El capotico de San Fermín
Para quien nunca las haya vivido,
las fiestas de San Fermín pueden parecer un caos, una salvajada, un descontrol, un cúmulo de
visitantes de todo tipo de pelaje fuera de los parámetros del buen gusto y del
buen comportamiento. Un desmadre
(palabra sin traducción, pues etimológicamente significa hacer aquello que no
harías delante de tu madre, comportamiento tan arraigado en España y en Italia,
países claramente católicos y matriarcales). Unas fiestas que huelen a sudor, a
orín, a vómito, a cerveza.
De las premisas anteriores, sólo
la última es cierta. Pero San Fermín es básicamente: comida, bebida, toros,
música y amistad. Aunque también es risa, abrazo, camaradería, baile y una
lista interminable de parabienes. El asistente acude con ganas de pasarlo bien y
no le cuesta impregnarse de un espíritu epicúreo y zambullirse en un micromundo
absolutamente sin prejuicios.
Los Sanfermines son la única fiesta mundialmente conocida en la que
todos los participantes (consuetudinarios, casuales o causales) participan por
igual. Allí conviven todas las nacionalidades, edades y clases sociales en ejemplar
armonía, entre música incesante y uniformidad de atuendo.
Las fiestas transcurren durante
las veinticuatro horas de ocho días y, si fuéramos capaces de mantenernos
despiertos durante ese lapso, tampoco daríamos abasto con todas las actividades
que el Ayuntamiento pone a nuestra disposición y que el público protagoniza.
Uno no puede parar de divertirse desde el momento en que pone el pie en la
ciudad. Sí, las autoridades competentes elaboran un extenso programa de
fiestas, que está muy bien, pero lo que realmente embauca y seduce es la
amabilidad extrema de los navarros, el buen humor de las multitudinarias multitudes y, sorprendentemente, el orden y concierto
del devenir diario.
Decir que las actividades arrancan
el día con el encierro no es ceñirse a la verdad, porque a las ocho de la
mañana hay dos tipos de despiertos: los todavía y los ya. Por tanto, es
relativo tomar el encierro como referencia de principio de jornada festiva.
Haciendo la cuenta atrás, dos horas antes del encierro el paseante de las
calles del centro de Pamplona debe lidiar, en tarea hercúlea, con toda suerte
de anfractuosidades del terreno: vasos de plástico, botellas de vidrio, cartones
de vino de tetrabrik amontonados y dispersos por las calles, alfombras de
chapapote de indefinida naturaleza y jóvenes en coma etílico (o, simplemente,
tomándose un descanso, pues la fatiga a esas horas empieza a pesar). Una hora
antes del chupinazo, la brigada de limpieza ha despojado a la ciudad de
residuos y ofrece una Pamplona fresca para el disfrute de oriundos y visitantes
ataviados de blanco de apariencia inmaculada.
Entre siete y ocho de la mañana el
recorrido del encierro es inspeccionado en diversas ocasiones por las
autoridades (en ocasiones con pitadas de los vecinos del lugar) para
evitar irregularidades que puedan poner en riesgo la vida de los corredores.
Los pastores, esos sherpas navarros
vestidos de verde, hacen el paseíllo desde la plaza de toros hasta la Cuesta de
Santo Domingo, arropados por los aplausos agradecidos de los espectadores
asomados en los balcones. La tarea de los pastores es de incalculable valor.
Los encierros, universalmente
conocidos gracias a la pluma de Ernest Hemingway, son adrenalina pura. Sólo
quien los ha corrido puede expresar lo que se siente. Correr entre seis toros
de seiscientos kilos y seis mansos de unos cuantos más, no es baladí. Es en
estos escasos tres minutos cuando el capotico de San Fermín despliega su
inmenso poder. Si millones de personas de todo el mundo los ven por televisión,
será porque algo tendrán. El encierro es el corazón de la fiesta, que late al
compás de los pasos de los corredores y las bestias. Sin entrar en polémicas ni
políticas y desde el respeto a todas las opiniones, hablar de maltrato animal en los encierros, simplemente, no procede.
Cuesta creer que un animal sufre mientras no es torturado, puesto que correr no
es, ni por asomo, someter al toro a ninguna tortura. Los toros de lidia, que
son los únicos animales que matan a los humanos por el placer de matar, porque
son herbívoros, a diferencia de todos los demás que lo hacen para alimentarse,
no sufren mientras corren. Sin el toro, esta fiesta no tendría razón de ser.
A las nueve y media en punto una comparsa de gigantes, cabezudos y kilikis desfilan por el centro. Los kilikis, personajes
entrañables que sólo salen del Ayuntamiento para la festividad de San Fermín,
golpean a los niños con una bola de espuma. Y las caras de los niños, que
reflejan absoluta admiración hacia estos personajes, iluminan la plaza
Consistorial.
El Kiliki Caravinagre
A partir de este momento las peñas
impregnan de música la ciudad, comparten mantel en las calles y se encargan de
garantizar que, en un mundo dominado por la dictadura de las tecnologías, la
desvergüenza de la oligarquía financiera y una profunda crisis de valores, la
tradición se impone con amplio margen. La honestidad del taxista, el detalle de
la joven camarera, la sonrisa del paseante y la voluntad del pamplonés para orientar al visitante despistado, invitan a pensar que aún quedan lugares sin
contaminar.
Por las tardes las peñas desfilan
hacia la plaza de toros, en orden y, nunca mejor dicho, concierto, pues llenan
de música y de humor el recorrido del encierro. Van provistas de garrafas de
calimocho, ollas con albóndigas con sepia o carnes guisadas, cubos de hielo con
bebidas y toda la infraestructura necesaria para alimentarse de lo lindo
mientras se lidia la faena en el ruedo. Por buena faena que haga el torero, el
verdadero espectáculo tiene lugar en los tendidos. Cuando las peñas salen de la
plaza, la ciudad lleva la fiesta a su punto de ebullición. Decenas de
vendedores ambulantes subsaharianos salen en tropel ofreciendo artículos
inverosímiles y luminosos que la concurrencia compra como parte de la diversión
y sin el más mínimo sentimiento de vergüenza.
No todo es beber y bailar. La
procesión del santo patrón el día 7 de julio es algo serio y puede ser algo
largo, porque los costaleros deben hacer una parada cuando una persona le
dedica una jota desde un balcón, algo que ocurre con frecuencia. También hay
ofrendas florales al Santo y misas diarias. En la iglesia y fuera, lo que más
abunda son los cánticos. Al fin y al cabo ¿no decía Santo Tomás de Aquino que
cantar era como rezar dos veces?
La intensidad del tiempo
transcurrido en Pamplona durante los Sanfermines
puede llevarnos a dudar de si realmente estuvimos allí o fue simplemente un
sueño. Realidad o sueño pueden coexistir, por qué no, y dejar que la memoria
abra paso a paraísos infinitos. Y también, cómo no, a que el destino nos vuelva
a llevar a Pamplona para vivir la fiesta, de nuevo, como ejercicio catártico o tal
vez espiritual. A San Fermín pedimos…
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