domingo, 14 de julio de 2013

El capotico de San Fermín


Para quien nunca las haya vivido, las fiestas de San Fermín pueden parecer un caos, una salvajada, un descontrol, un cúmulo de visitantes de todo tipo de pelaje fuera de los parámetros del buen gusto y del buen comportamiento. Un desmadre (palabra sin traducción, pues etimológicamente significa hacer aquello que no harías delante de tu madre, comportamiento tan arraigado en España y en Italia, países claramente católicos y matriarcales). Unas fiestas que huelen a sudor, a orín, a vómito, a cerveza.

De las premisas anteriores, sólo la última es cierta. Pero San Fermín es básicamente: comida, bebida, toros, música y amistad. Aunque también es risa, abrazo, camaradería, baile y una lista interminable de parabienes. El asistente acude con ganas de pasarlo bien y no le cuesta impregnarse de un espíritu epicúreo y zambullirse en un micromundo absolutamente sin prejuicios.  

Los Sanfermines son la única fiesta mundialmente conocida en la que todos los participantes (consuetudinarios, casuales o causales) participan por igual. Allí conviven todas las nacionalidades, edades y clases sociales en ejemplar armonía, entre música incesante y uniformidad de atuendo.

Las fiestas transcurren durante las veinticuatro horas de ocho días y, si fuéramos capaces de mantenernos despiertos durante ese lapso, tampoco daríamos abasto con todas las actividades que el Ayuntamiento pone a nuestra disposición y que el público protagoniza. Uno no puede parar de divertirse desde el momento en que pone el pie en la ciudad. Sí, las autoridades competentes elaboran un extenso programa de fiestas, que está muy bien, pero lo que realmente embauca y seduce es la amabilidad extrema de los navarros, el buen humor de las multitudinarias multitudes y, sorprendentemente, el orden y concierto del devenir diario.

Decir que las actividades arrancan el día con el encierro no es ceñirse a la verdad, porque a las ocho de la mañana hay dos tipos de despiertos: los todavía y los ya. Por tanto, es relativo tomar el encierro como referencia de principio de jornada festiva. Haciendo la cuenta atrás, dos horas antes del encierro el paseante de las calles del centro de Pamplona debe lidiar, en tarea hercúlea, con toda suerte de anfractuosidades del terreno: vasos de plástico, botellas de vidrio, cartones de vino de tetrabrik amontonados y dispersos por las calles, alfombras de chapapote de indefinida naturaleza y jóvenes en coma etílico (o, simplemente, tomándose un descanso, pues la fatiga a esas horas empieza a pesar). Una hora antes del chupinazo, la brigada de limpieza ha despojado a la ciudad de residuos y ofrece una Pamplona fresca para el disfrute de oriundos y visitantes ataviados de blanco de apariencia inmaculada.

Entre siete y ocho de la mañana el recorrido del encierro es inspeccionado en diversas ocasiones por las autoridades (en ocasiones con pitadas de los vecinos del lugar) para evitar irregularidades que puedan poner en riesgo la vida de los corredores. Los pastores, esos sherpas navarros vestidos de verde, hacen el paseíllo desde la plaza de toros hasta la Cuesta de Santo Domingo, arropados por los aplausos agradecidos de los espectadores asomados en los balcones. La tarea de los pastores es de incalculable valor.


Los encierros, universalmente conocidos gracias a la pluma de Ernest Hemingway, son adrenalina pura. Sólo quien los ha corrido puede expresar lo que se siente. Correr entre seis toros de seiscientos kilos y seis mansos de unos cuantos más, no es baladí. Es en estos escasos tres minutos cuando el capotico de San Fermín despliega su inmenso poder. Si millones de personas de todo el mundo los ven por televisión, será porque algo tendrán. El encierro es el corazón de la fiesta, que late al compás de los pasos de los corredores y las bestias. Sin entrar en polémicas ni políticas y desde el respeto a todas las opiniones, hablar de maltrato animal en los encierros, simplemente, no procede. Cuesta creer que un animal sufre mientras no es torturado, puesto que correr no es, ni por asomo, someter al toro a ninguna tortura. Los toros de lidia, que son los únicos animales que matan a los humanos por el placer de matar, porque son herbívoros, a diferencia de todos los demás que lo hacen para alimentarse, no sufren mientras corren. Sin el toro, esta fiesta no tendría razón de ser.

A las nueve y media en punto una comparsa de gigantes, cabezudos y kilikis desfilan por el centro. Los kilikis, personajes entrañables que sólo salen del Ayuntamiento para la festividad de San Fermín, golpean a los niños con una bola de espuma. Y las caras de los niños, que reflejan absoluta admiración hacia estos personajes, iluminan la plaza Consistorial.

 El Kiliki Caravinagre

A partir de este momento las peñas impregnan de música la ciudad, comparten mantel en las calles y se encargan de garantizar que, en un mundo dominado por la dictadura de las tecnologías, la desvergüenza de la oligarquía financiera y una profunda crisis de valores, la tradición se impone con amplio margen. La honestidad del taxista, el detalle de la joven camarera, la sonrisa del paseante y la voluntad del pamplonés para orientar al visitante despistado, invitan a pensar que aún quedan lugares sin contaminar.







Por las tardes las peñas desfilan hacia la plaza de toros, en orden y, nunca mejor dicho, concierto, pues llenan de música y de humor el recorrido del encierro. Van provistas de garrafas de calimocho, ollas con albóndigas con sepia o carnes guisadas, cubos de hielo con bebidas y toda la infraestructura necesaria para alimentarse de lo lindo mientras se lidia la faena en el ruedo. Por buena faena que haga el torero, el verdadero espectáculo tiene lugar en los tendidos. Cuando las peñas salen de la plaza, la ciudad lleva la fiesta a su punto de ebullición. Decenas de vendedores ambulantes subsaharianos salen en tropel ofreciendo artículos inverosímiles y luminosos que la concurrencia compra como parte de la diversión y sin el más mínimo sentimiento de vergüenza.










No todo es beber y bailar. La procesión del santo patrón el día 7 de julio es algo serio y puede ser algo largo, porque los costaleros deben hacer una parada cuando una persona le dedica una jota desde un balcón, algo que ocurre con frecuencia. También hay ofrendas florales al Santo y misas diarias. En la iglesia y fuera, lo que más abunda son los cánticos. Al fin y al cabo ¿no decía Santo Tomás de Aquino que cantar era como rezar dos veces?





La intensidad del tiempo transcurrido en Pamplona durante los Sanfermines puede llevarnos a dudar de si realmente estuvimos allí o fue simplemente un sueño. Realidad o sueño pueden coexistir, por qué no, y dejar que la memoria abra paso a paraísos infinitos. Y también, cómo no, a que el destino nos vuelva a llevar a Pamplona para vivir la fiesta, de nuevo, como ejercicio catártico o tal vez espiritual. A San Fermín pedimos…






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