miércoles, 15 de mayo de 2013

Construcción de un personaje a partir de una imagen: Yo soy el personaje femenino de este cuadro, que es la amante del mafioso a su lado. 

Brenda                                                                                      

Está saliendo el sol tímidamente y eso significa que se acaba mi noche de amor. Detesto este momento: cuando estamos en silencio, tomando un café que nos permitirá mantenernos mínimamente despiertos durante la primera parte del día. El café del Phillies es terrible: aguachirle y achicoria recalentados.
Es un líquido repugnante con el insoportable poder de matar el sabor de los besos de Walter. Besos con sabor a whisky y a tabaco, a sudor y a colonia, a clandestinidad y deseo irrefrenable. Y mientras doy sorbos a este mejunje insufrible me deprime la sensación de soledad que flota en la cafetería y empapa a los allí presentes, en riguroso silencio. El camarero disimula, pero sabe que Walter y yo hemos pasado la noche juntos y envidia a Walter tanto como me desprecia a mí. Se imagina que soy prostituta o bien una fresca, y a veces me pregunto si no seré lo segundo, pero el amor que siento por este hombre va más allá de las palabras y del decoro. Le miro de reojo y ya no tiene ojos para mí después de estar toda la noche juntos y rompería a llorar si no fuera porque deseo mostrarle mi cara más jovial, para que desee volver a mí en su próximo viaje a Los Ángeles. Bajo el ala de su sombrero gris observa al individuo que, taciturno, sorbe este brebaje infame, absorto en su propia vida.  Está sentado sobre un taburete, como nosotros, pero en ese lado de la barra el resto de taburetes están ocupados por la despiadada soledad que se ha apoderado de nosotros.
Una radio que vivió tiempos mejores emite noticias luctuosas, pero al camarero, que según muestra un bordado en su bata se llama Ray, ese malogrado aparato le proporciona una compañía que en realidad es un falso consuelo, pero él no se imagina una noche sin radio, sin música. Y probablemente prefiera escuchar las voces del transistor que los vómitos en forma de palabras arrojados por los clientes que deambulan por las noches en las solitarias calles de aquel barrio tan poco madrugador.
Los minutos pasan muy despacio en la cafetería y el cliente solitario me lanza una mirada esquiva desde la sombra que proyecta sobre su cara el ala de su sombrero y que impide ver su fisonomía con claridad. Sé que también ha deducido que soy la amante de Walter y… ¿qué más quisiera yo que ser su esposa? Pero ella lo espera en Chicago y probablemente esta noche duerman juntos y tal vez nunca sospeche que existo, que soy un cuerpo discreto del que su marido disfruta. Y luego, como siempre, estaré sola y odiaré este momento que estoy viviendo ahora, el de la soledad de cuatro cuerpos silentes cuando está a punto de rayar el día.
Walter paga los cafés y nos despedimos con un beso fugaz en la calle desierta y luego lanza una mirada lasciva a mi escote, donde ha anidado hasta hace unos minutos. Veo como su silueta va empequeñeciéndose al compás de sus pasos hasta que se difumina en la calle y mis ojos se llenan de lágrimas porque sé que nunca podré alejarme de él. Tomo el camino hacia el trabajo, pero como es tan temprano, cambio el recorrido, evitando a toda costa que la repetición de gestos cotidianos disuelva la atmósfera de excepción que ahora siento.
La húmeda brisa de la mañana augura un día bochornoso, pero no logra desviar la plenitud de mis sentimientos. Llego al trabajo y aunque todo está como siempre, las mentiras de Walter se despliegan ante mi tormento: «Pronto estaremos juntos», «Es a ti a quien realmente quiero». Y mi angustia se transforma en desazón, y así, desazón y angustia se alternan durante el transcurso del húmedo y tedioso día de verano.
Lo único que deseo es desnudarme y deslizarme por las sábanas donde, tal vez, quede algo de Walter. 

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