domingo, 13 de enero de 2013




Estábamos mi madre y yo en un restaurante sardo en Florencia (Terra-Terra) y mi madre me dijo: «tiene que haber una heladería buena por aquí porque hay que ver la cantidad de gente que va comiendo un helado». Observé a los portadores de helados y comprobé que no eran turistas, con lo que la búsqueda del local era irremediable.

Así fue, al salir del Terra-Terra vimos la heladería, llena de oriundos. Se llamaba Grom y tenía pinta de heladería de cuando era pequeña.

Una chica encantadora nos dejó probar muchos sabores y finalmente escogimos uno de avellanas (riquísimo) y otro de crema de grom combinado con coco con chocolate. ¡Deliciosos!

Fuimos el día siguiente y en esta ocasión lo comimos de pistacho combinado con marrón glacé. Para desmayarse.

Era un día de niebla muy espesa y no había nadie más en la tienda, así que aproveché para preguntar qué significaba su slogan “il gelato comme una volta” y me dijeron que era “el helado como los de antes”. ¡Ahora lo entiendo!

Al volver empecé a investigar y me enteré de que la filosofía de Grom es utilizar la mejor y más sana materia prima para dar el mejor producto. ¡Bravo por Grom! 

Empezaron en Turín y ya están en toda Italia y en el extranjero: Malibú, New York, Osaka, París y Tokio. Ojalá vengáis pronto a Barcelona. 

sábado, 12 de enero de 2013


Restaurante Za-za

En la serie Sexo en Nueva York, la protagonista, Carrie Bradshaw dice que cuando uno se enamora siente ese inconfundible za-za-zu en la barriga. En este restaurante pasa algo parecido.

Cuando uno se sienta rendido en en Za-Za, puede leer en el mantelito: «Abbiamo i clienti più belli del mondo». Podría ser, porque un hombre muy bello nos lo ha recomendado. Tiene un puesto ambulante de souvenirs y es un encanto. Le caemos simpáticas y por ello nos recomienda un sitio donde se pueda comer bien.

El mensaje del mantelito es una manera elegante de hacernos sentir bien y de prepararnos para la extensa carta que la camarera ofrece con una abierta sonrisa. Cuando parece que hemos leído, al menos en diagonal, todos los platos, resulta que la carta sigue por detrás. Extenuadas y spoilt for choice, nos damos cuenta de que sobre la mesa hay una pizarrita llena de platos del día y giramos con miedo, por si la oferta sigue por detrás, pero no, que no cunda el pánico, son los mismos platos, en inglés.

¿Qué son las otras hojas? Una es la carta de vinos: dos caras enteras sin interlineado de vinos italianos, principalmente toscanos. Muy rico el Brunello di Montalcino. 

La otra, llena de nombres de celebrities que han pasado por allí. ¡Qué honor comer en el restaurante donde ha comido la mismísima Raffaela Carrá! ¡Fiesta, qué fantástica-fantástica es la fiesta!

Nos traen el pan. ¡NOOO! ¡Llévenselo! No puedo resistirme al pan de aceite de hacen en Italia. Su prosciutto no puede competir con nuestro Jabugo, pero al igual que la Nutella es claramente superior a la Nocilla, también lo es el pan de aceite italiano. La cestita también incluye pan de payés, sin sal, cortadito y esponjoso. Qué ricoooo…

Finalmente, escogemos nuestros platos:

Como entrante, burrata con alcachofa y prosciutto.



  
De primer plato, raviolis con crema de trufa IN ME JO RA BLES. Por la noche todavía me subía el delicioso retrogusto.




No queda espacio para un segundo plato si queremos postre, y como somos golosas, pedimos postre: panna cota.



Repetimos plan al día siguiente. Esta vez, de primero, espaguetis con gambas: riquísimos.

Luego, tiramisú… con esfuerzo, pues quedaba poco espacio.

¡Qué buena elección! Todo estaba excelente. El restaurante tiene encanto, las camareras, también. Los clientes, también. Un chico milanés que había ido a Florencia a una feria de ropa masculina y que había comido como una lima, nos invitó a un licor digestivo, ¡sin conocernos!



Hay dos Za-Za: uno es restaurante, más mono y el otro es trattoria, también con encanto. Están uno al lado del otro.

Si vais a Florencia y queréis comer bien… ¡Za-Za es vuestro sitio! (Detrás del mercado de San Lorenzo, muy cerca del Duomo). 

El fin del mundo

      Los viajes de fin de curso son una buena excusa para desencorsetar la compostura y aflojar las buenas maneras. Especialmente si se acompañan de licores. Éste fue el caso de aquellos alumnos de Bachillerato que visitaron el Baptisterio de San Juan, en Florencia, y contemplando las imágenes del Juicio Final encontraron inspiración para trazar las líneas mágicas del diseño del fin del mundo, echando mano de la creatividad y la imaginación que la adolescencia mínimamente leída lleva implícitas.
      Se pasaron el resto del día verbalizando despropósitos y, al caer la noche, los líderes de la clase se juntaron en la habitación del hotel Il Gatopardo armados hasta los dientes de limoncello y hojas y bolígrafos para profetizar aquéllos. Entre los cuatro escribieron un tratado apocalíptico digno de ser conservado y publicado, prolijo en detalles y fechas, pero entre la resaca, el descuido y las prisas lo dejaron olvidado y esparcido por la mesa y el suelo de la habitación.
     
      Flori era una boliviana que había ido a Italia a trabajar para ahorrar unos euros que le permitieran comprar una casa en condiciones en su país nativo. Pertenecía la boliviana, tal vez por una cuestión de necesidad gremial, a la Hermandad de la Hecatombe de la Iglesia Catastrófica de las Últimas Calamidades, cuya doctrina seguía con fe ciega. Su religión apostaba por una inminente discontinuación de la vida en el planeta, lo que no podían precisar era cuándo se produciría ésta. Los feligreses buscaban una pista que les condujera irrevocablemente al final de todo, al fin del mundo, pero no la hallaban.
      No obstante, cuando Flori fue a limpiar la habitación que unas horas antes había sido testigo de un derroche creativo sin igual, encontró la respuesta que buscaba. Y la respuesta no era otra que una fecha: el 2 de enero de 2013. Estaba impaciente por demostrar que había hallado el qué, el cómo y el cuándo y así se lo trasladó a los feligreses, que la creyeron a pies juntillas y se autoconvocaron el día de autos para esperar juntos el anhelado cataclismo.
      Llevaron comida, bebida y guitarras. Se iban colocando en grupos y, si bien el día empezó con cierta inquietud, a medida que iba corriendo el vino el humor iba mejorando. Los presentes se iban desinhibiendo y poco a poco fueron soltando la lengua. Al parecer, todos ellos tenían muchas cosas que decirse: me caíste mal desde el momento en que te vi, me acuesto con tu mujer, te robé dinero sin que te dieras cuenta,  no soporto tu olor, soy homosexual, he intentado envenenarte, tienes un gusto pésimo, soy ludópata, no eres gracioso, tu hijo es un maleducado, etc.
      El ambiente se fue calentando hasta que el campanile del Duomo anunció la medianoche. Entonces se hizo un silencio colectivo y esperaron atentamente el irremediable fin del  mundo… pero nada ocurrió. Recogieron las cosas y dejaron todo tal y como estaba cuando llegaron. Se despidieron avergonzados, pero educadamente hasta el siguiente encuentro.
      Flori escogió Florencia para trabajar porque la cúpula más conocida del mundo tenía su mismo nombre y estaba allí. Se fue hacia casa tarareando La più bella del mondo, y pensando en el lado oscuro de sus colegas de iglesia. De pronto, se fijó en un cartel que vio en una pared: “Club de amigos del vino de Chianti”.
      «Después de la que he liado, mejor cambio de club», pensó. 

viernes, 4 de enero de 2013


Consigna: Digresión. Se trata de una figura retórica de amplificación que tiene el efecto de romper el hilo del discurso con un cambio de tema intencionado.
Basado en hechos reales y dedicado a mi buena amiga Patri Gallart

   
Digresión en Gandesa

      Al salir del restaurante, Patri y Paula se quedaron boquiabiertas. Era sábado, cinco días después de una nevada histórica en Barcelona, y en pleno barrio de Les Corts, a las cuatro de la tarde, un ciclista paseaba por la acera de la calle Gandesa con total parsimonia. Hasta aquí, todo es normal.

      —Paula, ¿has visto a ese tío? —preguntó Patri.
      —No lo he visto, Patri, lo estoy viendo.
      —¡Pero si va en pelota picada!

      El anciano pedaleaba con ritmo sabrosón. Las dos habían oído hablar de un abuelete que circulaba en bicicleta por Barcelona desprovisto de atuendo, pero pensaban que era una leyenda urbana más y, por supuesto, veraniega. Al parecer, se trataba de un hombre que protestaba contra leyes absurdas, como la de multar a alguien por entrar en un establecimiento sin camiseta, pero no hacerlo si ese alguien paseaba desnudo por la ciudad.

      —Luego me dices que se me va la pinza cuando digo que la gente está fatal —apuntó Patri, antes de explotar en una carcajada mutua, que las hizo doblarse de risa.

      Durante la comida habían estado comentando lo difícil que se había puesto encontrar gente «normal», es decir, gente comprometida con su trabajo, preocupada por cultivarse, por crecer por dentro, por cuidar su aspecto, por conservar la unión familiar (aunque sonara pepero), con cierta conciencia social, responsable en sus decisiones y en cómo éstas afectan a su entorno... Según ellas, lo normal ya no era habitual.

      Siguieron con la vista al ciclista nudista y observaron la flaccidez de sus sexagenarios, que no sexis, glúteos. La gente se giraba a su paso y buscaba la cámara oculta.

      —Pues a mí me gusta vivir en una ciudad donde puedes ir en bolas —aseveró Paula.
      —Bueno, pues ahora no me digas que no ponga ese anuncio en Meetic.
      —Pero, ¿qué tiene que ver el abuelo majara con el anuncio que me has comentado?
      —Ay, Paula, pues es acertado: «Sujeto busca predicado para formar oraciones copulativas». De este modo garantizas que sólo los que entiendan estos conceptos responderán a mi anuncio, y te sacas de encima a toda la morralla de iletrados que no saben escribir sin faltas de ortografía.

      Se dirigieron en silencio hacia su cafetería preferida.

      —¿Qué? ¿No dices nada? —se impacientó Patri buscando la mirada de Paula, quien al cabo de unos segundos respondió:
      —Creo que tienes que dejar de ver Sálvame.

      Y ambas volvieron a llenar la calle Gandesa de risas sonoras. 

Consigna: Adínaton. Se trata de una figura retórica que se sustenta en la paradoja y la hipérbole. Es la mención de imposibles. Una exageración llevada al extremo.      


Adínaton


      Las mujeres de la isla no lo podían creer: por fin Lía estaba de parto. Desafiando las leyes de la naturaleza, había gestado a su primogénito durante exactamente once meses y seis días. El nonato no lograba encajarse en el vientre materno, a pesar de que su madre presionaba dulcemente la parte superior de la barriga para que invirtiera su posición. Todo en vano. Sus puñitos buscando un hueco por donde salir eran claramente apreciables. Hasta que finalmente logró sacar uno por el ombligo materno, seguido de un bracito rollizo. A continuación, las mujeres de Milo —que estaban estupefactas—, vieron cómo otro brazo aparecía del ombligo materno. Ambos bracitos empujaron hacia extremos opuestos abriendo el ombligo lo suficiente como para que pudiera salir la cabeza del feto. Apoyando los codos en la barriga de su madre, tomó impulso hacia arriba hasta que logró sacar el torso y, una vez logró extraer medio cuerpo, el resto fue coser y cantar.

      Cansado del esfuerzo se sentó en el vientre inmóvil de su madre y respiró hondo. Entonces, levantó su cabecita, entreabrió los ojos y miró a su alrededor. Docenas de mujeres lo observaban sin parpadear, inmóviles y atónitas a su derecha. Otras tantas a su izquierda. Siguió lentamente, con sus hinchados ojos entreabiertos, la sucesión de mujeres perláticas. Primero de derecha a izquierda y luego viceversa y, asustado, empezó a hacer pucheros. Su madre, que no profirió ni un atisbo de dolor, lo abrazó con ternura y el bebé rompió a llorar. Un llanto inocente, ensordecedor y desconsolado que se llegó a escuchar en la isla de Creta.

      Diágoras, el Ateo, esperaba el nacimiento de su hijo fuera de la estancia con el resto de hombres de la isla. El llanto aterrador del bebé no hizo necesario que nadie le comunicara el curioso alumbramiento.

      —¡Por todos los dioses! —exclamó Diágoras cuando vio a su hijo.
      —¿Pero no quedamos en que eras ateo, querido? —inquirió su parturienta esposa.
      —­Es tan grande como una oveja. Lo llamaremos Adínaton.

      A Lía le gustó el nombre. Ella también deseaba un nombre esdrújulo para su hijo. Las mujeres de la isla, impresionadas, no pudieron articular palabra durante una luna, plazo en el que los hombres fueron inmensamente felices.

      Adínaton no tenía suficiente con ser amamantado por el pecho generoso de su progenitora, sino que necesitaba dos vacas lecheras a pleno rendimiento. A los quince días le salieron los dientes y las muelas y, como lo alimentaban según demanda, comía lo mismo que sus padres, pero en más cantidad. Con dos años ayudaba a su padre en el establo y a las cinco, al salir del colegio, pasaba por el herrero, por si alguna forja se le resistía. 

      —Mamá, ¿cuándo podré lanzarme al mar desde el acantilado? ­­—preguntaba el chiquillo.
      —Cuando el volcán emane hielo —se curaba en salud su madre.

      Nadie recordaba la última vez que el volcán había tenido actividad y, en la isla de Milo, no existía miedo a que despertara desde hacía muchas generaciones. Adínaton tallaba bolas de piedra y jugaba a darles un puntapié desde el otro extremo de la isla y hacerlas entrar en el cráter. Un día, cansado de tallar, entró en el cráter para recuperar las bolas que había encajado con maestría. Descubrió superficies deslizantes que hicieron las veces de tobogán, recodos con graciosas sonoridades y piedras porosas de ligero peso.

      Aquella noche, un ruido procedente de las entrañas de la tierra y un intenso olor a azufre despertó a los habitantes de la isla. El volcán había despertado y comenzaba a emanar lava roja y amarilla, que brillaba en la negrura de la noche. Adínaton se acercó al volcán y sopló con tanta fuerza, que convirtió la lava en hielo, salvó la vida de sus paisanos y lo declararon héroe.

      Lía no quiso mirar cuando, al día siguiente, se lanzó al mar desde el acantilado.



Consigna: Contrapunto. Consiste en una técnica narrativa que presenta simultáneamente tiempos, lugar y personajes, sin prevenir al lector del cambio.     

  

El contrapunto de la berenjena


      La atroz migraña que padecía Julia por tercer día consecutivo no fue óbice para que cumpliera con sus obligaciones laborales, que consistían en colocar berenjenas aliñadas en latas de conserva en una línea de producción. Aquel día el frío era intenso en la provincia de Ciudad Real y le dolían mucho las manos. No le gustaba su empleo, pero la idea de perderlo le producía terror. Su marido, Santi, estaba deprimido desde que estaba en paro. Dormía doce horas diarias y el resto del día andaba como un alma en pena por la casa, no se miraba al espejo, no se aseaba, no hablaba con nadie y sólo la presencia de Julia lo reconfortaba.

      A Julia le atormentaba no poder celebrar el cumpleaños de su marido como otras veces, pero no podían permitirse ningún extra. A Santi le daba igual cumplir cuarenta.

      En el barrio barcelonés de Sant Gervasi, Manuel Cano contemplaba el traje que su mujer, Inma, había insistido en hacer a medida en el londinense barrio de Saint James. Para ello, habían tenido que desplazarse tres veces a la capital inglesa. Para él, era un traje más en el vestidor. Para ella, algo más para presumir. Más de trescientos conocidos habían asistido a la fiesta del setenta cumpleaños de Manuel. Demasiados, para gusto del empresario jubilado, que sólo deseaba una vida tranquila. Sentado en el sillón del vestidor, pensó que su fábrica de cacahuetes, Cacahuetes Dolores, era un negocio con éxito exponencial. Desde 1960 hasta el día de hoy el crecimiento de su empresa fue constante.

      Julia estaba a punto de acabar su jornada cuando tuvo una idea. De camino a casa, pasó por el supermercado y compró algo que sabía que iba a gustar a Santi: un paquete de cacahuetes Dolores, fritos con miel y coco.

      Cada día, Santi esperaba la llegada de Julia detrás de la ventana. Cuando la veía llegar, volvía a ser persona y acudía a abrirle la puerta. Julia le dio un abrazo, sintió que su cabeza iba a estallar pero le felicitó el cumpleaños y le mostró el paquete de cacahuetes con tanta alegría que los dos empezaron a dar brincos en el recibidor. Lo abrieron y comieron los cacahuetes abrazados en el sofá, mientras veían las noticias.

      Manuel seguía sumido en sus pensamientos cuando Luci, la mujer que se ocupaba de la limpieza y manutención de la casa de la familia Cano desde hacía más de treinta años, le interrumpió.

      —Don Manuel, tenga, cómase esto —dijo acercándole un plato con berenjenas aliñadas Herrera—. Feliz cumpleaños.
      —Ay, Luci, tú sí que me conoces. El día que me faltes, me voy a quedar más solo que la una. 

      Y allí, sentado en el sillón, solo y en silencio, se comió una lata entera de berenjenas aliñadas Herrera, su favoritas, con rabito y todo.




Argumentación


      Cuando obtuve mi primer empleo, recuerdo que un día nos reunieron a todos los empleados para comunicarnos la importancia de la sonrisa al atender el teléfono. El cliente percibe si la persona que le atiende está sonriendo. Comprobé que era cierto, incluso algunos iracundos clientes colgaban suaves como la seda al escuchar mi tono amable, aunque no les hubiera solventado su incidencia.

      Extrapolé la sonrisa a otros ámbitos profesionales, como el saludo al entrar al trabajo. El saludo-sonrisa acabó imponiéndose en la oficina y dio lugar a almuerzos más frecuentes, a risas, a confidencias ocasionales y a alguna cena que otra que redundó en eficacia por haber facilitado las relaciones interpersonales y, consecuentemente, el trabajo en equipo y los resultados. Me hicieron empleada del mes durante cuatro meses consecutivos. Publicaron mi foto… con una sonrisa.

      Pensé en qué pasaría si sonreía a mis vecinos. Temí que confundieran mi sonrisa con un deseo turgente de socializarme con ellos, que no era el caso. Así que la acompañé de una pequeña aceleración de mi paso, que no daba lugar a charlas distendidas, pero que propició una mejor relación vecinal.

      Comprobé que mi sonrisa tenía efectos terapéuticos y que generaba bienestar en personas que no esperaban una actitud amable. La gente se conmovía y me expresaba sus preocupaciones con toda confianza, luego se sentían aliviados y yo era feliz porque indirectamente estaba haciendo un servicio a la sociedad.

      Con el sexo opuesto, los efectos eran inmediatos. Los hombres se rendían ante mi amplia sonrisa y mi vida sentimental era tan intensa que empecé a confundir a los hombres con los que salía.

      En el metro, los pasajeros buscaban cruzar mi mirada con la suya para que les regalara una sonrisa. Se avisaban los unos a los otros y se me acumulaba el trabajo. Los vecinos se habían aprendido mis horarios y provocaban encuentros en los rellanos. En el trabajo, el buen clima laboral se adornó de constantes cenas y copas, que empezaban a hacer mella en mi economía. Los clientes sólo querían hablar conmigo y no podía sacar mi trabajo adelante debido a las numerosas llamadas, que colapsaban mi teléfono.

      Me dolía la mandíbula y empezaron a salirme líneas de expresión, es decir: arrugas.

      Mi sonrisa se convirtió en un arma de doble filo que ponía en riesgo mi estabilidad emocional. Ya no me apetecía sonreír. Cuando me subía al coche encontraba la excusa perfecta para desahogarme, para descargar todos los problemas de los que la gente se había encargado de hacerme depositaria. Insultaba y me invadía la agresividad. Me saltaba semáforos en rojo por el simple hecho de saltarme la norma.

      Por eso no me dio tiempo de frenar y por eso choqué con su coche. Lo siento.

      —Creo que éste va a ser el principio de una bonita amistad —respondió el contrario.


¡Mira que eres iluso!

      Los rezos de los monjes benedictinos fueron interrumpidos por los llantos desconsolados de un bebé que, abandonado en un cesto en la puerta del Monasterio de San Benito, acusaba la falta de alimento. Una vez abastecido de sustento, su sonrisa cautivó a la congregación, que lo adoptó, lo bautizaron como Gonzalo y tuvo 50 padres velando por él hasta que se fue del Monasterio al cumplir dos décadas.

      La curiosidad de Gonso, como lo llamaban cariñosamente en la orden, en ocasiones fatigaba a los monjes, por eso decidieron darle una educación bilingüe de latín y lengua romance y le enseñaron a leer y escribir a edad bien temprana con el fin de que los monjes pudieran cumplir con sus trabajos diarios y descansar de las preguntas del muchacho. Gonzalo pasaba largas horas en la biblioteca del Monasterio y engrosaba los emolumentos de la orden trabajando como amanuense traductor para los nobles de la comarca. 

      El Abad, conocedor de la existencia de la Escuela de Traductores de Toledo y de la importancia que la misma tenía para el rey Alfonso X, escribió al Monarca y le pidió que acogiera a Gonzalo para que el muchacho, fuera del Monasterio, decidiera el devenir de su vida.

      El monarca le abrió las puertas de la Escuela y le encargó la traducción del Lapidario, que consistía en un tratado médico y mágico sobre las propiedades de las piedras en relación con la astronomía. Descubrió que el cielo era infinito y de repente, cientos de mundos se habían abierto ante él y los monjes le parecían meras hormiguillas desde su nueva vida. Su carácter afable le acercó a un enjambre de abejas, un entusiasmado aglomerado de traductores de hebreo, árabe y latín que, de sol a sol, traducían textos sagrados, históricos, jurídicos, científicos, recreativos y clásicos a la lengua romance. 

      Allí conoció a Álvaro, un pájaro libre de Valladolid que había peregrinado hasta Roma. En su periplo consiguió un libro que durante mucho tiempo le había cautivado. Era un libro sin nombre, pero estaba repleto de imágenes fantásticas, de animales desconocidos formados por partes de otros animales, bestias polimorfas y fantasmagóricas, que se repetían en la iconografía románica y que tenían nombres reales: grifos, anfisbenas, centauros, unicornios, mantícoras…

      Gonzalo reconoció algunos de ellos porque Andrés, el hermano más versado en escultura del Monasterio, cada día cincelaba esas bestias en los capiteles que remataban las columnas del claustro. ¡Qué tonto había sido durante tantos años! Nunca había caído en preguntar el por qué de aquellos animales. Embelesado por aquel libro y la simbología que éste contenía, pasaba las horas libres observando los minuciosos detalles de las ilustraciones y pensando en las piedras del otro libro que estaba traduciendo. Tenía dulces sueños con arpías y sirenas.

      Una tarde de verano, estaba refrescándose en el río cuando encontró una piedra extraña. Era de superficie rugosa pero claramente tenía un relieve en forma de caracol y de serpiente. Sin duda se había encontrado con una figura de las que recogía el libro de Álvaro, aunque no logró encontrarla en éste. Sabía que le iba a dar suerte porque era una piedra mágica y la llamó Lapidigonso. La llevaba siempre encima y sus traducciones ganaron velocidad y calidad, eran prácticamente impecables. Su popularidad en la Escuela creció, pero nadie sabía que todo era fruto de su hallazgo.

      Transcurridos dos años de fortuna y éxito, fue al Monasterio a visitar a sus antiguos familiares. Buscó a Andrés y le confió el secreto de su éxito.
      —¿No lo ha visto nadie?— preguntó el monje.
      —Nadie— respondió Gonzalo sacando la piedra de su bolsillo.
      Ante el asombro del chico, Andrés soltó una carcajada que resonó en la quietud del Monasterio.
      —Hombre de Dios, ¿no ves que se trata de un fósil de un caracol y un gusano? Ay… diantre de criatura, ¡mira que eres iluso! Pensar que esta piedra era un talismán que te protegía de las fuerzas del mal…


El laberinto
(Relato ganador del primer premio de relatos en castellano en el concurso de Sant Jordi Topalekua, junio 2010)



      ‒¡Martín, Martín! Despierte, hombre. ¡Menudo susto nos ha dado! le gritó el mosso mientras intentaba reanimarlo asestándole bofetadas para reanimarlo.

      Apenas había pasado un año desde que Martín había enviudado. Había notado que le gustaba el cava, y desde entonces no concebía una ingesta sin esta bebida. Se empezó a interesar por su elaboración, por las normas que regulan su producción, por las variedades de uva que se utilizan, por la cantidad de botellas que se comercializan, por la forma óptima de consumirlo, etc. Desde que se había jubilado, éste era el único hobby de Martín: el cava.

      Un día, sus hijos le regalaron una visita guiada a una bodega de Sant Sadurní d’Anoia. Esta bodega, que pertenecía a una saga familiar desde hacía más de 400 años, ostentaba la propiedad más asombrosa del Penedès, y la visita incluía un paseo en tren por sus kilométricas cavas subterráneas. Martín nunca hubiera podido imaginar que las profundidades de Sant Sadurní pudieran cobijar aquella ingente cantidad de botellas de cava y por un momento pensó que había muerto y que estaba en el cielo. Una gruta llevaba a otra y ésta a su vez a otra, y así sucesivamente, hasta alcanzar los treinta kilómetros de cavas, todas ellas repletas de pupitres sosteniendo botellas.

      De pronto decidió que necesitaba abandonar el tren turístico y sin pensarlo dos veces, aprovechando que estaba sentado en el último asiento, dio un brinco y vio cómo el tren, lleno de visitantes, se alejaba y él permanecía en aquel laberinto de pasillos que le producía tan buenas vibraciones.

      Pasó por la cava Tokio, por la cava Nueva York, por la cava Sant Jordi, por la cava Anna, por la cava Barcelona, por la cava Londres (adornada con arcos Tudor),… todas ellas habían sido bautizadas y tenían su nombre escrito en azulejos en el inicio y el final de las mismas. Cuando se dio cuenta de que todas las cavas le parecieron iguales, entendió que se había perdido, pero confió en que antes de cerrar, un celador pasaría comprobando que no quedara nadie allí y pasaría la noche en casa.

      Respiró aquel extraño aire impregnado de humedad y vino, y siguió caminando por las grutas, cada vez peor acabadas porque por allí no llegaban los visitantes. Pasaron los minutos y las horas y Martín seguía caminando sin rumbo: aquellos pasillos tenían que tener un final, seguro. Se sentía satisfecho de su hazaña: seguro que pocos turistas habían pasado por allí. Pero conforme pasaba el tiempo, se dio cuenta de que le empezaban a doler los huesos a causa de la humedad, que ya no percibía el olor a cava al respirar y que tal vez, se había adentrado en una especie de universo de cava en el que no existía un final. La emoción se convirtió en desasosiego y consideró la remota posibilidad de no ser encontrado hasta el día siguiente.

      De pronto, se apagó la luz. Se habían acabado las visitas guiadas y Martín seguía perdido, a oscuras y encerrado. Apoyándose en los pupitres siguió caminando, aunque sin saber para qué.

      Martín cogió una botella y la estrelló en el suelo, para que el olor del vino aliviara su angustia. Pensó en sus hijos, seguro que aleccionarían cuando se volvieran a ver. Pensó en su vida, en lo aburrida que se había convertido desde que se jubiló. Tenía muchos planes cuando estaba trabajando, pero una vez en su retiro, se puso el pijama y pasaba los días enteros sentado frente al televisor. Martín pensó que si salía de aquélla, se apuntaría a bailes de salón, pintura y al taller de escritura del Centro Cívico del barrio. Pero no tuvo tiempo de hacer más propósitos, porque cayó rendido al gélido suelo de la cava, de pura debilidad y frío.

      Cuando le despertó el mosso, Martín preguntó:

      —Sáquenme de aquí, que hoy hay final de Champions.
      —¿Final de Champions?—inquirió el joven mosso—. La final fue anteayer y el Barça ganó el triplete.

      Martín llegó a casa, se puso el pijama, y se sentó en el sofá a ver la televisión.


El tesoro                                           

      El Generalísimo Franco ocupó el medieval castillo de Raimat unos días durante la Guerra Civil. Llevaba consigo un tesoro que perteneció a la regente María Cristina y que la Casa Real había denunciado en numerosas ocasiones y aquel enclave le pareció el lugar ideal para esconderlo. General y cabecillas del ejército ocuparon las habitaciones que todavía llevan sus nombres.

      La cocina del castillo, hoy en día, es un lugar mágico. Allí, Loreto y Pilar elaboran los manjares más deliciosos de la provincia y su trato es tan cariñoso que uno se siente como en casa de su tía favorita. Entre la cocina y el comedor hay un pasillo con unas placas metálicas en el suelo que invitan a los huéspedes a tropezar. Allí debajo había un pozo, en desuso desde hace décadas.

      Con cierta regularidad, un agente de la Policía Nacional se hospedaba en el castillo con motivo de una investigación que desde primeros de siglo XX llevaba a cabo ese cuerpo. Sabían que en algún lugar en los que se había atrincherado el dictador estaría escondido el tesoro y periódicamente visitaban aquellos lugares donde había pernoctado. Al agente Pérez le habían asignado esta espinosa misión y se dejaba caer por el castillo de Raimat de vez en cuando, lo cual le encantaba en lo que hacía referencia a la gastronomía allí ofrecida.

      Pérez tenía olfato, pero no tino. Por eso escogió un 20 de noviembre para pasar la noche e investigar. En el castillo había un grupo de enólogos que habían encargado una paella. Pilar las bordaba. Mientras tanto, Pérez levantaba alfombras, retiraba cuadros, cómodas, mesitas de noche, cortinas, sofás, golpeaba paredes con los nudillos para detectar dobles fondos… pero ni rastro del tesoro de los Borbón.

      Pilar había dispuesto los langostinos alrededor de la paella mientras Loreto disponía la mesa y, en un descuido, vio que algunos langostinos habían cambiado su posición y se habían alineado. Qué extraño, pensó, y los volvió a colocar en su posición inicial. Mientras se acababa de cocer el arroz, acabó de hacer las ensaladas y al mirar la paella, comprobó que, de nuevo, los langostinos se habían movido. No podía ser Loreto, estaba en el comedor, y el fuego no estaba tan fuerte como para mover tanto los bichos.

      Volvió a colocarlos, extrañada, y decidió no quitar la vista de la paella. ¡Era asombroso! Los langostinos se movían uno a uno hasta formar la palabra «pozo». En ese momento el agente Pérez tropezó con las placas metálicas que cubrían el pozo y entró en la cocina.

—¡Qué bien huele!― exclamó.
—Mejor sabrá—, respondió Pilar.

      Otra vez colocó los langostinos y presentó la paella al grupo de enólogos, que aplaudieron acaloradamente.

      El agente comió en la cocina, mientras se preguntaba dónde estaría enterrado el tesoro.

      Pilar no acaba de entender aquel episodio de los langostinos y por la mañana, cuando todos los huéspedes se habían ido, movió las placas y, ayudada por Loreto, bajó al pozo. Encontró un cofre mediano en el fondo y lo sacó de allí. Loreto y Pilar lo observaron  con cierto miedo durante un tiempo, y al final decidieron abrirlo. Estaba repleto de joyas y de monedas de oro. Era el tesoro de la regente María Cristina.

      El espíritu de Franco se retorcía en el Valle de los Caídos pensando en que un tesoro español podía quedarse en una Cataluña independiente. Y utilizó a la oscense Pilar para evitar que ello sucediera: una vez en Huesca, el tesoro estaría a salvo. Pero no contaba con que Pilar compartiría el hallazgo con Loreto, hasta decidir qué harían con él. 

Camionero de Cuenca

      El doctor Giner esperaba a un nuevo paciente a las cinco. Más de treinta años avalaban su experiencia en psicología y su reputación brillante lo había situado entre los mejores especialistas en la materia de toda la provincia. Por su consulta habían pasado asesinos, banqueros, políticos, ejecutivos, amas de casa y otros especímenes del lumpen nativo.
Pero aquel individuo de voz temblorosa le había parecido enigmático y lo esperaba inquieto. 

      Era el doctor hombre impaciente por naturaleza, un manojo de nervios. Su preocupación por sus pacientes ocupaba todo su tiempo, apenas dormía y su alimento, siempre frugal, se limitaba a unas ensaladas, algunas legumbres precocinadas y algo de fruta. Por no ensuciar ni  armar grandes desbarajustes en la cocina. Sólo fue capaz de mantener una relación de un año con una mujer, quien le intentó hacer entender en vano que el cuidado personal es importante. Podría adivinarse la fecha en que ésta lo abandonó, a juzgar por la antigüedad del atuendo. El resto de su vida, ha estado solo. En su despacho, oscuro y desnudo de libros,  únicamente un diván, una pequeña mesita con un vaso y una botella de agua y un sillón no muy grande ocupaban la estancia.

      Sonó el timbre y acudió a abrir. Percibió, por el silencio, que el paciente estaba contrariado.

      ─Adelante, Sr. Blázquez.
      ─Creo que me he equivocado de piso.
      ─¿No es Usted Ricardo Blázquez? Yo soy Gumersindo Giner, ¿viene usted a mi consulta?
      ─Sí… dijo después de un silencio.
      El doctor cerró la puerta con recelo. Con la misma rapidez que un entendido en tauromaquia hace un retrato del toro nada más salir éste del chiquero, él sabía cómo eran sus pacientes a los dos segundos de abrirles la puerta de su casa consulta. Supo al instante que su paciente era agresivo, iletrado, rudo y estaba seguro de que sería parco en palabras. Por lo que la sesión no tenía visos de ser fácil.

      ─Póngase cómodo en el diván, por favor.

      Ricardo Blázquez se levantó rápidamente del sillón donde se había postrado y se dejó caer en el diván, plenamente convencido de que el invidente doctor no se había percatado de desliz. Tan convencido como equivocado. Porque el doctor había desarrollado unas capacidades intuitivas y perceptivas más propias de un murciélago que de un humano.
Después de varias preguntas con respuestas monosilábicas, el paciente indocto y el doctor impaciente llegaron a la raíz del problema: Don Ricardo era un celoso patológico. Su oficio de camionero le obligaba a pernoctar fuera de casa algunos días de la semana, se sentía alejado al núcleo familiar, sus hijos estaban muy apegados a su esposa y él había encontrado consuelo fuera de casa. Había un camionero de Cuenca que lo tenía obsesionado. No podía dejar de enviarle mensajes y de organizar encuentros furtivos con él en moteles de carretera.  

      «La leche», pensó el doctor. «Ésta sí que no me la esperaba». Siempre se había preguntado hacia dónde miran los de Cuenca.

Ucrania es romana 


      Roma, año MMXI dC. El imperio romano está en todo su esplendor. El bronceado césar, Alessandro Gassman, todas las mañanas contempla Roma desde su balcón palatino henchido de orgullo. Ningún otro imperio ha perdurado veinticinco siglos ni ha abarcado la extensión del que él lidera. Desde Kenium hasta Laponium. No van más al norte porque se acaba el planeta. Y no van más al sur porque el calor es insufrible y tampoco hace falta abusar. Es suficiente con haber enviado un ejército de ingenieros que han instalado sistemas de conducción de agua y energías alternativas en la mitad sur de África. La población negra está abastecida y no necesitan cruzar la frontera del imperio para prosperar.

      Longitudinalmente el mundo también es de ellos. Desde Hispania hasta Niponia, cruzando Américam, se puede regresar a Hispania dentro del dominio romano. También
Lontania, una isla con graciosos marsupiales saltarines, les pertenece.

      Roma es un hormiguero de doce millones de habitantes. Las empresas de cierto peso tienen su representación en esta capital. El Foro está rodeado de rascacielos y dos de ellos se erigen orgullosos como símbolo de una potencia que no tiene enemigos. 

      El dinar es la moneda de uso común en todo el imperio. Un único sistema judicial es de aplicación en el territorio romano. Un apuesto y estiloso líder, Alessandro Gassman, garantiza el orden y el progreso. Y una única lengua, el latín, es obligatoria. Las lenguas autóctonas de los pueblos conquistados ─que no invadidos─ están autorizadas, se hablan y estudian con libertad en los territorios. No obstante, los ciudadanos deben conocer, hablar y escribir perfectamente el latín; para ello la enseñanza, gratuita en todo el imperio, es bilingüe en zonas con lengua autóctona. En general (con la excepción de Estatus Unificatus, donde muestran una constante incapacidad para declinar adecuadamente), no hay desacuerdos con respecto a la cuestión idiomática, porque siempre ha existido respeto por las costumbres de cada lugar. Los romanos no han vencido, sino convencido y no han impuesto, sino llevado la paz al mundo.

      Todos los ciudadanos tienen empleo y gozan de cien días de vacaciones, treinta de los cuales están obligados a visitar un país del imperio, con la subvención pecuniaria y logística del Imsersum, una plataforma garante del progreso. No hay progreso sin conocimiento y no existe una forma más rápida de aprender que viajando. Reciben un cántaro de vino al mes.

      El César acaba de llegar a Lutecia con motivo de la final romana de calcio, un deporte inventado en Britania que mantiene distraídos a los ciudadanos: Roma contra Barcino Nova. Los romanos salen al campo luciendo equipamiento de marca Armani, perfectamente afeitados y luciendo brillantes cabellos. Los catalanius lucen equipamiento Massimo Dutti, más modesto, algunos jugadores presumen de melenas rizadas o extraños tupés, lo que contraría al César, que en su interior desea que gane el Roma y que teme que eso no suceda. El entrenador del Barcino Nova es el hombre más carismático y envidiado del imperio y ha creado un equipo imbatible, digno de una ciudad moderna que empezó siendo una provincia de Tarraco y se ha convertido en la capital modernista del Mediterráneo, receptora de millones de turistas al año y motor económico de Hispania. La costumbre de hacer torres humanas sirve de ejemplo de hermandad, solidaridad y trabajo en equipo en todo el imperio.

      Final del partido: Roma 0 – Barcino Nova 5. El césar no oculta su decepción, pero regala su mejor sonrisa al laureado equipo. La voluptuosa mujer del César, Mónica Belucci, le regala una mirada chispeante a su amado esposo, y éste la interpreta como un preludio de una excitante noche de amor en su cámara elísea. Ella siempre sabe cómo consolarlo.

El binomio tardío



      Don Cándido Recóndito regentaba la estrambótica tienda de la esquina de la calle Arístides con la plaza Lacónica desde hacía más de cincuenta años. La inauguró el día de su trigésimo cumpleaños y ninguno de los presentes acertó a adivinar qué clase de tienda era aquélla que vendía, únicamente, objetos esdrújulos: láminas artríticas, cántaros  maquiavélicos, anémonas magnéticas, máquinas escuálidas, básculas atónitas, brújulas fantasmagóricas y toda suerte de adminículos polifacéticos. Objetos esdrújulos. 

      «Objetos, no: artículos», se defendía el joven Cándido.

      El establecimiento estaba cubierto de madera: suelo, paredes, anaqueles y mostrador. Al abrir la puerta, una campanilla daba la bienvenida y despedía al visitante. Por las tardes, un amplio ventanal que hacía las veces de escaparate llenaba de luz el establecimiento. El negocio no daba pingües beneficios, de hecho, era un tanto ruinoso. No obstante, como la trastienda era el domicilio que Don Cándido había heredado de sus padres, poco gastaba en arrendamientos y suministros, pues dos fluorescentes iluminaban el local y él personalmente se encargaba de la limpieza y mantenimiento. Y era un hombre austero. «Austero, no: místico», corregía.

      Veinte años después, allá por los años setenta, el paso del tiempo había llenado de polvo los rincones y las baldas superiores, pero el mobiliario permanecía exactamente en el lugar de origen. Acaso más deslucido. El ventanal seguía iluminando la estancia y evidenciando pequeñas moléculas flotantes así como el devenir diario de extramuros. Entrar en aquella tienda era como viajar al pasado. Los mismos clientes, que buscaban nuevos artículos como excusa para una amigable conversación con el dueño, frecuentaban el establecimiento desde su inicio. Una clientela que había ido plateando sus cabellos, en el mejor de los casos, al compás de los de Don Cándido. 

      Don Cándido agradecía la compañía, pero aun siendo solitario soñaba con un día en que aquella campanilla emitiera un tintineo de amor, preludio de una persona que llenara de luz el lúgubre local. Y que todo pareciera más brillante y esplendoroso a partir de entonces… Por si se producía el milagro aprendió de memoria incontables poesías y estaba preparado para dedicar a su amada las frases de amor más bellas de la historia de la literatura. Sumido en esa ilusión pasó, sigilosamente, medio siglo sin besos, ni abrazos, ni caricias. Sin conocer aquello sobre lo que tanto había leído: el amor.

      Aquél era su último día en la tienda y la víspera de su octogésimo cumpleaños. Apenas quedaba media docena de objetos a la venta: una cámara con trípode, un bolígrafo metálico, una estilográfica con una libélula, una espátula rústica, un termómetro esperpéntico y unos prismáticos básicos. Se vistió su mejor y único traje, el mismo que llevó el día de la inauguración. Don Cándido seguía siendo un alfeñique. Se anudó la corbata a la altura de otro nudo que anidaba en su garganta, porque esperando al amor de su vida se le había ido ésta. Y se preguntó a dónde irían aquellas bellas palabras que tenía preparadas si finalmente no encontraba a su amada.

      A las nueve en punto levantó, no sin esfuerzo, la persiana, que era el pasivo más moderno de la empresa y que había tenido que comprar para proteger el negocio de posibles vandalismos. Una inmobiliaria le había entregado una pequeña fortuna a cambio de su negocio-domicilio y podría vivir cómodamente el resto de su vida. Pero de nada servía el dinero si no podía compartirlo con una mujer especial. De pronto, la campanilla sonó y entró una dama encantada de sus sesenta y dos primaveras. Era espléndida, rolliza, morena, enérgica, con vivarachos ojos negros y labios brillantes de carmín rojo, a juego con el estampado de su vestido ajustado. Era ella.

      —Buenos días. Estaba esperando que abriera porque quiero preguntarle si tiene usted…
      —Sí. Tengo todo el tiempo para pasarlo con usted.

      Salió de detrás del mostrador, colgó un letrero en la puerta de la tienda y, una vez en la calle, ofreció su brazo a aquella dama a la que llenó de amor obsoleto e intenso todos los días de su vida. «Agradecidísimo. Cándido», rezaba el cartel.