viernes, 4 de enero de 2013


El laberinto
(Relato ganador del primer premio de relatos en castellano en el concurso de Sant Jordi Topalekua, junio 2010)



      ‒¡Martín, Martín! Despierte, hombre. ¡Menudo susto nos ha dado! le gritó el mosso mientras intentaba reanimarlo asestándole bofetadas para reanimarlo.

      Apenas había pasado un año desde que Martín había enviudado. Había notado que le gustaba el cava, y desde entonces no concebía una ingesta sin esta bebida. Se empezó a interesar por su elaboración, por las normas que regulan su producción, por las variedades de uva que se utilizan, por la cantidad de botellas que se comercializan, por la forma óptima de consumirlo, etc. Desde que se había jubilado, éste era el único hobby de Martín: el cava.

      Un día, sus hijos le regalaron una visita guiada a una bodega de Sant Sadurní d’Anoia. Esta bodega, que pertenecía a una saga familiar desde hacía más de 400 años, ostentaba la propiedad más asombrosa del Penedès, y la visita incluía un paseo en tren por sus kilométricas cavas subterráneas. Martín nunca hubiera podido imaginar que las profundidades de Sant Sadurní pudieran cobijar aquella ingente cantidad de botellas de cava y por un momento pensó que había muerto y que estaba en el cielo. Una gruta llevaba a otra y ésta a su vez a otra, y así sucesivamente, hasta alcanzar los treinta kilómetros de cavas, todas ellas repletas de pupitres sosteniendo botellas.

      De pronto decidió que necesitaba abandonar el tren turístico y sin pensarlo dos veces, aprovechando que estaba sentado en el último asiento, dio un brinco y vio cómo el tren, lleno de visitantes, se alejaba y él permanecía en aquel laberinto de pasillos que le producía tan buenas vibraciones.

      Pasó por la cava Tokio, por la cava Nueva York, por la cava Sant Jordi, por la cava Anna, por la cava Barcelona, por la cava Londres (adornada con arcos Tudor),… todas ellas habían sido bautizadas y tenían su nombre escrito en azulejos en el inicio y el final de las mismas. Cuando se dio cuenta de que todas las cavas le parecieron iguales, entendió que se había perdido, pero confió en que antes de cerrar, un celador pasaría comprobando que no quedara nadie allí y pasaría la noche en casa.

      Respiró aquel extraño aire impregnado de humedad y vino, y siguió caminando por las grutas, cada vez peor acabadas porque por allí no llegaban los visitantes. Pasaron los minutos y las horas y Martín seguía caminando sin rumbo: aquellos pasillos tenían que tener un final, seguro. Se sentía satisfecho de su hazaña: seguro que pocos turistas habían pasado por allí. Pero conforme pasaba el tiempo, se dio cuenta de que le empezaban a doler los huesos a causa de la humedad, que ya no percibía el olor a cava al respirar y que tal vez, se había adentrado en una especie de universo de cava en el que no existía un final. La emoción se convirtió en desasosiego y consideró la remota posibilidad de no ser encontrado hasta el día siguiente.

      De pronto, se apagó la luz. Se habían acabado las visitas guiadas y Martín seguía perdido, a oscuras y encerrado. Apoyándose en los pupitres siguió caminando, aunque sin saber para qué.

      Martín cogió una botella y la estrelló en el suelo, para que el olor del vino aliviara su angustia. Pensó en sus hijos, seguro que aleccionarían cuando se volvieran a ver. Pensó en su vida, en lo aburrida que se había convertido desde que se jubiló. Tenía muchos planes cuando estaba trabajando, pero una vez en su retiro, se puso el pijama y pasaba los días enteros sentado frente al televisor. Martín pensó que si salía de aquélla, se apuntaría a bailes de salón, pintura y al taller de escritura del Centro Cívico del barrio. Pero no tuvo tiempo de hacer más propósitos, porque cayó rendido al gélido suelo de la cava, de pura debilidad y frío.

      Cuando le despertó el mosso, Martín preguntó:

      —Sáquenme de aquí, que hoy hay final de Champions.
      —¿Final de Champions?—inquirió el joven mosso—. La final fue anteayer y el Barça ganó el triplete.

      Martín llegó a casa, se puso el pijama, y se sentó en el sofá a ver la televisión.

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