Je me’n fous des controleurs
Bruno frisaba
la cincuentena y era enólogo, graciosillo y guapetón. A pesar de lo mucho que
tenía que viajar, disfrutaba de su trabajo como pocas personas en el mundo
tienen el privilegio. Pero aún había algo que le gustaba más: jugar a seducir
señoras. Y no era un crápula, ¡al contrario! No era nada libertino: adoraba a
su mujer y por nada del mundo habría puesto en peligro la unidad familiar que
durante dos décadas había cultivado. Simplemente, le gustaba sentirse deseado.
Como había
estudiado y trabajado en Borgoña y hablaba muy bien francés, sentía especial
placer cuando tenía que viajar a Francia a presentar sus cavas. Aquel día,
Bruno fue a París y salió por la puerta grande de las casas de los clientes y
de las clientas talluditas, que se turnaban para fotografiarse con él. No era
fácil vender cava a los franceses, pero él lo había conseguido y se sentía
inmensamente satisfecho de ello.
Tan ufano se
sentía que compartía su sentimiento con sus colegas a tiempo real a través de
un grupo de WhatsApp gestado para intercambiar información y que se había
convertido en hub de humor. La
decisión de eliminar la paga extra de verano tomada por la empresa tan sólo
había empañado tenuemente la satisfacción del trabajo bien hecho. Como de
costumbre.
Finalizó la
jornada laboral y se dirigió al aeropuerto Charles de Gaulle, aquel que su
amigo Diego definía como el peor aeropuerto del mundo. Y sí que lo era. Reinaba
el caos a causa de una huelga de controladores aéreos. Su vuelo venía demorado,
«bonito color», bromeó al principio. Encendió el ordenador y se dispuso a
trabajar, al menos sacaría correos, pero cuando llevaba cuatro horas esperando
la salida de su vuelo, se empezó a desesperar y a compartir su irritación con
sus colegas. Éstos, lejos de conmoverse, empezaron a bromear con su incidente a
través del WhatsApp.
¡Demonios!
Colgado en París y al día siguiente tenía una cata con un accionista de su
empresa. ¡No podía faltar, venía expresamente a catar sus cavas! Como los
colegas no se solidarizaban con él, decidió agremiarse con otros pasajeros frustrados.
Y fue así como conoció a Abel, un joven guapísimo con llamativas rastas; Chema,
un físico nuclear y Begoña, una comercial de aerogeneradores. Aunaron sus
quejas en vano, pues el vuelo a Barcelona fue cancelado, después de más de
cinco horas esperando y pensaron el volver en TGV.
¡Por fin!
Una de sus compañeras lo estaba llamando. Menos mal que hay alguien sensible. Le
recomendó que, efectivamente, volviera en tren. Pero finalmente, junto con los
tres compañeros de quejas y denuestos, decidieron alquilar un coche y regresar
conduciendo durante la madrugada.
Al tomar
aquella decisión, llamó a su jefe, australiano, empático e imprevisible, para
informarle y éste le dijo que adelante, y que si el coche de alquiler no podía
ser devuelto en un país extranjero, entonces él iría a Perpignan a buscarlo.
Pero no fue necesario porque aquella compañía permitía aquel servicio. Nada más
colgar, volvió a llamar la compañera de antes, la secretaria del jefe que tenía
malas pulgas, pero era buena persona, y le propuso otra opción: ir en tren
hasta Bruselas dormir allí y volver en el primer vuelo del día siguiente. ¡A
buenas horas! El conflicto estaba resuelto.
El viaje le
producía una pereza terrible, porque lo que quería era llegar a su casa, pero
se lo tomó con resignación. No así Begoña, que interpretó que las gracias que
le profería Bruno respondían a un deseo todavía reprimido e imaginó un trayecto
con final feliz. Durante el viaje rió una a una las docenas de ocurrencias de
Bruno y él no cabía en sí mismo al ver lo gracioso que era.
Abel vivía
en Gracia, Chema en Terrassa y Begoña, al igual que Bruno, había dejado su
coche en el parking del aeropuerto. Bruno, galante, dejó a los chicos en sus
domicilios y al salir del coche después del largo y nocturno viaje, Begoña le
dio su tarjeta de visita a Bruno. Él hizo lo propio con la suya y abrazó a la
chica aliviado al haber llegado bien a Barcelona. Begoña interpretó el abrazo
como una proposición y Bruno, tan halagado como ruborizado, tuvo que esquivar
un beso en los labios, pues la chica iba lanzada.
Al día
siguiente, después de una pernocta de apenas dos horas, encendió el móvil y
leyó el mensaje que le había enviado su compañera de viaje: «Anoche soñé con
verte desnudo para perder la cabeza».
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