miércoles, 24 de febrero de 2016

Un relato que incluya las palabras en negrita


A mí, la Legión

El restaurante Millán-Astray era un tanto peculiar, no tanto por su curiosa ubicación sobre un cerro ceutí, sino por la presencia permanente de una cabra ataviada con todo el equipamiento que establece la Legión para tan emblemático animal. Aquel local desprovisto de gracia era frecuentado por nostálgicos del cuerpo de élite, por curiosos, por algún exministro sibarita y por apasionados del noble arte de ingerir callos a la madrileña, entre otras suculencias, pues aquellos fogones parecían tocados por la gracia de Dios. No tenían rival.
Las referencias del negocio habían llegado a oídos del recién jubilado Antón Batallé, un legionario malagueño retirado, hombre rudo y primario, de buen corazón enmascarado casi en su totalidad por un indomable pronto, que se encontraba degustando unos callos de impecable elaboración. Su escapada a Ceuta y aquel restaurante lo trasladó por los recovecos de su memoria. Recordó las maniobras en el cuartel del Serrallo del Tercio del Duque de Alba, en Ceuta. En la camaradería de los soldados, con los que compartía tabaco, alcohol y un pacto de honor de caballero legionario vigente de por vida. ¡Añoraba tanto su tiempo en la Legión!
En la mesa de al lado se hallaba una pareja. Ella era fina y hermosa y él tuvo que ser un joven apuesto, pues aún conservaba restos de gallardía, y unas enormes orejas. Era Laureyanu de Mora y Cifuentes de la Serna, un hombre de buena familia y refinados modales, que destacó entre aquel enjambre de soldados del cuartel por su porte aristocrático. Antón y Laureyanu, a pesar de arrastrar pasados muy distintos, forjaron una férrea amistad durante su tiempo en el cuartel, amistad que se marchitó al finalizar el servicio militar. Uno instruyó al otro en la escritura, aprendizaje que le fue muy útil en la vida, y el otro le abrió los ojos al mundo al uno, enseñanza de incalculable valor que le ayudó a entender mejor la vida. No habían vuelto a saber nada más el uno del otro desde entonces, pero ambos se recordaban con nostalgia.
Mientras una docena de clientes disfrutaba la gastronomía del restaurante, Antón se chupaba los dedos que se le habían untado de salsa al mojar el pan en el plato de callos, Laureyanu degustaba unas croquetas insuperables y la cabra estaba tranquila, medio dormida. Laureyanu siempre pensó que la calidad de un cocinero se distingue por sus croquetas. De pronto entró un grupo de jóvenes con ganas de provocar. Dos de ellos eran de Madrid, los hermanos Banau, los líderes de la pandilla que venían de vez en cuando y siempre se metían en líos. Entraron a voces, rompiendo la armonía cañí de aquel antro, y empezaron a provocar a la apacible cabra lanzándole objetos. La cabra, que hasta entonces estaba en duermevela, se despertó de un sobresalto, asustada, y embistió al primero que pilló delante, a la sazón Antón Batallé que, al no esperar el ataque, fue lanzado al suelo y siguió corneado por el animal.
El exceso de vinacho le impidió liderar una pelea victoriosa y sólo se vio con coraje de exclamar:
—¡A mí, la Legión!
Y en menos de dos segundos, media docena de caballeros legionarios retirados acudieron a rescatar al compañero, entre ellos Laureyanu, que le ayudó a levantarse.
Antón vio unas orejas enormes, como las de su querido compañero, y aún sostenido en sus brazos y avergonzado de tan bochornosa escena le dijo:
—¡Laureyanu! ¡Eres tú!
—¡Antón! ¡Amigo!
Se dieron un abrazo que les hizo retroceder cuarenta años. ¿Qué habrían hecho ellos con los que hubieran intentado mancillar el honor de la Legión? Tan sólo cruzando la mirada decidieron acercarse a los hermanos Banau, los agarraron de la pechera y los echaron del restaurante Millán- Astray. Necesitaban recuperar la calma, porque tenían mucho de qué hablar.  
―¿Has visto qué blandengues, Laureyanu? Llevaban camisetas debajo de la camisa.

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