Relato inspirado en la arquitectura de Gaudí, en el que intervenga la naturaleza y una espiral
Naturaleza muerta
Habían transcurrido apenas tres
meses desde que Narciso recibió aquel misterioso telegrama de Don José Luís
Sáenz-Robles de Vinuesa, el notario. Acudió a la cita enigmática para
comprobar, atónito, que su madrina, a quien no había vuelto a ver desde su
bautizo, lo había nombrado heredero universal de su patrimonio.
La tía Margarita no había tenido
hijos ni sobrinos carnales, pues era soltera, hija única de buena familia por
parte de madre y pájaro libre. En realidad le daba igual a quién iban a parar
los bienes que no le diera tiempo de patearse, pero después del bautizo de
Narciso hizo testamento y empezó una vida alejada de encuentros familiares. En
aquella sala modernista de techos altísimos decorados con relieves con formas
vegetales, Narciso se sintió pequeño y asustado y firmó tembloroso la
aceptación de herencia sobre una mesa de caoba brillante, cuyos nudos parecían
decirle «no lo hagas».
Heredó, entre otros bienes, un
piso en la casa Batlló. Él vivía en una oscura planta baja en el Carmelo y era
el único trabajador de una lúgubre oficina de peritajes en Horta. Los peritos se
pasaban el día verificando y él se ocupaba de todo el papeleo. No tenía pareja,
no tenía padres y su vida era tediosa. Era muy delgado, su tez tenía un color
cetrino y ello, añadido a su carácter introvertido y tímido, lo hacían un
hombre muy poco atractivo.
Pasaba tantas horas sin hablar
con nadie en el trabajo que en ocasiones notaba cómo las paredes grises se
agitaban y emitían un sonido de planchas metálicas. Era un ruido que le aterrrorizaba.
La pequeña ventana empequeñecía hasta desaparecer, los fluorescentes se
atenuaban hasta dejar la oficina en penumbra. Cuando esto ocurría, que era con
frecuencia, Narciso cerraba los ojos y se acurrucaba bajo la mesa en posición
fetal.
Mª Rosa, la hermana de Narciso,
desconocía el padecimiento de su hermano, no obstante, veía como cada año que
cumplía crecía su descontento y le recomendó irse a vivir a la casa Batlló, un
cambio de entorno le sentaría bien. Hizo caso a su hermana y se trasladó al
Paseo de Gracia, eso sí: con reticencia.
Cuando introdujo la llave en la
cerradura, notó que alguien le observaba detrás de él, se giró con cuidado y no
encontró a nadie, aunque la mirilla de la puerta vecina le pareció unos ojos
que lo observaban. Era una mirilla idéntica a la de su casa que, por cierto,
también le pareció que lo miraba. Abrió la puerta con las manos temblorosas y
respiró aliviado al cerrarla tras su espalda. Ya estaba en casa. En su casa
heredada y recién pintada, una casa sin apego y sin memoria, con paredes polimorfas,
con redondeces y ornamentos hasta el aburrimiento. Una casa que no era un
hogar. Visitó una por una todas las estancias, siempre con la sensación de ser
observado por animales camuflados en las molduras, muebles y baldosines. Se
sentó en el sofá y pudo escuchar con claridad el rumor de las hojas que
decoraban los marcos de las puertas. En la chimenea del salón, los ojos de un
búho lo seguían con la mirada. Aquella era una casa-bosque, y no pertenecía a
nadie más que a los que en ella habían morado siempre.
La ansiedad de Narciso se agudizó
cada día que pasaba allí dentro. Perdió mucho peso, no tanto por el tejido
muscular que había perdido, sino porque sus huesos se estaban aligerando. Era
como si se estuvieran convirtiendo en huesos de madera. Sus nudillos
sobresalían como el nudo de una rama. Incluso al moverse, su esqueleto simulaba
el crujir de las ramas de un chopo.
Su tez pasó de cetrina a verdosa
y se le transparentaban los nervios bajo su piel. Cuando volvía a su casa de
Paseo de Gracia notaba como durante su ausencia la vegetación había brotado con
inexplicable fuerza expansiva. Las raíces de las plantas se asomaban desde los
zócalos. Dragones, lechuzas, pájaros… un mundo animal había anidado en aquella
casa de los horrores naturales. Las paredes y puertas cobraban vida. Hasta que
una noche se quedó dormido en el sofá, se acercó una serpiente de escayola y
tan sólo dejó de él sus huesos de madera.
Mª Rosa lo había estado llamando
desde hacía unos días, pero Narciso respondía. Como tenía una copia de las
llaves entró en la casa y la encontró como si su hermano hubiera salido a
comprar algo y lo tuviera todo dispuesto para cenar. Encontró unas delgadas ramas
junto al sofá, se agachó para cogerlas y encendió la chimenea con ellos, para sorprender
a Narciso y que se encontrara la casa
calentita. Quien tiene una hermana tiene un tesoro.
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