El binomio tardío
Don
Cándido Recóndito regentaba la estrambótica tienda de la esquina de la calle
Arístides con la plaza Lacónica desde hacía más de cincuenta años. La inauguró
el día de su trigésimo cumpleaños y ninguno de los presentes acertó a adivinar
qué clase de tienda era aquélla que vendía, únicamente, objetos esdrújulos:
láminas artríticas, cántaros maquiavélicos,
anémonas magnéticas, máquinas escuálidas, básculas atónitas, brújulas
fantasmagóricas y toda suerte de adminículos polifacéticos. Objetos
esdrújulos.
«Objetos,
no: artículos», se defendía el joven Cándido.
El
establecimiento estaba cubierto de madera: suelo, paredes, anaqueles y
mostrador. Al abrir la puerta, una campanilla daba la bienvenida y despedía al
visitante. Por las tardes, un amplio ventanal que hacía las veces de escaparate
llenaba de luz el establecimiento. El negocio no daba pingües beneficios, de
hecho, era un tanto ruinoso. No obstante, como la trastienda era el domicilio
que Don Cándido había heredado de sus padres, poco gastaba en arrendamientos y
suministros, pues dos fluorescentes iluminaban el local y él personalmente se encargaba
de la limpieza y mantenimiento. Y era un hombre austero. «Austero, no:
místico», corregía.
Veinte
años después, allá por los años setenta, el paso del tiempo había llenado de
polvo los rincones y las baldas superiores, pero el mobiliario permanecía
exactamente en el lugar de origen. Acaso más deslucido. El ventanal seguía
iluminando la estancia y evidenciando pequeñas moléculas flotantes así como el
devenir diario de extramuros. Entrar en aquella tienda era como viajar al
pasado. Los mismos clientes, que buscaban nuevos artículos como excusa para una
amigable conversación con el dueño, frecuentaban el establecimiento desde su
inicio. Una clientela que había ido plateando sus cabellos, en el mejor de los
casos, al compás de los de Don Cándido.
Don
Cándido agradecía la compañía, pero aun siendo solitario soñaba con un día en
que aquella campanilla emitiera un tintineo de amor, preludio de una persona
que llenara de luz el lúgubre local. Y que todo pareciera más brillante y
esplendoroso a partir de entonces… Por si se producía el milagro aprendió de
memoria incontables poesías y estaba preparado para dedicar a su amada las
frases de amor más bellas de la historia de la literatura. Sumido en esa
ilusión pasó, sigilosamente, medio siglo sin besos, ni abrazos, ni caricias.
Sin conocer aquello sobre lo que tanto había leído: el amor.
Aquél
era su último día en la tienda y la víspera de su octogésimo cumpleaños. Apenas
quedaba media docena de objetos a la venta: una cámara con trípode, un
bolígrafo metálico, una estilográfica con una libélula, una espátula rústica,
un termómetro esperpéntico y unos prismáticos básicos. Se vistió su mejor y
único traje, el mismo que llevó el día de la inauguración. Don Cándido seguía
siendo un alfeñique. Se anudó la corbata a la altura de otro nudo que anidaba
en su garganta, porque esperando al amor de su vida se le había ido ésta. Y se
preguntó a dónde irían aquellas bellas palabras que tenía preparadas si
finalmente no encontraba a su amada.
A
las nueve en punto levantó, no sin esfuerzo, la persiana, que era el pasivo más
moderno de la empresa y que había tenido que comprar para proteger el negocio
de posibles vandalismos. Una inmobiliaria le había entregado una pequeña
fortuna a cambio de su negocio-domicilio y podría vivir cómodamente el resto de
su vida. Pero de nada servía el dinero si no podía compartirlo con una mujer
especial. De pronto, la campanilla sonó y entró una dama encantada de sus
sesenta y dos primaveras. Era espléndida, rolliza, morena, enérgica, con
vivarachos ojos negros y labios brillantes de carmín rojo, a juego con el
estampado de su vestido ajustado. Era ella.
—Buenos
días. Estaba esperando que abriera porque quiero preguntarle si tiene usted…
—Sí.
Tengo todo el tiempo para pasarlo con usted.
Salió
de detrás del mostrador, colgó un letrero en la puerta de la tienda y, una vez
en la calle, ofreció su brazo a aquella dama a la que llenó de amor obsoleto e
intenso todos los días de su vida. «Agradecidísimo. Cándido», rezaba el cartel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario