El laberinto
(Relato ganador del primer
premio de relatos en castellano en el concurso de Sant Jordi Topalekua, junio
2010)
‒¡Martín, Martín!
Despierte, hombre. ¡Menudo susto nos ha dado!‒ le gritó el mosso
mientras intentaba reanimarlo asestándole bofetadas para reanimarlo.
Apenas había pasado un año desde que Martín había enviudado.
Había notado que le gustaba el cava, y desde entonces no concebía una ingesta
sin esta bebida. Se empezó a interesar por su elaboración, por las normas que
regulan su producción, por las variedades de uva que se utilizan, por la
cantidad de botellas que se comercializan, por la forma óptima de consumirlo,
etc. Desde que se había jubilado, éste era el único hobby de Martín: el cava.
Un día, sus hijos le regalaron una visita guiada a una bodega
de Sant Sadurní d’Anoia. Esta bodega, que pertenecía a una saga familiar desde
hacía más de 400 años, ostentaba la propiedad más asombrosa del Penedès, y la
visita incluía un paseo en tren por sus kilométricas cavas subterráneas. Martín
nunca hubiera podido imaginar que las profundidades de Sant Sadurní pudieran
cobijar aquella ingente cantidad de botellas de cava y por un momento pensó que
había muerto y que estaba en el cielo. Una gruta llevaba a otra y ésta a su vez
a otra, y así sucesivamente, hasta alcanzar los treinta kilómetros de cavas,
todas ellas repletas de pupitres sosteniendo botellas.
De pronto decidió que necesitaba abandonar el tren turístico y
sin pensarlo dos veces, aprovechando que estaba sentado en el último asiento,
dio un brinco y vio cómo el tren, lleno de visitantes, se alejaba y él
permanecía en aquel laberinto de pasillos que le producía tan buenas
vibraciones.
Pasó por la cava Tokio, por la cava Nueva York, por la cava
Sant Jordi, por la cava Anna, por la cava Barcelona, por la cava Londres (adornada
con arcos Tudor),… todas ellas habían sido bautizadas y tenían su nombre
escrito en azulejos en el inicio y el final de las mismas. Cuando se dio cuenta
de que todas las cavas le parecieron iguales, entendió que se había perdido,
pero confió en que antes de cerrar, un celador pasaría comprobando que no
quedara nadie allí y pasaría la noche en casa.
Respiró aquel extraño aire impregnado de humedad y vino, y
siguió caminando por las grutas, cada vez peor acabadas porque por allí no
llegaban los visitantes. Pasaron los minutos y las horas y Martín seguía
caminando sin rumbo: aquellos pasillos tenían que tener un final, seguro. Se
sentía satisfecho de su hazaña: seguro que pocos turistas habían pasado por
allí. Pero conforme pasaba el tiempo, se dio cuenta de que le empezaban a doler
los huesos a causa de la humedad, que ya no percibía el olor a cava al respirar
y que tal vez, se había adentrado en una especie de universo de cava en el que
no existía un final. La emoción se convirtió en desasosiego y consideró la
remota posibilidad de no ser encontrado hasta el día siguiente.
De pronto, se apagó la luz. Se habían acabado las visitas
guiadas y Martín seguía perdido, a oscuras y encerrado. Apoyándose en los
pupitres siguió caminando, aunque sin saber para qué.
Martín cogió una botella y la estrelló en el suelo, para que el
olor del vino aliviara su angustia. Pensó en sus hijos, seguro que
aleccionarían cuando se volvieran a ver. Pensó en su vida, en lo aburrida que
se había convertido desde que se jubiló. Tenía muchos planes cuando estaba
trabajando, pero una vez en su retiro, se puso el pijama y pasaba los días
enteros sentado frente al televisor. Martín pensó que si salía de aquélla, se
apuntaría a bailes de salón, pintura y al taller de escritura del Centro Cívico
del barrio. Pero no tuvo tiempo de hacer más propósitos, porque cayó rendido al
gélido suelo de la cava, de pura debilidad y frío.
Cuando le despertó el mosso, Martín preguntó:
—Sáquenme de aquí, que hoy hay final de Champions.
—¿Final de Champions?—inquirió el joven mosso—. La final fue anteayer y el Barça ganó el triplete.
Martín llegó a casa, se puso el pijama, y se sentó en el sofá a
ver la televisión.