Tardes de Olivetti
Algunas tardes mi madre me
llevaba a la fábrica de mi padre y me sentaban en el despacho, junto a Aurora,
la secretaria que se encargaba de todo. Yo balanceaba las piernas mientras la
observaba trabajar y la miraba con admiración. Aunque apenas llegaba a los
veinte años, me parecía mayor. Solía llevar blusas abrochadas hasta el cuello,
faldas por debajo de las rodillas, zapatos de tacón y la manicura perfecta. Me
podía pasar horas mirando cómo tecleaba la Olivetti con aquellos dedos delgados
y, si se le atascaban las barras de tipo, entonces las desagrupaba con sus
dedos delicados en un gesto femenino y elegante.
Cuando mis padres iban
juntos a inspeccionar la zona de producción, Aurora y yo nos quedábamos solas
en el despacho y me preguntaba las tablas de multiplicar, los ríos de España y a
qué especie pertenecían los animales que elegía al azar. Si contestaba bien,
que era casi siempre, me premiaba con un caramelo y, lo mejor: tecleaba
siguiendo el ritmo de una canción cuyo título tenía que adivinar. ¡Así me podía
pasar horas!
Los chasquidos de aquella
máquina de escribir eran mágicos, pues llegaban a hipnotizarme casi tanto como
la destreza de Aurora. ¡Y qué decir de la campanilla al final de línea!
―Deberían inventar máquinas
de escribir que tuvieran memoria, porque ésta ha vivido toda la de esta
empresa. Nunca te deshagas de ella ―me dijo un día mientras me dejaba teclear
sentada sobre su falda.
Nunca lo hice. La Olivetti
está en el altillo, envuelta y metida en una caja. Aurora no vivió para ver que
se inventaron «las máquinas de escribir con memoria», memoria frágil, pues me han fallado dos discos duros y voy por mi tercer ordenador. No
podría vivir sin él… pero si tuviera que dejar un mensaje a alguien a mis
biznietos, utilizaría la Olivetti que ve
pasar el tiempo desde el altillo y no ha fallado jamás.
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