sábado, 24 de mayo de 2014

Relato inspirado en la arquitectura de Gaudí, en el que intervenga la naturaleza y una espiral 



Naturaleza muerta

Habían transcurrido apenas tres meses desde que Narciso recibió aquel misterioso telegrama de Don José Luís Sáenz-Robles de Vinuesa, el notario. Acudió a la cita enigmática para comprobar, atónito, que su madrina, a quien no había vuelto a ver desde su bautizo, lo había nombrado heredero universal de su patrimonio.
La tía Margarita no había tenido hijos ni sobrinos carnales, pues era soltera, hija única de buena familia por parte de madre y pájaro libre. En realidad le daba igual a quién iban a parar los bienes que no le diera tiempo de patearse, pero después del bautizo de Narciso hizo testamento y empezó una vida alejada de encuentros familiares. En aquella sala modernista de techos altísimos decorados con relieves con formas vegetales, Narciso se sintió pequeño y asustado y firmó tembloroso la aceptación de herencia sobre una mesa de caoba brillante, cuyos nudos parecían decirle «no lo hagas».
Heredó, entre otros bienes, un piso en la casa Batlló. Él vivía en una oscura planta baja en el Carmelo y era el único trabajador de una lúgubre oficina de peritajes en Horta. Los peritos se pasaban el día verificando y él se ocupaba de todo el papeleo. No tenía pareja, no tenía padres y su vida era tediosa. Era muy delgado, su tez tenía un color cetrino y ello, añadido a su carácter introvertido y tímido, lo hacían un hombre muy poco atractivo.
Pasaba tantas horas sin hablar con nadie en el trabajo que en ocasiones notaba cómo las paredes grises se agitaban y emitían un sonido de planchas metálicas. Era un ruido que le aterrrorizaba. La pequeña ventana empequeñecía hasta desaparecer, los fluorescentes se atenuaban hasta dejar la oficina en penumbra. Cuando esto ocurría, que era con frecuencia, Narciso cerraba los ojos y se acurrucaba bajo la mesa en posición fetal.
Mª Rosa, la hermana de Narciso, desconocía el padecimiento de su hermano, no obstante, veía como cada año que cumplía crecía su descontento y le recomendó irse a vivir a la casa Batlló, un cambio de entorno le sentaría bien. Hizo caso a su hermana y se trasladó al Paseo de Gracia, eso sí: con reticencia.
Cuando introdujo la llave en la cerradura, notó que alguien le observaba detrás de él, se giró con cuidado y no encontró a nadie, aunque la mirilla de la puerta vecina le pareció unos ojos que lo observaban. Era una mirilla idéntica a la de su casa que, por cierto, también le pareció que lo miraba. Abrió la puerta con las manos temblorosas y respiró aliviado al cerrarla tras su espalda. Ya estaba en casa. En su casa heredada y recién pintada, una casa sin apego y sin memoria, con paredes polimorfas, con redondeces y ornamentos hasta el aburrimiento. Una casa que no era un hogar. Visitó una por una todas las estancias, siempre con la sensación de ser observado por animales camuflados en las molduras, muebles y baldosines. Se sentó en el sofá y pudo escuchar con claridad el rumor de las hojas que decoraban los marcos de las puertas. En la chimenea del salón, los ojos de un búho lo seguían con la mirada. Aquella era una casa-bosque, y no pertenecía a nadie más que a los que en ella habían morado siempre.
La ansiedad de Narciso se agudizó cada día que pasaba allí dentro. Perdió mucho peso, no tanto por el tejido muscular que había perdido, sino porque sus huesos se estaban aligerando. Era como si se estuvieran convirtiendo en huesos de madera. Sus nudillos sobresalían como el nudo de una rama. Incluso al moverse, su esqueleto simulaba el crujir de las ramas de un chopo.
Su tez pasó de cetrina a verdosa y se le transparentaban los nervios bajo su piel. Cuando volvía a su casa de Paseo de Gracia notaba como durante su ausencia la vegetación había brotado con inexplicable fuerza expansiva. Las raíces de las plantas se asomaban desde los zócalos. Dragones, lechuzas, pájaros… un mundo animal había anidado en aquella casa de los horrores naturales. Las paredes y puertas cobraban vida. Hasta que una noche se quedó dormido en el sofá, se acercó una serpiente de escayola y tan sólo dejó de él sus huesos de madera.

Mª Rosa lo había estado llamando desde hacía unos días, pero Narciso respondía. Como tenía una copia de las llaves entró en la casa y la encontró como si su hermano hubiera salido a comprar algo y lo tuviera todo dispuesto para cenar. Encontró unas delgadas ramas junto al sofá, se agachó para cogerlas y encendió la chimenea con ellos, para sorprender a Narciso y que se  encontrara la casa calentita. Quien tiene una hermana tiene un tesoro. 

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