lunes, 9 de noviembre de 2015


Una mala inversión

 


No podía ser. Bueno, sí podía ser, pero era poco probable. Sí, era poco probable, pero posible.

Treinta millones de euros. ¿Cuánto era aquello en pesetas? Se perdía cuando tenía que aplicar los ceros. Pero eran suyos, pensaba mientras sostenía aquel boleto sentado en el sofá.

Incrédulo, comprobaba una y otra vez su buena estrella. Sí, por una vez le había sonreído la vida.

—¿Vas a poner la mesa o no? —le gritó su esposa desde la puerta de la cocina.

Le llegó el olor a patatas fritas y huevos y dudó entre poner la mesa o salir a comprar tabaco.


Como casi todos los maridos de cierta edad, estaba harto de su mujer desde hacía muchos años, pero separarse es un lujo que pocas personas se pueden permitir, por lo que se resignó a seguir con ella. Por su parte, la esposa no estaba más satisfecha de su relación, pero no quería darle vueltas. Después de tanto tiempo de matrimonio, éste dejó de ser un sacramento para convertirse en una costumbre.

—¿Qué? ¿No vas a poner la mesa? —gritó su esposa enfurecida.

El marido apenas podía moverse. Treinta millones de euros, qué barbaridad. Aquella noche deglutió tres huevos fritos y una bandeja indecente de patatas fritas. No era un hombre refinado, así que el menú le pareció estupendo para celebrar el ascenso de clase social.

Después de ver el partido de fútbol se metió en la cama. Los nervios del partido, la cena excesiva y la emoción de saberse millonario se transformaron en embolia y murió mientras dormía. Su esposa se lo encontró sin vida la mañana siguiente, cuando se dio cuenta de que no roncaba. Le organizó los pertinentes responsos y volvió a su casa, un poco más vacía sin su marido.

Ni siquiera su pérdida hizo que recordara los buenos momentos, porque en realidad no habían existido. En el fondo, la pérdida de su esposo era una liberación. Ya no tendría que vaciar ceniceros, quitar la espuma de afeitar pegada en las baldosas del baño, aguantar sus silencios, tomar las decisiones, subir la compra, ocuparse de los pagos domésticos, trabajar como una esclava para llegar a fin de mes… Aquella manía que tenía su difunto marido de coleccionar de todo la traía de cabeza. Así que nada más llegar decidió arramblar con todo y tirar al contenedor de la basura toda aquella porquería acumulada durante tantos años. Había cajas de cerillas, billetes de metro, botellitas de licores, fascículos de enciclopedias inacabadas...

Vació la billetera, que atesoraba su DNI, 10 euros, un bonobús, la tarjeta del Carrefour y un boleto de la lotería Primitiva.

—No me extraña que no llegáramos nunca a fin de mes. No paraba de gastar dinero en loterías.

Arrugó el boleto premiado y lo tiró a la basura, junto con el resto de objetos sobrantes. Se sentó en el sofá, estiró los pies sobre la mesita, encendió la televisión y se adueñó del mando a distancia. Sería pobre, pero estaría tranquila.

 

 

 

 

 

 

 

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