El fin del mundo
Los viajes de fin de curso son una buena excusa para desencorsetar
la compostura y aflojar las buenas maneras. Especialmente si se acompañan de
licores. Éste fue el caso de aquellos alumnos de Bachillerato que visitaron el
Baptisterio de San Juan, en Florencia, y contemplando las imágenes del Juicio
Final encontraron inspiración para trazar las líneas mágicas del diseño del fin
del mundo, echando mano de la creatividad y la imaginación que la adolescencia mínimamente
leída lleva implícitas.
Se pasaron el resto del día verbalizando despropósitos y, al caer
la noche, los líderes de la clase se juntaron en la habitación del hotel Il
Gatopardo armados hasta los dientes de limoncello
y hojas y bolígrafos para profetizar aquéllos. Entre los cuatro escribieron un
tratado apocalíptico digno de ser conservado y publicado, prolijo en detalles y
fechas, pero entre la resaca, el descuido y las prisas lo dejaron olvidado y
esparcido por la mesa y el suelo de la habitación.
Flori era una boliviana que había ido a Italia a trabajar para
ahorrar unos euros que le permitieran comprar una casa en condiciones en su
país nativo. Pertenecía la boliviana, tal vez por una cuestión de necesidad
gremial, a la Hermandad
de la Hecatombe
de la Iglesia
Catastrófica de las Últimas Calamidades, cuya doctrina seguía
con fe ciega. Su religión apostaba por una inminente discontinuación de la vida
en el planeta, lo que no podían precisar era cuándo se produciría ésta. Los
feligreses buscaban una pista que les condujera irrevocablemente al final de
todo, al fin del mundo, pero no la hallaban.
No obstante, cuando Flori fue a limpiar la habitación que unas
horas antes había sido testigo de un derroche creativo sin igual, encontró la
respuesta que buscaba. Y la respuesta no era otra que una fecha: el 2 de enero
de 2013. Estaba impaciente por demostrar que había hallado el qué, el cómo y el
cuándo y así se lo trasladó a los feligreses, que la creyeron a pies juntillas
y se autoconvocaron el día de autos para esperar juntos el anhelado cataclismo.
Llevaron comida, bebida y guitarras. Se iban colocando en
grupos y, si bien el día empezó con cierta inquietud, a medida que iba
corriendo el vino el humor iba mejorando. Los presentes se iban desinhibiendo y
poco a poco fueron soltando la lengua. Al parecer, todos ellos tenían muchas
cosas que decirse: me caíste mal desde el momento en que te vi, me acuesto con
tu mujer, te robé dinero sin que te dieras cuenta, no soporto tu olor, soy homosexual, he
intentado envenenarte, tienes un gusto pésimo, soy ludópata, no eres gracioso,
tu hijo es un maleducado, etc.
El ambiente se fue calentando hasta que el campanile del Duomo
anunció la medianoche. Entonces se hizo un silencio colectivo y esperaron
atentamente el irremediable fin del
mundo… pero nada ocurrió. Recogieron las cosas y dejaron todo tal y como
estaba cuando llegaron. Se despidieron avergonzados, pero educadamente hasta el
siguiente encuentro.
Flori escogió Florencia para trabajar porque la cúpula más
conocida del mundo tenía su mismo nombre y estaba allí. Se fue hacia casa
tarareando La più bella del mondo, y
pensando en el lado oscuro de sus colegas de iglesia. De pronto, se fijó en un
cartel que vio en una pared: “Club de amigos del vino de Chianti”.
«Después de la que he liado, mejor cambio de club», pensó.
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