1832.
El origen del origen
Hortense
abrió la puerta, irritada por los insistentes golpes que el pequeño Willy daba
con los nudillos. El joven traía un saco de carbón que apenas podía levantar
del suelo y un puñado de cartas para el señor de la casa, que andaba ansioso a
la espera de noticias de su hijo Charlie desde ultramar.
―Hortense,
¿me puedo quedar un rato contigo?
Hortense
sentía compasión por aquel niño. Lo dejó pasar y cerró la puerta enseguida para
que no se escapara el calor. Se secó las manos en el delantal para prepararle
un poco de pan con queso antes de darle un chelín. Lo miraba con ternura y a
veces se preguntaba qué fuerza divina designaba el futuro de las personas. Qué
vida tan distinta le esperaba a Willy comparada con la de Charlie, el hijo de
los señores. El muchacho se quedaba embelesado observando los estantes llenos
de libros y en ocasiones acercaba su pecosa nariz para olerlos. Aunque en
realidad buscaba el calor de la estufa. Los jirones en la ropa del pequeño dejaban
paso al punzante helor del invierno en Inglaterra.
Una
de las cartas recién llegadas relataba las primeras experiencias en Brasil que
Charlie compartía con su padre y que habían acontecido hacía dos meses en el
otro lado del océano.
Después
de un mes de viaje a bordo del HRM Beagle, por fin atisbaron la costa de Bahía.
El agua azul turquesa, la arena blanca y aquellos árboles de tronco resiliente
y grandes y recias ramas provocaron la admiración del joven Charles, que a sus
veintitrés años se hallaba en una fase indefinida de su vida. Por una parte,
los estudios de Medicina cursados en Edimburgo sólo le aportaron dolores de
cabeza y algún que otro retortijón. Posteriormente, el estudio de
invertebrados le despertó cierto
interés, pero tanta teoría natural le sumía en el más profundo tedio. Hasta que
su padre, harto de tanta desgana, lo envió a Cambridge para que iniciara
estudios y se ordenara pastor anglicano. Aquella ciudad universitaria y su
ilustrada población dispararon su curiosidad y decidió viajar a Sudamérica y,
de paso, poner tierra de por medio con Claire, la muchacha de tez pálida y
mejillas sonrosadas con quien lo querían casar.
Allí
estaba. En Río de Janeiro. Como era un buen jinete, por las mañanas se
adentraba en la exuberante selva y se abría paso con la ayuda de un machete. Allí
descubrió un mundo de insectos y de plantas. El calor era sofocante y, aunque por
las tardes eran frecuentes las lluvias tropicales, normalmente lo pillaban en el hostal, desde donde
escribía artículos sobre entomología que enviaba a la universidad. En aquel
hostal, donde no se comía con cubiertos y mataban a los animales con piedras,
vivía Silmara, una muchacha de piel morena por la que Charles sentía atracción.
Ella sentía curiosidad por aquel hombre inglés de modales impecables que tenía
siempre la piel achicharrada y llena de picaduras de insectos, pero los hombres de su país le parecían más
atractivos.
Los
pensamientos de Charles hacia Silmara se oscurecieron el día que la vio bailar.
Aquellos movimientos sinuosos y aquel derroche de epidermis a la vista provocaron
un sinfín de voluptuosas emociones en el joven inglés.
Claire
preparaba su ajuar y esperaba con impaciencia el regreso de su amado. Apenas
dormía imaginándolo en un enjambre de peligros, serpientes venenosas y arenas
movedizas. Por su parte, Charles intentaba seducir a Silmara sin éxito. Hasta
que apareció João, el pequeño hijo de la brasileña, con los ojos vidriosos a
causa de la fiebre. Era su oportunidad. El año perdido en la Facultad de
Medicina tenía que servir para algo y le sirvió para curar al pequeño y, de
paso, acercarse a su bella madre.
Mientras
preparaba un mejunje sanador junto a la cama de João, Silmara observaba al
inglés raro que dibujaba escarabajos y vio un hombre bondadoso y caritativo que
aborrecía algo tan normal como la esclavitud. Aunque no podían conversar,
porque tenían algunas dificultades idiomáticas, empezaron a dar paseos a
caballo por la selva y por la playa y se bañaban desnudos bajo las cascadas.
No
incluyó este último punto en su epístola a su padre. Tampoco le informó de su
traslado a los aposentos de la brasileña.
Claire
esperaba ansiosa y resignada la recepción de una carta que nunca llegaba.
Un
día, João mostró a Charles su caja de juguetes y el joven inglés asistió
estupefacto a la visión de docenas de fósiles de bichos que nunca había visto.
Fósiles que demostraban la mutabilidad de las especies que tanto había intuido
y que no podía demostrar. Era tanto su interés por aquellas piezas que empezó a
interesarse más por jugar con el niño que con la madre de éste, lo que provocó
celos en la morenaza, celos que Charles tardó en percibir, absorto como estaba
en aquel hallazgo.
Entonces
el joven inglés hizo algo horrible. Una noche, mientras Silmara y João dormían,
se levantó sigilosamente, robó la caja de juguetes y desapareció, aunque
compensó al chiquillo con una pensión vitalicia irrisoria en Inglaterra, pero insultante
en Brasil.
Cinco
años después volvió a su tierra. Había olvidado por completo el aspecto de
Claire y, para su desagracia, al volverla a ver no le agradó en absoluto.
Imaginar el resto de su vida junto aquel rostro blanquecino y le pareció un
futuro aterrador.
Así
que decidió casarse con su verdadera pasión: la redacción de El origen de las especies y fue
enormemente feliz.
Cincuenta
años más tarde João abrió un libro que un inglés había olvidado en el hostal y
el rostro del escritor, un tal Charles Robert Darwin, coincidía con el de
Charlie, el ladrón de juguetes.
Y
lo perdonó.
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