miércoles, 11 de diciembre de 2013

 

El Santero de San Saturio
 
La mañana acarició gélida las mejillas de Neftalí Alvargonzález. En la austeridad de su celda, reconoció aquel helor que le despertó con los claros del día. Abrió tímidamente el postigo de la ventana y, en efecto: había llegado el invierno. Una luz blanquecina e intensa llenó la humilde estancia y Neftalí contempló enmudecido la belleza del paisaje.

Un manto denso y níveo había cubierto en silencio el monte de Santa Ana y tapaba los tejados de Soria. A juzgar por el peso que sostenían los esqueletos de los chopos llevaba varias horas nevando y los copos, majestuosos en su tamaño y macizos en su morfología, se iban posando mansamente unos sobre otros, como preparando un lecho de ángeles para los que seguían descendiendo. El río Duero, que se había vestido de gris para recibir las nieves, parecía de acero bruñido. Sin duda, la primera nevada del año, aunque añadía complejidad a la labor del santero, era un acontecimiento esperado.

Don Neftalí desayunó frugalmente sin dejar de contemplar desde el ventanuco el idílico escenario con el que Dios le había obsequiado aquella mañana y llevó a cabo sus precarias abluciones. Abandonó la ermita y hundió sus pasos en el medio metro de alfombra blanca que le llevaría a Soria, y en la que sus pasos firmes irían dejando pequeñas máculas en forma de trazado hacia la ciudad que aquel día, después de meses, se veía más pequeña. Al adentrarse tan sólo encontró jovencitos que jugaban con la nieve de camino a la escuela, y alguna que otra figura que se desplazaba con torpeza, probablemente eran criadas y barrenderos, porque los funcionarios todavía estaban retenidos por el calor de las mantas.

—Don Neftalí, pase y tómese un café con leche y unos roscos —vociferó Claudio desde la taberna de Garrín, acompañado de una cuadrilla de agentes de la Benemérita que frotaban sus manos para entrar en calor.  

El santero gustaba de mezclarse con el pueblo, acostumbrado como estaba a su vida de ermitaño. Conocía bien a todas las familias y las necesidades posbélicas que la guerra despiadada había dejado. Sabía bien que el duque de Saavedra no podía pagar la luz de su caserón y que su alacena solía estar baldía casi de manera consuetudinaria; que si Don Hipólito de Fuentemayor quería echarse algo a la boca, tenía que robar un pastelillo del aparador de la confitería Herrero cada vez que entraba a saludar al laborioso pastelero; sabía que, tanto ellos como muchos otros, se escabullían en su presencia para evitar la vergüenza de admitir que no podían dar dinero para el santo. Don Neftalí, que era pobre hasta para pedir, se conformaba con unas perras gordas que, sobre todo, le procuraban las criadas en un acto desesperado de fe. Aquel día regresó con la faltriquera ligera, pero llevaba el entusiasmo impregnando su espíritu y no le importó.

De regreso a la ermita, la nieve interrumpió su caída pertinaz, el sol cegaba y los barrenderos habían devuelto a la ciudad una cierta normalidad y también habían profanado el impoluto paisaje. Los vecinos retiraban la nieve, sucia y pisoteada, delante de sus casas. «¡Qué lástima!», pensó el santero. Pero pronto llegó a San Pedro, y justo después, al soto, venturosamente nevado todavía, y deshizo el camino sobre sus pasos por Santa Ana, para dejar el paisaje que había estrenado hacía unas horas lo más nítido posible. Al llegar al portalón de la ermita, se secó las lágrimas que el viento helado había posado en sus ojos y contempló, en todo su esplendor, aquel maravilloso milagro de la naturaleza. El Duero había recobrado su color azul, pero Nefalí sabía que pronto caería otra nevada, y esta vez sería de antología.

 

 

sábado, 17 de agosto de 2013

Roda el món i torna al Born (II)

Vamos a la calle Montcada, que en su día fue una calle señorial como hoy lo es el Paseo de Gracia. En ella se habían construido varios palacios, uno de ellos hoy alberga el Museo Picasso. 

 

Todos tenían una estructura muy similar: entrada con porticón y patio para los caballos y escalera ancha para subir a las viviendas. Existían unas ventanas con celosías que servían para cotillear a los vecinos. Eran muy frecuentes en Barcelona, hasta que se prohibieron porque desde una de ellas se cotilleaba la zona de aseo de unas monjas.



En la calle dels Mirallers nació Pi i Margall. Hijo de sastres, entró en un seminario para poder estudiar. Luego estudió en la Universidad y llegó a Presidente de la Primera República durante un mes. Durante ese mes quiso abolir la esclavitud y que los niños trabajaran. Con semejantes proyectos no duró más de cuarenta días.



En el Born es frecuente ver esquinas a las que les han quitado un trozo, para que los coches de caballos pudieran girar sin inconvenientes.



El edificio que alberga el restaurante Sagardi está claramente abombado.  Fue el único que aparentemente sobrevivió a los continuos terremotos del año 1428.



Llegamos a Santa María del Mar, construida en el siglo XIV, durante 52 años, con piedras de Montjuich, traídas por  bastaixos, que tienen un homenaje en la puerta principal de la Basílica.



  

  


Pertenece al gótico catalán, sobrio, con líneas horizontales, pilares poco ornamentados y su construcción se sufragó, principalmente, con las aportaciones de los vecinos del barrio de la Ribera (onerosas o laboriosas).

Frente a Santa Maria del Mar, detrás del bar La vinya del Senyor, está la calle más corta de Barcelona: carrer Anisadeta, que toma el nombre de un licor elaborado con anís que bebían los marineros.



Poco a poco los balcones se van embelleciendo.



En el Pla del Palau estaba la sede del palacio real, que se incendió. Este palacio tenía un pasillo que comunicaba directamente con Santa María del Mar. En los soportales de enfrente, una familia de indianos construyó su vivienda. Actualmente está el restaurante Set portes y numerosos bazares.





También hay farolas diseñadas por Gaudí, en un lamentable estado.


En el Fossar de las Moreres yacen los restos de los que murieron defendiendo el asedio de Barcelona por parte del rey Felipe V. Este espacio pertenecía a Bernat Marcús y la iglesia le pidió que lo donara para enterrar a las personas que iban muriendo mientras se construía la iglesia. Benat Marcús dijo que lo veía innecesario y que sólo si moría una persona durante los siguientes 15 días cedería el terreno. Transcurrido el tiempo, y no habiendo fallecido ningún constructor, Bernat Marcús fue a hablar con el párroco, pero al pasar por debajo de una morera, de dio un infarto y falleció.


El Paseo del Born era el lugar donde se celebraban las justas, también el mercado (hasta que se construyó el Mercado Central, y también tenían lugar teatros y festejos varios.










Actualmente llaman la atención dos bancos: uno tiene unas bombas, como recuerdo al asedio de Barcelona el 11 de septiembre de 1714. El otro un cofre gigante. Cada gremio tenía un cofre como éste, en él se guardaban documentos, dinero, era como la memoria de cada gremio. Lamentablemente, ninguna placa explica la importancia de estos cofres.


El actual teatro de La Seca era la fábrica donde se acuñaban las monedas, tenían sistemas sofisticados para evitar falsificaciones.







Roda el món i torna al Born (I)

Nuestro guía preferido, Mariano, nos lleva al Born a explicarnos leyendas, Historia,  rincones mágicos y curiosidades de este lugar tan especial que, como el ave fénix, ha resurgido de sus propias cenizas.

El punto de encuentro es la plaza de l’Àngel, que recibe su nombre por una leyenda.



Antiguamente, donde hoy está ubicada la iglesia de Santa María del Mar estaba la iglesia de las Arenas, que recibía ese nombre porque la arena de la playa llegaba, más o menos, a esa altura. Jaume I el Conqueridor amplió las murallas de Barcelona, pues la Barcelona romana se había quedado muy pequeña. Entonces se construyó el Born. La parte antigua se había convertido en una parte pasiva de la ciudad, más burocrática y funcionaria, mientras que el Born se convertía en zona emergente donde se asentaban gremios y talleres. Barcelona exportaba trigo y la actual plaza de l’Àngel se llamaba la Plaza del Trigo y era más grande que la actual, porque la Via Laietana no existía. En la iglesia de Santa María del Mar estaban los restos de Santa Eulalia y entonces, un día, se trasladaron a la Catedral. Fue un acontecimiento muy sonado, vino el rey y numerosos obispos. Los restos de la copatrona mártir estaban siendo trasladados hacia la Catedral cuando, de pronto, al pasar por la plaza del Trigo la caja empezó a pesar mucho y los mismos portadores que la llevaban no podían con el peso. Extrañados, intentaron levantar la caja varias veces, pero era como si una fuerza sobrenatural la empujara hacia el suelo. Entonces se apareció el arcángel San Gabriel y apuntó con el dedo a un obispo. Éste, avergonzado, reconoció haber robado un dedo del pie a Santa Eulalia, lo devolvió y desde entonces la copatrona descansa en la Catedral de Barcelona. Como recuerdo de esta leyenda, en la Plaça de l’Àngel hay una estatua de Santa Eulàlia apuntando con un dedo.

Empezamos la ruta en la calle Argentería, que antiguamente se llamaba la Calle del Mar, porque llegaba hasta allí. Giramos a la izquierda y encontramos una carassa. Quedan muy pocas y allí donde están situadas, en su día hubo un prostíbulo. En épocas en que el analfabetismo proliferaba era absurdo poner rótulos y los prostíbulos se anunciaban con carassas, que no siempre tenían la cara de una mujer, podían ser de hombre, también.




Las prostitutas estaban protegidas por la Iglesia y trabajaban todos los días del año excepto el día de Corpus Christi. Ese día se recogían en un convento situado detrás del Hospital de la Santa Creu, donde acababan sus días al hacerse mayores.

Nos dirigimos hacia la Placeta d’en Marcús. Bernat Marcús fue uno de los primeros especuladores de la historia de Barcelona. Conocedor de los planes de expansión de la ciudad, en el siglo XII compró terrenos y quiso construir una capilla, un cementerio que no se llegó a construir porque habría quedado dentro de la ciudad y un hospital, que sobrevivió con donativos y se acabó fusionando en el siglo XIII con el Hospital de Sant Pau i la Santa Creu. La capilla se permitió construir, se llama “Capilla d’en Marcús o de la Mare de Déu de la Guia, pero nunca se utilizó como tal. 

 


Es de origen románico y se utilizó durante siglos como oficina de correos por toda Europa y allí estaban los libros que eran los registros de todos los envíos que se habían hecho desde allí. Estos libros se salvaron del incendio que asoló Barcelona en 1824, pero no sobrevivieron al incendio que sufrió esta iglesia durante la Guerra Civil,  a pesar de que multitud de vecinos se atrincheraron para evitar que se quemara.

En toda esta zona se empezaron a construir edificios de viviendas de varios pisos, por primera vez. Y estos pisos, por primera vez, tienen varias dependencias: habitaciones, cocina… Hasta entonces las viviendas tenían un solo espacio. Los pisos más bajos son más caros y tienen ventanas más grandes. Cuanto más arriba, más baratos porque había que subir más escaleras.



También se aprovechan arcos para ganar espacio en las viviendas.




En la calle Assaonadors, flanqueada por una estatua de Sant Miquel, patrón de los comerciantes, se edificaron los dos primeros hostales de Barcelona. Uno, el de la Bona Sort, sigue en pie, pero como restaurante que mantiene la estructura original. Se puede entrar y ver dónde se dejaban los caballos y un patio al que daban las habitaciones. Otro hotel que ya no existe pero estaba en la misma calle tenía una entrada que se tenía que bajar unos escalones. De ahí la palabra fonda, utilizada en todos los países de habla hispana. 


  

jueves, 18 de julio de 2013


El vino en la Edad Media

 






La Edad Media es el período comprendido desde la caída del Imperio Romano y reinados de los pueblos germánicos (S. VIII-IX) hasta el Renacimiento (S. XV).

Si bien durante la antigüedad el vino vivió su primera gran expansión, durante la Edad Media el vino padeció un severo retroceso debido al avance del Islam y al retraso cultural de los invasores germánicos.
 
La sociedad civil se volvió muy rural (se estima que un 80% de la población no se alejaba nunca más de 15 kilómetros del lugar donde había nacido), muy inculta (salvo la clerecía) y las condiciones de vida eran tan inhumanas (hambre, suciedad, epidemias, guerras…) que redujeron la esperanza de vida a apenas treinta años. El vino era considerado alimento por dos motivos, principalmente: por el aporte energético que suponía para soportar los duros trabajos rurales y porque era peligroso beber agua debido a la dificultad que suponía encontrar agua no contaminada o agua potable en aquellos parajes donde no habían existido asentamientos romanos.


El sistema socio-político de la Edad Media era el feudalismo, que consistía en el sometimiento de los campesinos a un señor feudal terrateniente, a su vez vasallo del rey. Este señor feudal les ofrecía protección ante las agresiones y saqueos y gozaba de derechos muy abusivos sobre los campesinos.  

Ante esta dramática situación económico-política, el cristianismo se erigió como magnífico remedio para el desconsuelo del hombre, además de convertirse en elemento unificador contra el Islam y salvador del vino.

 


El cultivo de uva, tan arraigado durante la antigüedad, entró en decadencia hasta ser, prácticamente, abandonado. Sin embargo, el vino ostentaba un papel fundamental en la liturgia cristiana y por lo tanto, el cultivo de uva se hizo imprescindible. Así como hasta entonces las vides se plantaban en el litoral marítimo, a partir de la Edad Media el cultivo se concentró en gran parte en los alrededores de los conventos y monasterios donde monjes cistercienses (como los de Poblet), cartujos (como los de Scala Dei) benedictinos o templarios se vieron en la necesidad de seleccionar nuevas variedades más resistentes y aplicar revolucionarias técnicas de cultivo que garantizaran la supervivencia de las cepas en los parajes aislados y generalmente altos donde estaban ubicados los cenobios. Los monjes medievales empezaron a clarificar los vinos con clara de huevo, como seguimos haciendo mil años después, y con las yemas preparaban dulces, como siguen haciendo mil años después. Estas técnicas de enología y de viticultura sirvieron de base para la elaboración de vino en los siguientes siglos.   

Como la mayor parte de los monasterios se hallaban en rutas de peregrinos (La Rioja y Ribera del Duero se encuentran en el camino de Santiago), estas rutas se convirtieron en un centro de inagotable intercambio cultural. Peregrinos de toda Europa compartían conocimientos y experiencias para mejorar las prácticas enológicas y los cultivos, el movimiento de variedades de distintas regiones (por ejemplo, el Pinot Noir de Poblet es originario de Borgoña, al igual que la orden cisterciense); la mezcla de estas variedades, es decir, cupadas, para conseguir que un vino pudiera ser más agradable e incluso métodos para conservar mejor los vinos, pues éstos eran muy diferentes a los actuales: tenían menos graduación alcohólica, eran un poco dulces y a veces conservaban el gas carbónico inicial. Se empezaron a utilizar barricas de madera en lugar de ánforas, pero aún no habían alcanzado técnicas fiables de conservación de vinos, pues existen numerosas crónicas que narran cómo evitar que se avinagren los vinos, lo que hace pensar que su almacenamiento no era perfecto. Estos vinos solían  aguantar unos meses y cuando empezaban a deteriorarse, se añadía aguardiente o bien agua o zumos de fruta. ¿Significa eso que tal vez en la Edad Media ya existía la sangría? ¡Tal vez!  

Los saqueos a conventos y monasterios eran muy frecuentes, por ello construyeron sótanos para salvaguardar el vino y los alimentos a una temperatura fresquita y así se crearon las primeras bodegas.

 


El Islam habría podido constituir un claro obstáculo para el desarrollo del vino, por la prohibición de consumir bebidas alcohólicas por parte del Corán. Sin embargo, la religión musulmana en la Edad Media era más tolerante con el vino que los regímenes integristas actuales. Incluso en aquella época los musulmanes no bebían vino, sino que lo gozaban. El médico iraní Avicena escribió: “El vino es amigo del sabio y enemigo del borracho”. Sin duda, Avicena era el precursor de la actual consigna europea “El vino sólo se disfruta con moderación”.  

Si os ha gustado el espinoso paso del vino por la Edad Media, pronto llegará el apasionante Renacimiento.

 

El vino durante el Imperio Romano

In vino, veritas.

Si bien los egipcios dejaron evidencia de la importancia del consumo de vino y los griegos fueron los primeros grandes impulsores de la cultura vinícola, los romanos, con su característica capacidad de organización, tomaron el relevo a los griegos,  que reservaban el consumo de vino para las clases más favorecidas, y lo «democratizaron», es decir: desde el esclavo al cónsul, pasando por el campesino y el patricio, hombres mujeres e incluso niños, todos ellos consumían medio litro diario de vino como necesidad vital.

De todos modos, el vino acompañaba las celebraciones y beber un buen vino de calidad, envejecido y procedente de una región con vinos de prestigio era señal de riqueza, status y buen gusto.

La democratización del vino supuso una expansión sin precedentes de la viticultura y la producción por todo el territorio del imperio, para asegurar un suministro adecuado a soldados y colonos romanos. Prueba de ello es la ingente cantidad de vasijas, jarros, ánforas y copas que se conservan en todos los museos de arte romano.

Pompeya se convirtió en una de las mejores zonas vitivinícolas del mundo romano y la principal suministradora de vino para la ciudad de Roma. No obstante, la erupción del Vesubio en el año 79 d.C. supuso la destrucción de todos los viñedos y de las bodegas que almacenaban vinos del año anterior.

El vino de otras zonas sufrió un significativo aumento de precio y únicamente estaba al alcance de los romanos más adinerados. Esta escasez de vino provocó el pánico y se apresuraron a plantar viñedos en zonas cercanas a la ciudad a costa, incluso, de arrancar campos de cereal para plantar viñas. Se recuperó el suministro de vino, pero la falta de cereal contribuyó a una escasez de comida entre la poblada Roma.  El emperador Domiciano promulgó un edicto mediante el cual prohibía la plantación de nuevos viñedos y ordenaba arrancar la mitad de los de las provincias, edicto que fue desoído en gran medida aunque estuvo en vigor durante 188 años.

Algunos vinos romanos tenían una extraordinaria capacidad de duración, lo que indica que estaban bien elaborados. De todos modos, algunos textos citan que se cometieron errores, como la concentración del mosto para endulzar el vino, hirviéndolo en recipientes de plomo que producían intoxicaciones, cegueras, cólicos e incluso la muerte, achacadas a malas cosechas. Aun así, los romanos conocían, diferenciaban y apreciaban los distintos tipos de vino del imperio y bebían abundantes cantidades en las bacanales, que recibían este nombre en honor al dios Baco. Los antiguos romanos y griegos, acudían a las fiestas y banquetes con una corona de perejil, porque creían que esta planta absorbía los vapores etílicos y evitaba las borracheras.

Usos medicinales:

Según los romanos, el vino podía curar la mente de la depresión, la pérdida de memoria y el duelo, así como al cuerpo de problemas digestivos, urinarios, halitosis, mordeduras de serpiente, tenias y vértigo. El médico grecorromano Galeno curaba las heridas de los gladiadores con vino que utilizaba como antiséptico. También lo usaba como analgésico en cirugía.

También se utilizaba el uso para emborrachar a los acusados en los juicios, bajo la premisa «in vino, veritas» (en el vino está la verdad), porque sabían que una persona embriagada dice la verdad.

Podríamos escribir libros y libros sobre la cultura del vino durante el imperio romano, pero por ahora os facilitamos un breve resumen. Próximamente hablaremos del vino durante la apasionante Edad Media.

 

 

 

Simposios, literatura, Dionisio… en la antigua Grecia el vino se convierte en arte

En la edición anterior constatamos la importancia que tuvo el cultivo y consumo de vino en el Egipto faraónico.  Posteriormente, en Babilonia, se promulgaron las primeras leyes que regulaban la elaboración y venta de vino, dado que éste formaba parte de los alimentos esenciales de su dieta y era necesario asegurar su calidad y perfecto estado. Estas leyes se incluyeron en el célebre código de Hammurabi, que reinó en la época de máximo esplendor del imperio.

A pesar de que el vino era un alimento fundamental de la dieta en el mundo antiguo, fueron los griegos los primeros impulsores extendiendo su cultura y cultivo por su vasto imperio. El vino se introdujo en Grecia alrededor del año 4000 aC. Fueron pioneros en nuevos métodos de viticultura y elaboración de vino, como el estudio de los suelos de los viñedos, la elección de la variedad más adecuada a éstos, la práctica del emparrado, la creación de las denominaciones de origen, el control de los rendimientos para la mejor concentración de sabores y calidad y la cocción del mosto para aportar dulzor. A medida que las ciudades-estado griegas fundaban colonias por todo el Mediterráneo, los colonos llevaban vides consigo para su consumo y para crear oportunidades comerciales en las ciudades-estado más cercanas. El vino desempeñó papeles religiosos, sociales y medicinales irreversiblemente importantísimos.

Incluso las monedas griegas de épocas clásicas a menudo se acuñaban con imágenes de uvas, vides y copas de vino. Tucídides, Teofrasto, Hipócrates, Aristóteles y Homero entre otros muchos escritores, médicos y filósofos mencionaron el vino en sus obras literarias.

Los arqueólogos han desenterrado millones de ánforas y se ha estimado que los griegos enviaban casi 10 millones de litros de vino a la Galia (Francia) cada año a través de Massalia (Marsella). Los vinos griegos solían tener un año de vida, pues la oxidación era un defecto frecuente. No obstante, los vinos bien conservados eran muy apreciados. Solían diluir el vino con agua como un rasgo de comportamiento civilizado. Por el contrario, beberlo sin diluir era considerado «de bárbaros». Si bien eran conscientes de las bondades medicinales del vino (los médicos lo prescribían como analgésicos, diuréticos, tónicos y digestivos), también eran plenamente conscientes de los efectos negativos que tenía un consumo no moderado para la salud. Se consideraba consumo moderado a tres cuencos por persona. La botella de 75cl actual contiene, aproximadamente, tres vasos para dos personas.

Otro aspecto fundamental de la relación de los griegos con el vino es la relación mística de éste con el culto a Dionisio. A lo largo de todo el año se celebraban fiestas en honor a este dios, aunque sin duda, las más conocidas fueron las bacanales. Múltiples imágenes de estas festividades están pintadas en cientos de objetos de barro, mármol y metal. Un testamento evidente de la influencia de Dionisio en la vida diaria de los griegos es el teatro que lleva su nombre y está situado al pie del Partenón. 

Las ánforas eran recipientes de cerámica que permitían ser cerradas al vacío. Tenían dos asas que servían para especificar la procedencia del vino y el nombre del elaborador. También llevaban una inscripción con la añada. Los griegos pensaban que podían «mejorar» el vino añadiendo aditivos como resina, hierbas aromáticas, especias, agua marina, salmuera, aceite e, incluso, perfume.  

Los simposios

Aunque ahora son conocidos como reuniones profesionales, antiguamente eran banquetes con motivo de fiestas familiares, de la ciudad o cualquier acontecimiento digno de celebrarse como éxitos en concursos literarios o atléticos, o bien la llegada o partida de un amigo.

Platón, Plutarco y Ateneo hablan de los simposios en sus obras.

En realidad, la palabra simposio, etimológicamente, significa «reunión de bebedores». Estos encuentros tenían dos partes: en la primera se saciaba el hambre con comida y un poco de vino y en la segunda, se procedía a la ingestión de bebidas, principalmente vino, con un poco de comida. Durante esta parte se celebraban conversaciones, adivinanzas, audiciones musicales, espectáculos de danza, etc. La lira circulaba entre los invitados, que podían recitar versos sosteniendo una rama de mirto o de laurel.

A menudo, los simposios acababan en medio de la embriaguez y algunas pinturas de algunos vasos muestran a mujeres que sostienen y llevan con dificultad a sus casas a los bebedores en estado lamentable.

El declive

A pesar de que la Grecia antigua fue un referente en lo que respecta a los vinos, el declive del cultivo de vida se inició hacia el final del imperio bizantino y las viñas fueron prácticamente erradicadas durante el imperio otomano, bajo cuyo imperio los griegos estuvieron cinco siglos, durante los cuales limitaron el cultivo de vid a las inmediaciones de los monasterios.

¡No te pierdas lo que pasará durante el Imperio Romano!

La historia del vino. Prehistoria y Egipto

 

Cuando nos servimos una copa de vino, pocas veces pensamos en el largo recorrido que ha tenido que atravesar hasta llegar a nuestros días. Miles de años de historia se esconden en la esencia de esta bebida tan asociada a alegría y fiesta, incluso escogida por Jesús y la Iglesia católica para simbolizar la sangre de Cristo.

 

Prehistoria

 

El homo sapiens, que ya era sedentario, custodiaba ganado para no tener que ir a cazarlo y conservaba alimentos en vasijas de barro. Según los datos arqueológicos, la cepa, el género Vitis, coexistió con el homo sapiens, por lo que no resulta descabellado pensar que uno de los alimentos almacenados en estas vasijas eran las uvas y que, además, se guardaban en cuevas frías y húmedas. Inevitablemente las uvas acabarían aplastadas, estrujadas y su mosto, fermentado.  

El cultivo rudimentario de la vid comenzó hace unos siete mil años, nada más, en las estribaciones del Cáucaso. De allí se extendió hacia el sur, hacia las llanuras de Mesopotamia, y posteriormente al este hasta India y China. Pero no fue hasta alcanzar las costas del Mediterráneo cuando encontró su «tierra prometida».  

Si bien las civilizaciones antiguas más destacadas en nuestros tiempos son las de Egipto, Grecia y Roma, a lo largo de los seis mil años anteriores a nuestra Era se desarrollaron una serie de pueblos y de civilizaciones que marcaron definitivamente el devenir de la humanidad, como las de Mesopotamia, Creta-Micenas, Fenicia, Babilonia, Asiria, Persia, Bizancio, los pueblos germánicos, el Imperio Carolingio, etc. Prácticamente todas ellas bebían vino y conocían a fondo su proceso de elaboración y sus secretos de conservación. De hecho, el vino constituía, entonces y miles de años después, uno de los alimentos básicos de la población. Tenía propiedades medicinales y era parte de la cultura de los pueblos.

 

Egipto.

 

En Egipto se hallaron papiros que mostraban diversos tipos de uva, como la kankomet, que proporcionaba un vino excepcional destinado únicamente al faraón o a determinados rituales de gran relevancia, aunque no elaboraban únicamente vino a partir de la uva, sino también de las granadas, los higos y los dátiles (hoy en día aún se elabora vino de dátil, pero no se consume hasta que se destila en un licor llamado aragi). Llegaron a distinguir seis tipos diferentes de vino: blanco, negro, rojo y del norte, y éste podría ser Mareótico, Sebenítico y Teniótico.  

De hecho, el jeroglífico común para jardín, vino y vid está presente en numerosas tumbas, así como el sofisticado proceso de elaboración, consistente en el prensado de las uvas gracias un andamiaje, cuerdas y una tela. Este sistema se siguió utilizando hasta el siglo XIX. El mosto se colocaba en vasijas destapadas y se dejaba fermentar naturalmente gracias a las levaduras presentes en las pieles de la uva. Una vez fermentado, el vino se trasegaba a otras vasijas o bien se sellaban las primeras con un tapón agujereado que permitiera que los gases de la segunda fermentación se escaparan. Una vez completada la segunda fermentación, las vasijas se tapaban y se «etiquetaban», es decir, se hacía constar quién era el dueño del viñedo, dónde estaba éste situado, la calidad del vino y su fecha de elaboración, dato especialmente relevante puesto que estos vinos debían consumirse en su primer año de vida, antes de avinagrarse. Era conocido también que las mejores cosechas provenían del delta del Nilo y de los oasis más occidentales del país. El aprecio de los egipcios por las cualidades del vino, entre las que se atribuían ciertas «propiedades mágicas», se piensa que obedecía al hecho de que el Nilo toma un color vinoso durante el ciclo anual de las inundaciones. 

El consumo de vino en banquetes era frecuente y abundante, y considerado una bebida digna de las clases sociales más altas, pues las inferiores bebían cerveza y la leche estaba destinada, únicamente, para los niños y, según cuentan, para los baños de Cleopatra. No estaba mal visto que las mujeres también lo consumieran y existen dibujos y escritos que relatan las consecuencias del consumo inmoderado de esta bebida, que pocos siglos después tendría asignado un Dios.
 
Un antiguo proverbio egipcio reza : «En el agua puedes ver reflejada tu cara, pero en el vino siempre aparece tu mejor cualidad».

 
 


 

 

 

 

 

domingo, 14 de julio de 2013

El capotico de San Fermín


Para quien nunca las haya vivido, las fiestas de San Fermín pueden parecer un caos, una salvajada, un descontrol, un cúmulo de visitantes de todo tipo de pelaje fuera de los parámetros del buen gusto y del buen comportamiento. Un desmadre (palabra sin traducción, pues etimológicamente significa hacer aquello que no harías delante de tu madre, comportamiento tan arraigado en España y en Italia, países claramente católicos y matriarcales). Unas fiestas que huelen a sudor, a orín, a vómito, a cerveza.

De las premisas anteriores, sólo la última es cierta. Pero San Fermín es básicamente: comida, bebida, toros, música y amistad. Aunque también es risa, abrazo, camaradería, baile y una lista interminable de parabienes. El asistente acude con ganas de pasarlo bien y no le cuesta impregnarse de un espíritu epicúreo y zambullirse en un micromundo absolutamente sin prejuicios.  

Los Sanfermines son la única fiesta mundialmente conocida en la que todos los participantes (consuetudinarios, casuales o causales) participan por igual. Allí conviven todas las nacionalidades, edades y clases sociales en ejemplar armonía, entre música incesante y uniformidad de atuendo.

Las fiestas transcurren durante las veinticuatro horas de ocho días y, si fuéramos capaces de mantenernos despiertos durante ese lapso, tampoco daríamos abasto con todas las actividades que el Ayuntamiento pone a nuestra disposición y que el público protagoniza. Uno no puede parar de divertirse desde el momento en que pone el pie en la ciudad. Sí, las autoridades competentes elaboran un extenso programa de fiestas, que está muy bien, pero lo que realmente embauca y seduce es la amabilidad extrema de los navarros, el buen humor de las multitudinarias multitudes y, sorprendentemente, el orden y concierto del devenir diario.

Decir que las actividades arrancan el día con el encierro no es ceñirse a la verdad, porque a las ocho de la mañana hay dos tipos de despiertos: los todavía y los ya. Por tanto, es relativo tomar el encierro como referencia de principio de jornada festiva. Haciendo la cuenta atrás, dos horas antes del encierro el paseante de las calles del centro de Pamplona debe lidiar, en tarea hercúlea, con toda suerte de anfractuosidades del terreno: vasos de plástico, botellas de vidrio, cartones de vino de tetrabrik amontonados y dispersos por las calles, alfombras de chapapote de indefinida naturaleza y jóvenes en coma etílico (o, simplemente, tomándose un descanso, pues la fatiga a esas horas empieza a pesar). Una hora antes del chupinazo, la brigada de limpieza ha despojado a la ciudad de residuos y ofrece una Pamplona fresca para el disfrute de oriundos y visitantes ataviados de blanco de apariencia inmaculada.

Entre siete y ocho de la mañana el recorrido del encierro es inspeccionado en diversas ocasiones por las autoridades (en ocasiones con pitadas de los vecinos del lugar) para evitar irregularidades que puedan poner en riesgo la vida de los corredores. Los pastores, esos sherpas navarros vestidos de verde, hacen el paseíllo desde la plaza de toros hasta la Cuesta de Santo Domingo, arropados por los aplausos agradecidos de los espectadores asomados en los balcones. La tarea de los pastores es de incalculable valor.


Los encierros, universalmente conocidos gracias a la pluma de Ernest Hemingway, son adrenalina pura. Sólo quien los ha corrido puede expresar lo que se siente. Correr entre seis toros de seiscientos kilos y seis mansos de unos cuantos más, no es baladí. Es en estos escasos tres minutos cuando el capotico de San Fermín despliega su inmenso poder. Si millones de personas de todo el mundo los ven por televisión, será porque algo tendrán. El encierro es el corazón de la fiesta, que late al compás de los pasos de los corredores y las bestias. Sin entrar en polémicas ni políticas y desde el respeto a todas las opiniones, hablar de maltrato animal en los encierros, simplemente, no procede. Cuesta creer que un animal sufre mientras no es torturado, puesto que correr no es, ni por asomo, someter al toro a ninguna tortura. Los toros de lidia, que son los únicos animales que matan a los humanos por el placer de matar, porque son herbívoros, a diferencia de todos los demás que lo hacen para alimentarse, no sufren mientras corren. Sin el toro, esta fiesta no tendría razón de ser.

A las nueve y media en punto una comparsa de gigantes, cabezudos y kilikis desfilan por el centro. Los kilikis, personajes entrañables que sólo salen del Ayuntamiento para la festividad de San Fermín, golpean a los niños con una bola de espuma. Y las caras de los niños, que reflejan absoluta admiración hacia estos personajes, iluminan la plaza Consistorial.

 El Kiliki Caravinagre

A partir de este momento las peñas impregnan de música la ciudad, comparten mantel en las calles y se encargan de garantizar que, en un mundo dominado por la dictadura de las tecnologías, la desvergüenza de la oligarquía financiera y una profunda crisis de valores, la tradición se impone con amplio margen. La honestidad del taxista, el detalle de la joven camarera, la sonrisa del paseante y la voluntad del pamplonés para orientar al visitante despistado, invitan a pensar que aún quedan lugares sin contaminar.







Por las tardes las peñas desfilan hacia la plaza de toros, en orden y, nunca mejor dicho, concierto, pues llenan de música y de humor el recorrido del encierro. Van provistas de garrafas de calimocho, ollas con albóndigas con sepia o carnes guisadas, cubos de hielo con bebidas y toda la infraestructura necesaria para alimentarse de lo lindo mientras se lidia la faena en el ruedo. Por buena faena que haga el torero, el verdadero espectáculo tiene lugar en los tendidos. Cuando las peñas salen de la plaza, la ciudad lleva la fiesta a su punto de ebullición. Decenas de vendedores ambulantes subsaharianos salen en tropel ofreciendo artículos inverosímiles y luminosos que la concurrencia compra como parte de la diversión y sin el más mínimo sentimiento de vergüenza.










No todo es beber y bailar. La procesión del santo patrón el día 7 de julio es algo serio y puede ser algo largo, porque los costaleros deben hacer una parada cuando una persona le dedica una jota desde un balcón, algo que ocurre con frecuencia. También hay ofrendas florales al Santo y misas diarias. En la iglesia y fuera, lo que más abunda son los cánticos. Al fin y al cabo ¿no decía Santo Tomás de Aquino que cantar era como rezar dos veces?





La intensidad del tiempo transcurrido en Pamplona durante los Sanfermines puede llevarnos a dudar de si realmente estuvimos allí o fue simplemente un sueño. Realidad o sueño pueden coexistir, por qué no, y dejar que la memoria abra paso a paraísos infinitos. Y también, cómo no, a que el destino nos vuelva a llevar a Pamplona para vivir la fiesta, de nuevo, como ejercicio catártico o tal vez espiritual. A San Fermín pedimos…