Chochard y
Richelieu
El camarero descorchó la botella de
Roederer Cristal delante de Yves Clochard, que había cerrado el acuerdo de su
vida con tanta astucia como cicatería. Su maletín contenía un contrato y
200.000 euros en efectivo. En el lobby
del Ritz, en la Plâce
Vendôme, el ejecutivo degustaba satisfecho y orgulloso aquel
champagne recostado en el sillón. Sus zapatos Berlutti brillaban tanto como el
aguanieve que caía en el exterior.
Copa a copa, Yves acabó la botella,
pagó la consumición, asió el maletín, salió del hotel y contempló el escaparate
de la joyería Van Cleef and Arpels. Pensó en comprar una joya a Nadine, su
siempre insatisfecha esposa, pero decidió volver con ella después de una noche
en el Ritz y que ella escogiera la joya que quisiera. A partir de aquel día,
trabajaría por placer, no por obligación. La vida en rosa era un hecho. Cruzó
el puente de la Concorde
hasta la Plâce
de la Madeleine,
y allí, en Fauchon, compró medio kilo de jamón ibérico Joselito recién cortado y
una botella de Château d’Yquem. Aquel día no se privaría de nada.
Pierre Richelieu era un vagabundo
carismático y misterioso que mendigaba y a veces cantaba baladas en el puente
de la Concorde. Conocía
y saludaba a los habituales y siempre tenía preparadas para ellos unas palabras
amables. Con su simpatía y elocuencia, se había ganado el respeto de los
vecinos e incluso de los gendarmes, para los que ocasionalmente hacía algún
«trabajillo». Se hallaba contando unos céntimos de euro cuando no pudo evitar
fijarse en unos zapatos elegantes que
pasaron por delante, sin advertir su invisible existencia. Sin duda eran
carísimos, aunque el portador adolecía de la clase necesaria para que semejante
calzado luzca adecuadamente y, sólo por curiosidad y exceso de tiempo libre,
decidió seguirle.
Esperó a que saliera de Fauchon y lo
siguió hasta Maxim’s. Yves dejó el maletín en el suelo para poder sonarse
mientras leía el menú en la puerta del restaurante y Pierre, aunque no era
ladrón, no pudo resistirse, agarró el
maletín y salió deprisa, sin correr, pero difuminándose entre una marea de
turistas y oriundos. Cuando Yves fue a coger el maletín y comprobó que éste había
desaparecido, sintió una punzada en el corazón. No era necesario buscar entre
la marabunta que concurría la rue
Royale: estaba en la ruina.
Pierre Richelieu no daba crédito a lo
que veían sus ojos y tocaban sus dedos fríos. Aquello no estaba bien, pero,
¡demonios! Ya era hora de que llegara un golpe de suerte. A groso modo calculó
que habría más de 150.000 euros y rápidamente hizo números. Necesitaba,
urgentemente, la mitad de aquel importe para adecentarse, procurarse un techo
digno a las afueras de París, sobrevivir hasta encontrar un empleo e intentar
recuperar a Nadine, la mujer a la que siempre amó. Le constaba que nunca le
había olvidado y que no lograba ser feliz con su marido triunfador. Retiró la
mitad del dinero y buscó al hombre de los Berlutti, pero sólo encontró los
zapatos, junto a la baranda del río.
Yves
Clochard, devorado por la desesperación,
se lanzó desde el puente. Una mujer fue testigo del suicidio y lanzó un grito,
que se fue alimentando de gritos de otras personas. Una lancha de la policía
logró rescatar con vida al empresario. Al llevarlo a la orilla, Pierre Richelieu
le acercó los zapatos y el maletín. Yves lo abrió y comprobó aliviado que
todavía contenía dinero y, sobre todo, el contrato.
«Pierre, no sé qué haríamos sin ti», le
dijo el gendarme.