miércoles, 13 de junio de 2018

Relato que incluya las palabras en negrita



Noche, verano, vacaciones, velada, mar, descanso, libro, niños, alegría, helado

Si por algo me gusta mi trabajo es porque con la recepcionista imaginamos historias dignas de Oscar sobre los clientes del hotel. Por ejemplo, el señor que llegó la semana pasada era el hombre más guapo que había pasado por allí. Alto, fuerte, guapo y con el pelo blanco. Seguro que tenía un trabajo exitoso y una vida perfecta con una mujer perfecta en un mundo perfecto. Pidió un Montrachet bien frío y subió a su habitación.

Vine de Cádiz hace quince años, por amor. Y así como el amor inglés no me satisfizo, sí lo hizo este país. Empecé a trabajar en un hotel muy sencillo donde limpiaba habitaciones a destajo, pero hace unos diez años que estoy en este hotel boutique, cuyas tarifas astronómicas garantizan una clientela selecta y civilizada que ensucia menos.

Soy condescendiente con los clientes que cuelgan el letrero de «no molestar» en la puerta, porque a todos se nos puede ir el santo al cielo después de una agradable velada, pero si a las tres de la tarde no han dejado la habitación, tengo la obligación de entrar. El apuesto caballero de la junior suite no había devuelto la llave, por lo que era probable que estuviera dentro. Llamé dos veces antes de entrar y, al no responderme, por un momento lo imaginé recostado, esperándome en paños menores. Me equivoqué. En su lugar hallé su maleta cerrada junto a la cama. La habitación estaba recogida. ¡Qué raro! Entré en el baño y lo que vi me dejó sin palabras durante los siguientes días.

El cuerpo sin vida del huésped más guapo que jamás había visitado el hotel estaba en la bañera, sumergido en su propia sangre. A su lado, vacíos, la botella de Montrachet, una copa y varios blisters de ansiolíticos. El rigor mortis no afeaba su cara perfecta.

Cuando llegó la policía ya me había quedado muda y perlática. El director del hotel encontró una nota del cliente dirigida al servicio de limpieza en la que me pedía disculpas por los inconvenientes, con una retórica inglesa que no por ceremoniosa me hizo recobrar la voz. Mi jefe me obligó a tomarme unos días de vacaciones en Cádiz. Y aquí vine, a pasar calor.

*

Mis hermanas y mis amigas de siempre han cumplido con su aspiración: casarse. Suele pasarme lo mismo cuando llevo unas horas aquí, que recuerdo por qué no dudé en irme a vivir a Inglaterra cuando conocí a James. Quince años después siguen quedando en la playa de la Caleta todos los días después de la siesta, lo que resumen lo mucho que ha cambiado la vida por estos lares. Como suelo venir en verano, el protocolo es: quedamos, Mari lleva la mesa y las demás una silla plegable, jugamos al cinquillo y si hace mucho calor, hacemos un corrillo en la orilla del mar, hablan de lo que han preparado para comer y despotrican de sus maridos, mientras nos refrescamos las piernas y nos comemos un helado. Y así, todos los días.

Cuando vengo a Cádiz, como mi padre me deja su coche, me gusta acercarme a Conil. La playa es ancha y los gritos de los niños se difuminan en la amplitud del paisaje. Me gusta tumbarme en la arena, sentir el sol, leer un libro y reconocer que mi tierra es preciosa, aunque ya no pertenezca a ella. Y si me asalta la morriña, con el coche me acerco a Gibraltar o a Jerez, que también tiene un cierto aire inglés.   

Pero estos días se me están haciendo extraños. No estoy, exactamente, de vacaciones y la imagen del huésped guapo muerto me atormenta a todas horas e imposibilita mi descanso. Por la noche no puedo conciliar el sueño y por las mañanas, temprano, salgo a correr como las locas, bordeando la costa de la tacita de plata. Con el cuerpo empapado en sudor, compro un cucurucho de churros para desayunar con mis padres, que me están ayudando mucho en estos momentos. Esta mañana he abierto la puerta comiéndome uno y mi madre se ha acercado a recibirme.

Un inglé pregunta por ti, Paqui.    

Y en el comedor de casa de mis padres, sentado en la mesa camilla y tomando un café, justo antes de desmayarme, me encuentro al inglés alto, fuerte, guapo y con el pelo blanco que me había encontrado pajarito en la bañera del hotel. Qué alegría. El día promete.

 

 

martes, 12 de junio de 2018

Relato en primera persona narrado por un asesino con poco aprecio por los animales



Soy una fiera

Bellania, mi tercera mujer, no paraba de darme la matraca con eso de que quería pasar una temporada en un lugar tranquilo, con menos asfalto y más silencio. Como sé que no voy a encontrar otra mujer que sea más guapa y que anteponga mi dinero a denunciar mis métodos poco éticos para ganarlo, accedí. Nos mudamos a Halton Hills, en Ontario.

Sí, sí, lo que queráis. Es un lugar muy apacible y fotogénico, pero yo soy un hombre de acción y esto de que todos los días sean iguales, todos los días se vean las mismas caras y nunca pase nada interesante a veces me supera. Cogería el rifle y me liaría a tiros con todo. Permitidme que me presente. Me llamo Ronald Trush, soy americano y republicano y mi sueño es presidir la Asociación Nacional del Rifle, aunque una pitonisa una vez me dijo que llegaría a ser presidente de los Estados Unidos.

Aquí, en Halton Hills, como Bellania me conoce y sabe que soy un hombre de acción, de vez en cuando me prepara el equipamiento para ir a cazar. Las perdices ya no tiene ningún interés para mí. Bueno, por el rollo de la puntería, pero nada más. Lo de los renos y arces está mejor, pero ahora, lo que me mola, es cazar crías de osos. Las madres se vuelven locas cuando disparo a sus crías y es un espectáculo verlas llorar. Ayer mismo vi a una madre osa jugar con su cría y disparé. ¡Qué puntería! Me cargué al pequeño oso a la primera. ¡Ríete, Clint Eastwood!

Por alguna razón, los intentos de Bellania de establecer una amistad con los vecinos, dos  escoceses que vivían en la finca de al lado, no había prosperado. A mí no me gustan los escoceses en general. ¿Qué clase de hombres llevan falda? Los mismos que cuando llegan de trabajar cuidan su jardín. Cuando desde las habitaciones de arriba veo a Bill regando, podando y aclarando las plantas se me caen los testículos al suelo. ¡Será nenaza! Lo que me costó convencerlo para que se comprara un rifle, aunque sea para defenderse si un animal entra en su casa. Si bien Bellania dice que nuestros vecinos son muy buenas personas, a mí me parecen muy raros, no han querido aceptar ninguna invitación a nuestra casa, aunque la escocesa, una tal Dorothy, se lleva aparentemente bien con mi mujer. Por lo menos ella sí que es una mujer como Dios manda, que no trabaja para poder cuidar a su hijo en condiciones.

Tienen un bebé. Por lo visto a la pelirroja le costó quedarse preñada. Ya lo digo yo, los hombres con falda no son hombres de verdad. De vez en cuando lo sacan al jardín, para que le dé el aire. Desde que aprendió a gatear me va muy bien para afinar mi puntería a través del mirador de mi rifle.  

Hoy es domingo. Bellania esta mañana se estaba arreglando para ir a misa. Los escoceses, que nunca van a la iglesia, estaban desayunando. Hacía un día precioso y el pequeño gateaba por el césped. De pronto he visto que los arbustos se movían y ellos también lo han visto, pero no se han inmutado, porque no veían lo mismo que yo desde arriba: la osa de ayer estaba entrando en casa de los vecinos. Me fui a buscar el rifle y, cuando volví a la ventana, lo que vi me dejó perplejo. La osa jugaba con el pequeño igual que ayer jugaba con su hijo. El pequeño se deslizaba por su lomo como si fuera un tobogán, mientras Dorothy apuntaba con el rifle y el niñato del marido miraba la escena atónito. Parecía que les gustaba lo que estaban viendo. ¿A qué esperaba a disparar? Sólo oía las risas del pequeño.

No dudé. Un disparo certero acabó con el juego y con la vida de la osa, que se desplomó en el jardín. El pequeño Willy, asustado por el ruido, rompió a llorar. Bill se avalanzó para coger en brazos a su hijo, Dorothy seguía sosteniendo el rifle y yo grité desde mi habitación:

¡De nada!