lunes, 8 de enero de 2018

Relato de suspense en el que el habitáculo sea un personaje más.
El personaje principal, Amelia, está inspirado en un personaje de mi amiga Pilar Obregón.



El cuarto marido

La encantadora Amelia colocó el albarelo con las cenizas de su marido en el estante superior del mueble de la cocina. Era un mueble antiguo y de madera, alto y blanco, con cinco baldas. Este mueble, junto con la mesa a juego, era lo único que trasladaba cada vez que cambiaba de domicilio, algo que sucedía cada vez que se quedaba viuda. Apenas hacía diez meses del fallecimiento de su último esposo.

Aquel mueble contenía decenas de albarelos con hierbas medicinales que o bien compraba o bien cultivaba en el jardín contiguo a la cocina, donde tenía un pequeño invernadero. Conocía todas las propiedades de las plantas y, combinándolas, era capaz de preparar brebajes de todo tipo: depurativos, hechizantes, matagripes, quemagrasas… Los preparaba para sus vecinos sin ánimo de lucro. Aquella hermosísima casa georgiana era su tercera vivienda y aunque era la más distinguida de cuantas había habitado, apenas la disfrutaba, pues prácticamente no salía de la cocina, cuyos amplios ventanales estaban adornados por la frondosidad del jardín, que convertía la estancia en un acogedor rincón. La fachada anterior tenía maravillosas vistas a la campiña inglesa, pero la dulce Amalia se sentía expuesta y prefería la privacidad de la parte trasera de aquella envidiable vivienda.

La tristeza de enviudar tres veces se había visto de alguna manera recompensada por la suerte de heredar tres sustanciosas fortunas. Su primer marido, Keith, era comerciante de maderas exóticas y tras vender una remesa de toneladas de madera de sequoia, contrajo una extraña intoxicación, se fue volviendo verde y falleció. Su segundo marido, Kilian, un bróker de la City, después de cerrar la operación de su vida contrajo una extraña intoxicación, se fue volviendo verde y falleció. Y su tercer marido, Kevin, era marchante de arte y tras vender un Picasso y un Renoir, contrajo una extraña intoxicación, se fue volviendo verde y falleció.

Cuando pensó que había llegado el momento de recogerse en el sosiego del campo, conoció a Kyle, el hijo único y heredero universal de un aristócrata que acababa de fallecer. Kyle era poco agraciado y tímido, muy tímido. Su timidez le había impedido entregarse a una relación amorosa, pues las jóvenes se aburrían con él. Tanto Amalia como Kyle frisaban la cincuentena y la inglesa, conmovida por la soledad que transmitía el rico aristócrata, le ofreció su mano y él, lo agradeció. Lo cameló para que abandonara su mansión y se trasladara a la casa georgiana y él, tras despedir al servicio, aceptó. Dorothy, el ama de llaves que lo había visto nacer, le advirtió del error que cometía. La nueva pareja llevaba una vida solitaria en la cocina, donde ella mezclaba las hierbas y observaba a su nuevo marido leer junto al ventanal.

Pero a veces Kyle se sentía cautivo en aquella cocina. Cuando Amalia percibía esta inquietud, le preparaba un brebaje que lo relajaba y caía en un sueño profundo y reparador. Aquel día se despertó a medianoche y deambuló por varias estancias de la desaprovechada casa. Como atraído por una fuerza extraña, acabó en la cocina. Destapó los tarros y olió las hierbas que contenían. Empezó por los tarros que estaban a su nivel, luego los de más abajo y acabó por los de la fila superior.

Destapó el primero y al primer intento no percibió ningún aroma. Introdujo la nariz y tampoco asomaba ningún olor. Sin embargo, el albarelo pesaba, incluso más que los demás. Llevaba escrito K1 en el exterior. Introdujo la mano y tocó un polvo fino y grisáceo. Lo cató y confirmó lo que imaginaba. Era ceniza. Abrió el segundo y, evitando la cata, confirmó que el tarro K2 también contenía ceniza, y lo mismo sucedió con el K3. Sin embargo, el K4 contenía una extraña mezcla de hierbas.

Subió a su habitación, contrariado, y no volvió a conciliar el sueño.

Buenos días, querida saludó a su esposa el aristócrata a la mañana siguiente. Hoy celebramos tres meses de feliz matrimonio y te invito a comer al Candice y a continuación le regaló un cariñoso beso.

Ambos se engalanaron y Amalia lució las joyas de su difunta suegra sobre un elegante vestido que realzaba sus ojos azules. Comieron un exquisito asado y al llegar a casa Amalia se sintió indispuesta. Conocía aquellos síntomas, pero no sabía cómo combatirlos. Contrajo una extraña intoxicación, se fue poniendo verde y falleció.

El tarro K4 estaba vacío. Y Dorothy cortaba verduras en juliana en la cocina del Candice.

 

 

 

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