martes, 18 de diciembre de 2012


Chochard y Richelieu    
                                                                                                                              
         El camarero descorchó la botella de Roederer Cristal delante de Yves Clochard, que había cerrado el acuerdo de su vida con tanta astucia como cicatería. Su maletín contenía un contrato y 200.000 euros en efectivo. En el lobby del Ritz, en la Plâce Vendôme, el ejecutivo degustaba satisfecho y orgulloso aquel champagne recostado en el sillón. Sus zapatos Berlutti brillaban tanto como el aguanieve que caía en el exterior.

         Copa a copa, Yves acabó la botella, pagó la consumición, asió el maletín, salió del hotel y contempló el escaparate de la joyería Van Cleef and Arpels. Pensó en comprar una joya a Nadine, su siempre insatisfecha esposa, pero decidió volver con ella después de una noche en el Ritz y que ella escogiera la joya que quisiera. A partir de aquel día, trabajaría por placer, no por obligación. La vida en rosa era un hecho. Cruzó el puente de la Concorde hasta la Plâce de la Madeleine, y allí, en Fauchon, compró medio kilo de jamón ibérico Joselito recién cortado y una botella de Château d’Yquem. Aquel día no se privaría de nada.

         Pierre Richelieu era un vagabundo carismático y misterioso que mendigaba y a veces cantaba baladas en el puente de la Concorde. Conocía y saludaba a los habituales y siempre tenía preparadas para ellos unas palabras amables. Con su simpatía y elocuencia, se había ganado el respeto de los vecinos e incluso de los gendarmes, para los que ocasionalmente hacía algún «trabajillo». Se hallaba contando unos céntimos de euro cuando no pudo evitar fijarse en unos zapatos  elegantes que pasaron por delante, sin advertir su invisible existencia. Sin duda eran carísimos, aunque el portador adolecía de la clase necesaria para que semejante calzado luzca adecuadamente y, sólo por curiosidad y exceso de tiempo libre, decidió seguirle.

         Esperó a que saliera de Fauchon y lo siguió hasta Maxim’s. Yves dejó el maletín en el suelo para poder sonarse mientras leía el menú en la puerta del restaurante y Pierre, aunque no era ladrón, no  pudo resistirse, agarró el maletín y salió deprisa, sin correr, pero difuminándose entre una marea de turistas y oriundos. Cuando Yves fue a coger el maletín y comprobó que éste había desaparecido, sintió una punzada en el corazón. No era necesario buscar entre la marabunta  que concurría la rue Royale: estaba en la ruina.

         Pierre Richelieu no daba crédito a lo que veían sus ojos y tocaban sus dedos fríos. Aquello no estaba bien, pero, ¡demonios! Ya era hora de que llegara un golpe de suerte. A groso modo calculó que habría más de 150.000 euros y rápidamente hizo números. Necesitaba, urgentemente, la mitad de aquel importe para adecentarse, procurarse un techo digno a las afueras de París, sobrevivir hasta encontrar un empleo e intentar recuperar a Nadine, la mujer a la que siempre amó. Le constaba que nunca le había olvidado y que no lograba ser feliz con su marido triunfador. Retiró la mitad del dinero y buscó al hombre de los Berlutti, pero sólo encontró los zapatos, junto a la baranda del río.

         Yves Clochard,  devorado por la desesperación, se lanzó desde el puente. Una mujer fue testigo del suicidio y lanzó un grito, que se fue alimentando de gritos de otras personas. Una lancha de la policía logró rescatar con vida al empresario. Al llevarlo a la orilla, Pierre Richelieu le acercó los zapatos y el maletín. Yves lo abrió y comprobó aliviado que todavía contenía dinero y, sobre todo, el contrato.

         «Pierre, no sé qué haríamos sin ti», le dijo el gendarme.

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