta premisa encontró un piso en el barrio de Sants: pequeño y antiguo, pero luminoso y cerca de casa de sus padres.

—El armario es muy pequeño —protestó Marisa.
—Pero mire —respondió el agente inmobiliario mientras levantaba el colchón—. Mire qué canapé más hermoso, ¿usted sabe todo lo que cabe aquí dentro?

Debajo del colchón apareció un cajón enorme, de casi medio metro de profundidad, tan espacioso como roñoso. El agente bajó el colchón y Marisa se quedó mirando aquella cama tan grande, que crecería de tamaño cuando yaciera en ella sin un cuerpo amado que la abrazara. Cómo cambia la vida en un momento.

Marisa no tenía ganas de discutir ni de seguir buscando piso, así que aceptó las condiciones y un día antes del traslado fue a adecentar el hogar. Cuando le tocó el turno de limpieza al canapé, encontró una tabla suelta en el fondo. Hay que ver qué mal trabaja la gente. La intentó colocar bien, pero no encajaba. Así que la sacó para ver si la podía recortar y encontró un doble fondo. Metió la mano para comprobar la profundidad, y no alcanzó a tocar el fondo. A falta de linterna, alumbró el agujero con su móvil y vio una escalera que no dudó en descender. ¡A ver si había alquilado un dúplex sin saberlo!

Contó unos veinte escalones y encontró una puerta entreabierta por la que asomaba un halo de luz. La abrió y encontró tres bellas mujeres que habían formado una cadena de producción casera: una sacaba billetes de 50 euros de un saco que parecía no tener fin, otra los contaba y colocaba en montones de cincuenta billetes y la otra cerraba los paquetes y los guardaba en cajas de  cartón. Aquella estancia estaba cubierta de cajas que parecían llenas de dinero.

—¿A ti también te ha dejado el marido? —preguntó la más rubia.
—Disculpad, pero… no sé qué es todo esto. ¿Quiénes sois?
—Somos las hadas cabreadas solidarizadas con las separadas. Protegemos a las mujeres a las que sus maridos han abandonado de manera cruel y les damos lo que más necesitan. Te facilitaremos un nuevo churri, pero chica, ahora mismo estás tiesa.
—No entiendo nada.
—Marisa, tú no tienes que bajar a vernos, vaya, a menos que un día necesites desahogarte y hablar, en ese caso podemos tomar un té y charlar un ratito. Cuando necesites dinero, levanta el canapé. Siempre encontrarás billetes auténticos, no falsificaciones —le dijo la más bonita de las tres.
—¿Necesitas un anticipo? —preguntó la más joven.
—Hombre… pues con 200 euros podría volver a matricular a mis hijos a natación.
—¿Doscientos? Toma quinientos y les compras bañadores nuevos, zapatillas, gorros y toallas.

Marisa tomó el dinero como si estuviera delinquiendo.

—No tengas miedo. Eso sí, para que todo vaya bien es imprescindible que cumplas dos promesas: la primera es que no debes contarle esto a nadie y la segunda es que no puedes ostentar porque nadie debe sospechar que tienes dinero.

Por la noche, en el antiguo hogar, Marisa no podía dejar de pensar en el episodio que todavía no se creía haber vivido en sus propias carnes morenas y necesitaba volver al nuevo piso para comprobar que no lo había soñado. Llegaron con todas las cajas y algunos muebles y, cuando los niños se quedaron dormidos, cerró la puerta de su habitación y levantó el colchón para ver si encontraba la tabla que no encajaba y que conducía a aquel  lugar clandestino. Para su sorpresa, encontró tres paquetes de billetes de 50€ y la tabla perfectamente encajada. Cada vez que su exmarido escabullía algún pago, aparecían billetes en el canapé.

No sabía cuánto iba a durar su suerte, lo que tenía claro es que sus pagos estaban garantizados durante unos cuantos meses.

Un día se encontró a Mari, una vecina del rellano, que le preguntó si estaban contentos en el nuevo piso.

—Es pequeño, pero estamos muy contentos —respondió Marisa.
—Me alegro. El anterior inquilino era un chico que había dejado a su mujer para irse con una pelandrusca mucho más joven que él, que resultó ser más mala que la peste. Tuvieron que irse del piso porque por lo visto, cuando se acostaban, notaban como si una fuerza extraña les clavara pinchos desde el colchón. Además, el muy sinvergüenza decía que le desaparecía el dinero.

Y entonces Marisa pensó que tenía tres amigas velando por ella. Además de confirmar lo que ya sabía: que las mejores amistades vienen de tres en tres.


lunes, 9 de noviembre de 2015


Una mala inversión

 


No podía ser. Bueno, sí podía ser, pero era poco probable. Sí, era poco probable, pero posible.

Treinta millones de euros. ¿Cuánto era aquello en pesetas? Se perdía cuando tenía que aplicar los ceros. Pero eran suyos, pensaba mientras sostenía aquel boleto sentado en el sofá.

Incrédulo, comprobaba una y otra vez su buena estrella. Sí, por una vez le había sonreído la vida.

—¿Vas a poner la mesa o no? —le gritó su esposa desde la puerta de la cocina.

Le llegó el olor a patatas fritas y huevos y dudó entre poner la mesa o salir a comprar tabaco.


Como casi todos los maridos de cierta edad, estaba harto de su mujer desde hacía muchos años, pero separarse es un lujo que pocas personas se pueden permitir, por lo que se resignó a seguir con ella. Por su parte, la esposa no estaba más satisfecha de su relación, pero no quería darle vueltas. Después de tanto tiempo de matrimonio, éste dejó de ser un sacramento para convertirse en una costumbre.

—¿Qué? ¿No vas a poner la mesa? —gritó su esposa enfurecida.

El marido apenas podía moverse. Treinta millones de euros, qué barbaridad. Aquella noche deglutió tres huevos fritos y una bandeja indecente de patatas fritas. No era un hombre refinado, así que el menú le pareció estupendo para celebrar el ascenso de clase social.

Después de ver el partido de fútbol se metió en la cama. Los nervios del partido, la cena excesiva y la emoción de saberse millonario se transformaron en embolia y murió mientras dormía. Su esposa se lo encontró sin vida la mañana siguiente, cuando se dio cuenta de que no roncaba. Le organizó los pertinentes responsos y volvió a su casa, un poco más vacía sin su marido.

Ni siquiera su pérdida hizo que recordara los buenos momentos, porque en realidad no habían existido. En el fondo, la pérdida de su esposo era una liberación. Ya no tendría que vaciar ceniceros, quitar la espuma de afeitar pegada en las baldosas del baño, aguantar sus silencios, tomar las decisiones, subir la compra, ocuparse de los pagos domésticos, trabajar como una esclava para llegar a fin de mes… Aquella manía que tenía su difunto marido de coleccionar de todo la traía de cabeza. Así que nada más llegar decidió arramblar con todo y tirar al contenedor de la basura toda aquella porquería acumulada durante tantos años. Había cajas de cerillas, billetes de metro, botellitas de licores, fascículos de enciclopedias inacabadas...

Vació la billetera, que atesoraba su DNI, 10 euros, un bonobús, la tarjeta del Carrefour y un boleto de la lotería Primitiva.

—No me extraña que no llegáramos nunca a fin de mes. No paraba de gastar dinero en loterías.

Arrugó el boleto premiado y lo tiró a la basura, junto con el resto de objetos sobrantes. Se sentó en el sofá, estiró los pies sobre la mesita, encendió la televisión y se adueñó del mando a distancia. Sería pobre, pero estaría tranquila.