sábado, 12 de enero de 2013


El fin del mundo

      Los viajes de fin de curso son una buena excusa para desencorsetar la compostura y aflojar las buenas maneras. Especialmente si se acompañan de licores. Éste fue el caso de aquellos alumnos de Bachillerato que visitaron el Baptisterio de San Juan, en Florencia, y contemplando las imágenes del Juicio Final encontraron inspiración para trazar las líneas mágicas del diseño del fin del mundo, echando mano de la creatividad y la imaginación que la adolescencia mínimamente leída lleva implícitas.
      Se pasaron el resto del día verbalizando despropósitos y, al caer la noche, los líderes de la clase se juntaron en la habitación del hotel Il Gatopardo armados hasta los dientes de limoncello y hojas y bolígrafos para profetizar aquéllos. Entre los cuatro escribieron un tratado apocalíptico digno de ser conservado y publicado, prolijo en detalles y fechas, pero entre la resaca, el descuido y las prisas lo dejaron olvidado y esparcido por la mesa y el suelo de la habitación.
     
      Flori era una boliviana que había ido a Italia a trabajar para ahorrar unos euros que le permitieran comprar una casa en condiciones en su país nativo. Pertenecía la boliviana, tal vez por una cuestión de necesidad gremial, a la Hermandad de la Hecatombe de la Iglesia Catastrófica de las Últimas Calamidades, cuya doctrina seguía con fe ciega. Su religión apostaba por una inminente discontinuación de la vida en el planeta, lo que no podían precisar era cuándo se produciría ésta. Los feligreses buscaban una pista que les condujera irrevocablemente al final de todo, al fin del mundo, pero no la hallaban.
      No obstante, cuando Flori fue a limpiar la habitación que unas horas antes había sido testigo de un derroche creativo sin igual, encontró la respuesta que buscaba. Y la respuesta no era otra que una fecha: el 2 de enero de 2013. Estaba impaciente por demostrar que había hallado el qué, el cómo y el cuándo y así se lo trasladó a los feligreses, que la creyeron a pies juntillas y se autoconvocaron el día de autos para esperar juntos el anhelado cataclismo.
      Llevaron comida, bebida y guitarras. Se iban colocando en grupos y, si bien el día empezó con cierta inquietud, a medida que iba corriendo el vino el humor iba mejorando. Los presentes se iban desinhibiendo y poco a poco fueron soltando la lengua. Al parecer, todos ellos tenían muchas cosas que decirse: me caíste mal desde el momento en que te vi, me acuesto con tu mujer, te robé dinero sin que te dieras cuenta,  no soporto tu olor, soy homosexual, he intentado envenenarte, tienes un gusto pésimo, soy ludópata, no eres gracioso, tu hijo es un maleducado, etc.
      El ambiente se fue calentando hasta que el campanile del Duomo anunció la medianoche. Entonces se hizo un silencio colectivo y esperaron atentamente el irremediable fin del  mundo… pero nada ocurrió. Recogieron las cosas y dejaron todo tal y como estaba cuando llegaron. Se despidieron avergonzados, pero educadamente hasta el siguiente encuentro.
      Flori escogió Florencia para trabajar porque la cúpula más conocida del mundo tenía su mismo nombre y estaba allí. Se fue hacia casa tarareando La più bella del mondo, y pensando en el lado oscuro de sus colegas de iglesia. De pronto, se fijó en un cartel que vio en una pared: “Club de amigos del vino de Chianti”.
      «Después de la que he liado, mejor cambio de club», pensó. 

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