jueves, 8 de febrero de 2018

Relato que incluya un mentor, un talismán y una despedida

 


Tomás tenía fijada la vista en el infinito y en el vaso de los lápices. Su cabeza reposaba en su mano y su codo, sobre la mesa. Sabía que no podría aprobar el examen del día siguiente. En el humilde comedor, su madre planchaba derrengada después de un largo día de trabajo.

Al joven se le cerraban los ojos y se le desplomaba la cabeza, pues aunque se caía de sueño ―literalmente―, sabía que debía estudiar más si quería hacer el examen mínimamente bien. Pero no lograba mantener su concentración. Su imaginación volaba y se distraía con facilidad. Sobre su escritorio había un pisapapeles de barro que había hecho él hacía unos años y que tenía incrustados varios dientes de leche que habían sido suyos. A Tomás le encantaba su forma redondeada y a menudo pasaba la mano por encima y se sentía reconfortado. Acarició el pisapapeles con su mano izquierda y oyó un sonido parecido al chillido de un ratón.

―¡Pst! ¡Tomás! ―Tomás habría jurado que alguien lo llamaba―. ¡Tomás, mira hacia abajo y no te asustes!

Miró hacia sus pies y ahí estaba. Había un ratoncito saludándole con sus patas delanteras.

―Eres un precioso ratón ―le dijo Tomás mientras se agachaba a cogerlo con las dos manos.

―Soy el ratoncito Pérez. Vengo a verte porque estoy en deuda contigo.

―Es cierto. No me has dejado ningún regalo la mayoría de las veces ―le reprochó con cierta tristeza.

―Lo sé. He pasado momentos muy difíciles que no te voy a contar porque eres muy pequeño, pero no te preocupes. Mañana, cuando te despiertes, tendrás un regalo debajo de tu almohada y por la noche volveré a verte. Mi regalo es nuestro secreto y no lo puedes compartir con nadie.

Tras pronunciar estas palabras, el ratoncito Pérez desapareció y Tomás se fue a dormir. Total, sólo le faltaba aquella visita para acabar con la poca concentración que tenía.

Se despertó por la mañana y sin apenas abrir los ojos palpó debajo de la almohada y tocó un tubo frío y delgado: era un bolígrafo transparente, tan sólo era apreciable la carga de tinta y el capuchón, que eran ambos plateados y brillantes.

Tomás fue a la escuela y esperó a que le dieran el examen. No sabía si usar su nuevo regalo o reservarlo para una mejor ocasión, y decidió lo segundo. Con tan buena suerte, que justo al escribir su nombre, se acabó la tinta y no tuvo más remedio que usar el nuevo. Leyó las preguntas y no estaba seguro de las respuestas, pero se dispuso a escribir lo poco que recordaba. De repente, mientras escribía, los conocimientos iban surgiendo al ritmo de su escritura y una redacción impecable iba llenando la hoja del examen. Sin apenas darse cuenta, respondió correctamente todas las respuestas.

Estaba deseando que llegara la noche para volver a ver al ratoncito Pérez y absorto en su anhelo el día transcurrió muy despacio. Por la noche, solo en su habitación, se dispuso a leer un libro, aunque Tomás levantaba la mirada a cada segundo, pero el ratoncito no apareció. Ni aquella noche, ni la siguiente. Ni aquella semana, ni aquel año.

Tomás se esforzaba y además sacaba unas notas magníficas, todos los profesores lo felicitaban. Nadie reparó en aquel bolígrafo mágico, pero su madre estaba orgullosa de él y también los profesores. Fue pasando de curso, aprobó con éxito la enseñanza secundaria, llegó la universidad y el día del último examen antes de graduarse.

En su habitación, Tomás estaba concentrado, sabía que nunca podría dejar de estudiar, pues la carrera de Medicina requiere un reciclaje constante, pero le encantaba el futuro que veía por delante. Con los codos sobre la mesa, el joven escuchó un sonido parecido al chillido de un ratón.

―¡Pst! ¡Tomás! ―Tomás habría jurado que alguien lo llamaba―. ¡Tomás, mira hacia abajo y no te asustes!

Allí estaba. Entre sus pies, un poco más encogido y pelón, pero allí estaba: el ratoncito Pérez lo saludaba erguido con sus patas delanteras.

―¡Pérez! ¡Eres tú! ¿Sabes que el bolígrafo que me regalaste es mágico? ¡He aprobado todos los exámenes que he escrito con él!

―¡Lo sabía! ¡Sabía que el bolígrafo encontraría lo mejor de ti! He venido sólo a despedirme, y a recordarte que nadie debe saber de tu bolígrafo mágico. También he venido a pedirte algo a cambio. Quiero que lo regales a algún niño que lo necesite, que le cueste concentrarse y le cueste estudiar, pero que tenga potencial para ello. Ya no nos volveremos a ver más, pues cuando se te caigan los dientes yo ya estaré para el arrastre. Así que… ¡adiós, Tomás, ha sido un placer conocerte!

Tomás miró el bolígrafo y pensó: «Jamones».

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