El personaje principal, Amelia, está inspirado en un personaje de mi amiga Pilar Obregón.
La
encantadora Amelia colocó el albarelo con las cenizas de su marido en el
estante superior del mueble de la cocina. Era un mueble antiguo y de madera, alto
y blanco, con cinco baldas. Este mueble, junto con la mesa a juego, era lo
único que trasladaba cada vez que cambiaba de domicilio, algo que sucedía cada
vez que se quedaba viuda. Apenas hacía diez meses del fallecimiento de su
último esposo.
Aquel
mueble contenía decenas de albarelos con hierbas medicinales que o bien
compraba o bien cultivaba en el jardín contiguo a la cocina, donde tenía un
pequeño invernadero. Conocía todas las propiedades de las plantas y,
combinándolas, era capaz de preparar brebajes de todo tipo: depurativos, hechizantes,
matagripes, quemagrasas… Los preparaba para sus vecinos sin ánimo de lucro. Aquella
hermosísima casa georgiana era su tercera vivienda y aunque era la más
distinguida de cuantas había habitado, apenas la disfrutaba, pues prácticamente
no salía de la cocina, cuyos amplios ventanales estaban adornados por la
frondosidad del jardín, que convertía la estancia en un acogedor rincón. La
fachada anterior tenía maravillosas vistas a la campiña inglesa, pero la dulce Amalia
se sentía expuesta y prefería la privacidad de la parte trasera de aquella
envidiable vivienda.
La
tristeza de enviudar tres veces se había visto de alguna manera recompensada
por la suerte de heredar tres sustanciosas fortunas. Su primer marido, Keith,
era comerciante de maderas exóticas y tras vender una remesa de toneladas de madera
de sequoia, contrajo una extraña intoxicación, se fue volviendo verde y
falleció. Su segundo marido, Kilian, un bróker de la City, después de cerrar la
operación de su vida contrajo una extraña intoxicación, se fue volviendo verde
y falleció. Y su tercer marido, Kevin, era marchante de arte y tras vender un
Picasso y un Renoir, contrajo una extraña intoxicación, se fue volviendo verde y
falleció.
Cuando
pensó que había llegado el momento de recogerse en el sosiego del campo, conoció
a Kyle, el hijo único y heredero universal de un aristócrata que acababa de
fallecer. Kyle era poco agraciado y tímido, muy tímido. Su timidez le había
impedido entregarse a una relación amorosa, pues las jóvenes se aburrían con él.
Tanto Amalia como Kyle frisaban la cincuentena y la inglesa, conmovida por la
soledad que transmitía el rico aristócrata, le ofreció su mano y él, lo
agradeció. Lo cameló para que abandonara su mansión y se trasladara a la casa
georgiana y él, tras despedir al servicio, aceptó. Dorothy, el ama de llaves
que lo había visto nacer, le advirtió del error que cometía. La nueva pareja
llevaba una vida solitaria en la cocina, donde ella mezclaba las hierbas y
observaba a su nuevo marido leer junto al ventanal.
Pero
a veces Kyle se sentía cautivo en aquella cocina. Cuando Amalia percibía esta
inquietud, le preparaba un brebaje que lo relajaba y caía en un sueño profundo
y reparador. Aquel día se despertó a medianoche y deambuló por varias estancias
de la desaprovechada casa. Como atraído por una fuerza extraña, acabó en la
cocina. Destapó los tarros y olió las hierbas que contenían. Empezó por los
tarros que estaban a su nivel, luego los de más abajo y acabó por los de la
fila superior.
Destapó
el primero y al primer intento no percibió ningún aroma. Introdujo la nariz y
tampoco asomaba ningún olor. Sin embargo, el albarelo pesaba, incluso más que
los demás. Llevaba escrito K1 en el exterior. Introdujo la mano y tocó un polvo
fino y grisáceo. Lo cató y confirmó lo que imaginaba. Era ceniza. Abrió el
segundo y, evitando la cata, confirmó que el tarro K2 también contenía ceniza,
y lo mismo sucedió con el K3. Sin embargo, el K4 contenía una extraña mezcla de
hierbas.
Subió
a su habitación, contrariado, y no volvió a conciliar el sueño.
—Buenos
días, querida —saludó a su esposa el aristócrata a la mañana
siguiente—. Hoy celebramos tres meses de feliz matrimonio
y te invito a comer al Candice —y a continuación le
regaló un cariñoso beso.
Ambos
se engalanaron y Amalia lució las joyas de su difunta suegra sobre un elegante
vestido que realzaba sus ojos azules. Comieron un exquisito asado y al llegar a
casa Amalia se sintió indispuesta. Conocía aquellos síntomas, pero no sabía
cómo combatirlos. Contrajo una extraña intoxicación, se fue poniendo verde y
falleció.
El
tarro K4 estaba vacío. Y Dorothy cortaba verduras en juliana en la cocina del
Candice.
Que romantic!
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