Construcción de un personaje a partir de una imagen: Yo soy el personaje femenino de este cuadro, que es la amante del mafioso a su lado.
Brenda
Está saliendo el sol
tímidamente y eso significa que se acaba mi noche de amor. Detesto este momento:
cuando estamos en silencio, tomando un café que nos permitirá mantenernos
mínimamente despiertos durante la primera parte del día. El café del Phillies
es terrible: aguachirle y achicoria recalentados.
Es un líquido repugnante
con el insoportable poder de matar el sabor de los besos de Walter. Besos con
sabor a whisky y a tabaco, a sudor y
a colonia, a clandestinidad y deseo irrefrenable. Y mientras doy sorbos a este
mejunje insufrible me deprime la sensación de soledad que flota en la cafetería
y empapa a los allí presentes, en riguroso silencio. El camarero disimula, pero
sabe que Walter y yo hemos pasado la noche juntos y envidia a Walter tanto como
me desprecia a mí. Se imagina que soy prostituta o bien una fresca, y a veces
me pregunto si no seré lo segundo, pero el amor que siento por este hombre va
más allá de las palabras y del decoro. Le miro de reojo y ya no tiene ojos para
mí después de estar toda la noche juntos y rompería a llorar si no fuera porque
deseo mostrarle mi cara más jovial, para que desee volver a mí en su próximo
viaje a Los Ángeles. Bajo el ala de su sombrero gris observa al individuo que,
taciturno, sorbe este brebaje infame, absorto en su propia vida. Está sentado sobre un taburete, como
nosotros, pero en ese lado de la barra el resto de taburetes están ocupados por
la despiadada soledad que se ha apoderado de nosotros.
Una radio que vivió
tiempos mejores emite noticias luctuosas, pero al camarero, que según muestra
un bordado en su bata se llama Ray, ese malogrado aparato le proporciona una
compañía que en realidad es un falso consuelo, pero él no se imagina una noche
sin radio, sin música. Y probablemente prefiera escuchar las voces del
transistor que los vómitos en forma de palabras arrojados por los clientes que
deambulan por las noches en las solitarias calles de aquel barrio tan poco
madrugador.
Los minutos pasan muy
despacio en la cafetería y el cliente solitario me lanza una mirada esquiva
desde la sombra que proyecta sobre su cara el ala de su sombrero y que impide
ver su fisonomía con claridad. Sé que también ha deducido que soy la amante de
Walter y… ¿qué más quisiera yo que ser su esposa? Pero ella lo espera en
Chicago y probablemente esta noche duerman juntos y tal vez nunca sospeche que
existo, que soy un cuerpo discreto del que su marido disfruta. Y luego, como siempre,
estaré sola y odiaré este momento que estoy viviendo ahora, el de la soledad de
cuatro cuerpos silentes cuando está a punto de rayar el día.
Walter paga los cafés y
nos despedimos con un beso fugaz en la calle desierta y luego lanza una mirada
lasciva a mi escote, donde ha anidado hasta hace unos minutos. Veo como su
silueta va empequeñeciéndose al compás de sus pasos hasta que se difumina en la
calle y mis ojos se llenan de lágrimas porque sé que nunca podré alejarme de
él. Tomo el camino hacia el trabajo, pero como es tan temprano, cambio el
recorrido, evitando a toda costa que la repetición de gestos cotidianos
disuelva la atmósfera de excepción que ahora siento.
La húmeda brisa de la
mañana augura un día bochornoso, pero no logra desviar la plenitud de mis
sentimientos. Llego al trabajo y aunque todo está como siempre, las mentiras de
Walter se despliegan ante mi tormento: «Pronto estaremos juntos», «Es a ti a
quien realmente quiero». Y mi angustia se transforma en desazón, y así, desazón
y angustia se alternan durante el transcurso del húmedo y tedioso día de
verano.
Lo único que deseo es
desnudarme y deslizarme por las sábanas donde, tal vez, quede algo de Walter.
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