Relato homenaje a Cortázar
El
Oráculo de Delfos
Otro día igual, asqueado en el sofá, restos de
pizza en la mesa auxiliar, latas de cerveza vacías acumuladas, colillas
rebosando del cenicero, nada interesante en la tele ni en el WhatsApp. Se miró los pies, tenía que cortarse
las uñas, pero ya encontraría un momento, al fin y al cabo con las sandalias no
le molestaban. También se tenía que afeitar, no lo hacía desde el viernes y era
lunes festivo por la noche. Tenía el cuerpo empapado en sudor y apestaba a sebo
consolidado.
Desde que Natalia lo había abandonado, superadas
las primeras semanas de euforia desaforada, Alberto era un desecho humano. Dès lors, ses échecs sont de plus en plus
nombreuses. Y lo sabía, pero no lo remediaba. Todo le aburría. Tedio enfermizo
que apaga la luz. Su insufrible verborrea provocaba fugas a su alrededor, se
había quedado solo. Vacío masticable que se le atragantaba.
Iba a dormir cuando vio que empezaba una película:
Shirley Valentine. Trataba de una
señora inglesa que, aburrida de su marido, decide irse sola de vacaciones a
Grecia y allí descubre que está llena de vida. Se quedó hasta el final y, ante
la visión de sí mismo como un despojo vomitivo durante sus vacaciones, inspirado
por el film decidió ir a una agencia de viajes. Escogió Grecia como destino. «A Santorini, a ver si pillo algo».
Apareció en Santorini con su aspecto de cuarentón
perdedor dispuesto a hacer pesca de arrastre y llevarse por delante todo
aquello que se dejara, pero no le fue fácil. Las italianas huían cuando veían
la dejadez de su aspecto. Las españolas buscaban hombres italianos. Las
inglesas no le entendían cuando hablaba. Las alemanas detectaban que les iba a
costar dinero... y que a todas luces no valía lo que costaba. Y las griegas… no
había griegas en Santorini.
Paseaba por las playas volcánicas, que le parecían
horribles a su mente estrecha. Iba de un extremo al otro, con un contoneo de latin lover trasnochado y un bañador
ridículo que apenas cubría sus flácidos atributos. Las mujeres lo miraban, sí,
pero sorprendidas de que aún quedaran ejemplares de aquella especie. Intentó
iniciar alguna conversación, pero desprendía tal negatividad que las mujeres se
retiraban ipso facto.
Llevaba tres días en la isla y no había sido capaz
de mantener una conversación de más de veinte segundos. Un fracaso, como su
vida distópica y su futuro presente. Envidiaba a las parejas que iban de luna
de miel y cuando miraba la luna desde su humilde y calurosa habitación, la suya
le parecía una luna de hiel. No era capaz de asumir su parte de culpa, prefería
quejarse y considerar a las mujeres como seres irracionales e inferiores: había
aprendido a hacer de la necesidad, virtud.
Una tarde se sentó en la terraza Edelweiss y pidió
un café frappé. A su lado vio una mujer que le recordó a Shirley Valentine.
Estaba sola y se la veía encantada de su soledad. Por el tono de su piel se
adivinaba que llevaba varios días de vacaciones. Alberto se acercó y le
preguntó si podía sentarse con ella. Ella accedió con reticencia. Era española.
—Curioso país éste de Grecia. Cuando estamos en
España nos parece que está al borde del abismo, y uno llega y se encuentra un
paraíso. —La mujer asintió por compromiso y Alberto siguió hablando con los
ojos cerrados, para escucharse mejor—. Oh, Oráculo de Delfos, tríglifos, naves
que llevan a la eternidad, Parnaso, coloso de Rodas, She loves you yeah, yeah, yeah. La luz de sombra quema el templo de
Zeus y un crujido de historia abre una grieta en la playa. Escala de Richter a
punto de hervir. Frisos de retsina, suave brisa —entreabrió un ojo para
cerciorarse de que no estaba solo y encontró la silla vacía.
«¿Qué les pasa a las tías? No están preparadas para
conversaciones de nivel», pensó. «Ya sé lo que pasa. El amor ya no quiere ser amor.
Por eso ha adoptado forma de smart phone».
Aquella era la puesta de sol más bonita que había
visto… y tragó la saliva amarga de la soledad. Todavía no había encontrado un
momento para cortarse las uñas de los pies.
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