lunes, 16 de junio de 2014

Relato homenaje a Cortázar
El Oráculo de Delfos



Otro día igual, asqueado en el sofá, restos de pizza en la mesa auxiliar, latas de cerveza vacías acumuladas, colillas rebosando del cenicero, nada interesante en la tele ni en el WhatsApp. Se miró los pies, tenía que cortarse las uñas, pero ya encontraría un momento, al fin y al cabo con las sandalias no le molestaban. También se tenía que afeitar, no lo hacía desde el viernes y era lunes festivo por la noche. Tenía el cuerpo empapado en sudor y apestaba a sebo consolidado.
Desde que Natalia lo había abandonado, superadas las primeras semanas de euforia desaforada, Alberto era un desecho humano. Dès lors, ses échecs sont de plus en plus nombreuses. Y lo sabía, pero no lo remediaba. Todo le aburría. Tedio enfermizo que apaga la luz. Su insufrible verborrea provocaba fugas a su alrededor, se había quedado solo. Vacío masticable que se le atragantaba.
Iba a dormir cuando vio que empezaba una película: Shirley Valentine. Trataba de una señora inglesa que, aburrida de su marido, decide irse sola de vacaciones a Grecia y allí descubre que está llena de vida. Se quedó hasta el final y, ante la visión de sí mismo como un despojo vomitivo durante sus vacaciones, inspirado por el film decidió ir a una agencia de viajes. Escogió Grecia como destino. «A Santorini, a ver si pillo algo».
Apareció en Santorini con su aspecto de cuarentón perdedor dispuesto a hacer pesca de arrastre y llevarse por delante todo aquello que se dejara, pero no le fue fácil. Las italianas huían cuando veían la dejadez de su aspecto. Las españolas buscaban hombres italianos. Las inglesas no le entendían cuando hablaba. Las alemanas detectaban que les iba a costar dinero... y que a todas luces no valía lo que costaba. Y las griegas… no había griegas en Santorini.
Paseaba por  las playas volcánicas, que le parecían horribles a su mente estrecha. Iba de un extremo al otro, con un contoneo de latin lover trasnochado y un bañador ridículo que apenas cubría sus flácidos atributos. Las mujeres lo miraban, sí, pero sorprendidas de que aún quedaran ejemplares de aquella especie. Intentó iniciar alguna conversación, pero desprendía tal negatividad que las mujeres se retiraban ipso facto.
Llevaba tres días en la isla y no había sido capaz de mantener una conversación de más de veinte segundos. Un fracaso, como su vida distópica y su futuro presente. Envidiaba a las parejas que iban de luna de miel y cuando miraba la luna desde su humilde y calurosa habitación, la suya le parecía una luna de hiel. No era capaz de asumir su parte de culpa, prefería quejarse y considerar a las mujeres como seres irracionales e inferiores: había aprendido a hacer de la necesidad, virtud.
Una tarde se sentó en la terraza Edelweiss y pidió un café frappé. A su lado vio una mujer que le recordó a Shirley Valentine. Estaba sola y se la veía encantada de su soledad. Por el tono de su piel se adivinaba que llevaba varios días de vacaciones. Alberto se acercó y le preguntó si podía sentarse con ella. Ella accedió con reticencia. Era española.
—Curioso país éste de Grecia. Cuando estamos en España nos parece que está al borde del abismo, y uno llega y se encuentra un paraíso. —La mujer asintió por compromiso y Alberto siguió hablando con los ojos cerrados, para escucharse mejor—. Oh, Oráculo de Delfos, tríglifos, naves que llevan a la eternidad, Parnaso, coloso de Rodas, She loves you yeah, yeah, yeah. La luz de sombra quema el templo de Zeus y un crujido de historia abre una grieta en la playa. Escala de Richter a punto de hervir. Frisos de retsina, suave brisa —entreabrió un ojo para cerciorarse de que no estaba solo y encontró la silla vacía.
«¿Qué les pasa a las tías? No están preparadas para conversaciones de nivel», pensó. «Ya sé lo que pasa. El amor ya no quiere ser amor. Por eso ha adoptado forma de smart phone».


Aquella era la puesta de sol más bonita que había visto… y tragó la saliva amarga de la soledad. Todavía no había encontrado un momento para cortarse las uñas de los pies. 

viernes, 6 de junio de 2014

Descripción de personajes mediante pequeños gestos 



¡Bingo!

Alexia encontró un trabajo cuando faltaban dos semanas para agotar su prestación de desempleo. Había estudiado Ciencias Exactas por devoción y Psicología por afición. Gracias a la primera de sus carreras consiguió un empleo cantando números en un bingo.
En el fondo le resultaba humillante el puesto, el proceso de selección y tener que hacer público que las horas de estudio y su experiencia laboral le habían hecho merecedora de un trabajo de esa guisa, pero no podía arriesgarse a quedarse sin ingresos. El encargado del bingo, Alfonso Castro, no pudo encontrar una fisura en su currículum por más que lo releía mientras éste temblaba en sus manos nerviosas y tapaba una pequeña parte de su enorme estómago. Sus gafas pequeñas se aguantaban en la punta de su nariz y sobre ellas unos ojos inseguros y lascivos intentaban fijar la vista en los de Alexia, pero inevitablemente descendían al escote. Aunque era consciente de que la candidata estaba sobrecualificada, decidió contratarla y, una vez firmado el contrato, le pidió que procurara llevar escotes tan pronunciados como el de aquel día. Alexia supo que trabajar allí iba a ser un error, pero a lo hecho, pecho. Empezó a trabajar el día siguiente.
Alfonso Castro la observaba con un codo apoyado en la barra. Sostenía en la mano un vaso de tubo con bourbon Four Roses que agitaba de forma mecánica haciendo chocar los cubitos de hielo. Daba sorbos largos sin quitar la vista de Alexia y se secaba los labios con la mano. Su mirada era viciosa. Seguro que se mataba a revistas porno en la soledad de su casa. Llevaba camisas de manga corta con los botones de arriba desabrochados y mostraba pecho peludo y cadena de oro.
Cuando llevaba una semana trabajando empezó a identificar a los clientes habituales. Como Andrés Corominas, un sesentón que iba al bingo ataviado en sus mejores galas, generalmente trajes claros con americana cruzada. Solía beber coñac del bueno y también quedarse hasta que cerraban el local. Si había algo que estaba claro era lo mucho que le desagradaba Alfonso Castro, y ello le garantizó cierta simpatía por parte de Alexia. En ocasiones se quedaba inmóvil, con la mirada perdida en algún tiempo pasado tal vez, y jugaba a incrustar el cartón del bingo entre la uña y la carne de su dedo pulgar. La soledad le había abocado a un mundo disoluto de juego, alcohol y esporádicos amores meretricios del que sólo podría salir si encontraba un amor verdadero, pero buscar un amor no estaba en sus planes, y era una lástima porque de estarlo no pasaría las noches sin levantar la vista de los cartones y se daría cuenta de la presencia de Carmen. Mucha fachada, pero su timidez lo había devorado y lo estaba reduciendo a la mínima expresión.
Carmen Merino era una cincuentona gruesa y peluda. Su pelo recio, negro y abundante era lo que más destacaba de su fisonomía. Debió ser una mujer de bandera unas décadas atrás, porque quien tuvo, retuvo y su empaque era de categoría. Le sobraba maquillaje y vestía con un estilo tan extremado que a veces rayaba en la chabacanería. Se perfumaba en exceso, pero era evidente que era una mujer limpia como los chorros del oro. Bebía vino tinto. El de la casa, mismo. Y si la copa dejaba un cerco de agua en la mesa, lo secaba con una servilleta. Trabajaba haciendo limpiezas domésticas y su acento era murciano. No se sabía su estado civil, pero por la avidez con la que miraba a los clientes, estaba claro que necesitaba compañía. Procuraba dar la espalda a Alonso Castro y evitar a toda costa cualquier tipo de contacto con él, incluso el visual.
 Alexia empezó a aburrirse en el trabajo. Cantar números se le hacía matemáticamente insufrible y aguantar las indirectas y las miradas de Alfonso Castro, así como esquivar su mano atrevida después de unas copas era muy duro de llevar. Aquel jueves su objetivo era sentar a Andrés Corominas y Carmen Merino en la misma mesa y dejar que Cupido hiciera el resto. Los jueves solían llenar el bingo y aquel no fue una excepción. Cuando llegó Carmen no cabía un alfiler y Alexia llamó a una camarera y le pidió que juntara a los clientes de la mesa de Andrés para que cupiera la murciana con semblante depredador, pero más mansa que una paloma. Así lo hizo y, aquel día, Andrés y Carmen salieron del brazo después de haber cantado dos líneas y un bingo, y nunca más aparecieron por allí.

Todavía quedaba el asunto Alfonso, que se agravaba por momentos. Alexia conocía este perfil de psicópatas, y sabía que en cualquier momento se le insinuaría y no aceptaría un no por respuesta, por ello siempre llevaba el móvil en el bolsillo y grababa las pocas conversaciones que cruzaba con él. Hasta que sucedió. Por suerte, Alexia grabó la propuesta de él y la negativa de ella y lo denunció. Por lo visto atesoraba un extenso historial de denuncias. Alexia ganó el juicio y su abogado la contrató a tiempo parcial, lo que le permitió acabar la tesis doctoral. La experiencia binguera le había dado mucho material para completarla. 

miércoles, 4 de junio de 2014

Relato basado en una máquina de escribir





Tardes de Olivetti

 

Algunas tardes mi madre me llevaba a la fábrica de mi padre y me sentaban en el despacho, junto a Aurora, la secretaria que se encargaba de todo. Yo balanceaba las piernas mientras la observaba trabajar y la miraba con admiración. Aunque apenas llegaba a los veinte años, me parecía mayor. Solía llevar blusas abrochadas hasta el cuello, faldas por debajo de las rodillas, zapatos de tacón y la manicura perfecta. Me podía pasar horas mirando cómo tecleaba la Olivetti con aquellos dedos delgados y, si se le atascaban las barras de tipo, entonces las desagrupaba con sus dedos delicados en un gesto femenino y elegante.

Cuando mis padres iban juntos a inspeccionar la zona de producción, Aurora y yo nos quedábamos solas en el despacho y me preguntaba las tablas de multiplicar, los ríos de España y a qué especie pertenecían los animales que elegía al azar. Si contestaba bien, que era casi siempre, me premiaba con un caramelo y, lo mejor: tecleaba siguiendo el ritmo de una canción cuyo título tenía que adivinar. ¡Así me podía pasar horas!

Los chasquidos de aquella máquina de escribir eran mágicos, pues llegaban a hipnotizarme casi tanto como la destreza de Aurora. ¡Y qué decir de la campanilla al final de línea!

―Deberían inventar máquinas de escribir que tuvieran memoria, porque ésta ha vivido toda la de esta empresa. Nunca te deshagas de ella ―me dijo un día mientras me dejaba teclear sentada sobre su falda.  

Nunca lo hice. La Olivetti está en el altillo, envuelta y metida en una caja. Aurora no vivió para ver que se inventaron «las máquinas de escribir con memoria», memoria frágil, pues me han fallado dos discos duros y voy por mi tercer ordenador. No podría vivir sin él… pero si tuviera que dejar un mensaje a alguien a mis biznietos,  utilizaría la Olivetti que ve pasar el tiempo desde el altillo y no ha fallado jamás.