Tomás
tenía fijada la vista en el infinito y en el vaso de los lápices. Su cabeza
reposaba en su mano y su codo, sobre la mesa. Sabía que no podría aprobar el
examen del día siguiente. En el humilde comedor, su madre planchaba derrengada
después de un largo día de trabajo.
Al
joven se le cerraban los ojos y se le desplomaba la cabeza, pues aunque se caía
de sueño ―literalmente―, sabía que debía estudiar más si quería hacer el examen
mínimamente bien. Pero no lograba mantener su concentración. Su imaginación
volaba y se distraía con facilidad. Sobre su escritorio había un pisapapeles de
barro que había hecho él hacía unos años y que tenía incrustados varios dientes
de leche que habían sido suyos. A Tomás le encantaba su forma redondeada y a
menudo pasaba la mano por encima y se sentía reconfortado. Acarició el
pisapapeles con su mano izquierda y oyó un sonido parecido al chillido de un
ratón.
―¡Pst!
¡Tomás! ―Tomás habría jurado que alguien lo llamaba―. ¡Tomás, mira hacia abajo
y no te asustes!
Miró
hacia sus pies y ahí estaba. Había un ratoncito saludándole con sus patas
delanteras.
―Eres
un precioso ratón ―le dijo Tomás mientras se agachaba a cogerlo con las dos
manos.
―Soy
el ratoncito Pérez. Vengo a verte porque estoy en deuda contigo.
―Es
cierto. No me has dejado ningún regalo la mayoría de las veces ―le reprochó con
cierta tristeza.
―Lo
sé. He pasado momentos muy difíciles que no te voy a contar porque eres muy
pequeño, pero no te preocupes. Mañana, cuando te despiertes, tendrás un regalo
debajo de tu almohada y por la noche volveré a verte. Mi regalo es nuestro
secreto y no lo puedes compartir con nadie.
Tras
pronunciar estas palabras, el ratoncito Pérez desapareció y Tomás se fue a
dormir. Total, sólo le faltaba aquella visita para acabar con la poca
concentración que tenía.
Se
despertó por la mañana y sin apenas abrir los ojos palpó debajo de la almohada
y tocó un tubo frío y delgado: era un bolígrafo transparente, tan sólo era
apreciable la carga de tinta y el capuchón, que eran ambos plateados y
brillantes.
Tomás
fue a la escuela y esperó a que le dieran el examen. No sabía si usar su nuevo
regalo o reservarlo para una mejor ocasión, y decidió lo segundo. Con tan buena
suerte, que justo al escribir su nombre, se acabó la tinta y no tuvo más
remedio que usar el nuevo. Leyó las preguntas y no estaba seguro de las
respuestas, pero se dispuso a escribir lo poco que recordaba. De repente,
mientras escribía, los conocimientos iban surgiendo al ritmo de su escritura y
una redacción impecable iba llenando la hoja del examen. Sin apenas darse
cuenta, respondió correctamente todas las respuestas.
Estaba
deseando que llegara la noche para volver a ver al ratoncito Pérez y absorto en
su anhelo el día transcurrió muy despacio. Por la noche, solo en su habitación,
se dispuso a leer un libro, aunque Tomás levantaba la mirada a cada segundo,
pero el ratoncito no apareció. Ni aquella noche, ni la siguiente. Ni aquella
semana, ni aquel año.
Tomás
se esforzaba y además sacaba unas notas magníficas, todos los profesores lo
felicitaban. Nadie reparó en aquel bolígrafo mágico, pero su madre estaba
orgullosa de él y también los profesores. Fue pasando de curso, aprobó con
éxito la enseñanza secundaria, llegó la universidad y el día del último examen
antes de graduarse.
En
su habitación, Tomás estaba concentrado, sabía que nunca podría dejar de
estudiar, pues la carrera de Medicina requiere un reciclaje constante, pero le
encantaba el futuro que veía por delante. Con los codos sobre la mesa, el joven
escuchó un sonido parecido al chillido de un ratón.
―¡Pst!
¡Tomás! ―Tomás habría jurado que alguien lo llamaba―. ¡Tomás, mira hacia abajo
y no te asustes!
Allí
estaba. Entre sus pies, un poco más encogido y pelón, pero allí estaba: el
ratoncito Pérez lo saludaba erguido con sus patas delanteras.
―¡Pérez!
¡Eres tú! ¿Sabes que el bolígrafo que me regalaste es mágico? ¡He aprobado
todos los exámenes que he escrito con él!
―¡Lo
sabía! ¡Sabía que el bolígrafo encontraría lo mejor de ti! He venido sólo a
despedirme, y a recordarte que nadie debe saber de tu bolígrafo mágico. También
he venido a pedirte algo a cambio. Quiero que lo regales a algún niño que lo
necesite, que le cueste concentrarse y le cueste estudiar, pero que tenga
potencial para ello. Ya no nos volveremos a ver más, pues cuando se te caigan
los dientes yo ya estaré para el arrastre. Así que… ¡adiós, Tomás, ha sido un
placer conocerte!
Tomás
miró el bolígrafo y pensó: «Jamones».
No hay comentarios:
Publicar un comentario