Nunca
destacó por su personalidad arrolladora, ni por su físico atractivo, ni por su
elegancia clásica, ni por su inteligencia sagaz. Siempre fue gris.
Al
acabar Filología inglesa se casó con Debbie, la única joven que accedió a salir
con él, una muchacha poco agraciada con la que fue tediosa y resignadamente infeliz.
Ni sus dos hijos, ni una vida sin sobresaltos lograron que Ralph pudiera
disfrutar de un solo momento emocionante, porque era de naturaleza tibia y
rancia.
En
Largs, un pequeño pueblo de Escocia, su trabajo de profesor le proporcionaba
grandes decepciones. Sus clases de lengua eran insufribles y sus alumnos le
correspondían con nulo interés, lo que redundaba en más desidia para Ralph.
Sus
alumnos, adolescentes pestilentes constelados de acné, eran pelirrojos y de tez
muy pálida a la que poco les había dado el sol. Los esfuerzos de Ralph por mejorar
la dicción de sus alumnos no llegaron a dar fruto y, promoción tras promoción,
se repetía el mismo patrón: egoístas imberbes insatisfechos y protestones replicaban
en sus clases la apatía intrínseca de Ralph desde hacía treinta años. Pero
aquel curso, algo cambió.
Llegó
Mey Ling, una china de exquisitos modales e infinita curiosidad. Su nivel de
inglés era bueno, y aunque su dicción estaba viciada por una fonética imposible,
se esforzaba de forma sobrehumana por corregir su pronunciación y mejorar su léxico.
Consideraba que Ralph era un hombre aburridísimo, pero disfrutaba con el
contenido de sus clases. En Largs no era frecuente ver extranjeros y Mey Ling
se hizo popular en el instituto. Incluso el profesorado hablaba de ella y de
sus notables progresos.
A
diferencia de sus coetáneas escocesas, Mey Ling era más aniñada en morfología y
comportamiento, y ello le confería un halo de candidez que a todas luces era candoroso.
Aquel
día Ralph cumplía 50 años y su mujer y sus hijos le prepararon un desayuno
especial, coronado con un pastel sin azúcar glaseado, como a él le gustaban. Y
cuando sopló para apagar las velas expulsó el aire delicadamente, como si soplara
el cuello de Mey Ling. Llevaba algunos días y muchas noches fantaseando con su
alumna.
Lo
había calculado todo.
- Mey Ling, ¿puedes quedarte un momento después de clase? ME gustaría que comentemos el trabajo que me has entregado.
Ella obedeció y él se sentó a su lado. Olía a galletita. El corazón del maestro se aceleró y, mientras revisaban el texto, colocó una mano sobre el muslo de la adolescente y la deslizó cuanto pudo antes de que la joven saliera en estampida, sin recoger sus cosas. Se dirigió angustiada al despacho de la directora y Ralph fue despedido ipso facto. En el fondo, le tenían ganas.
- Mey Ling, ¿puedes quedarte un momento después de clase? ME gustaría que comentemos el trabajo que me has entregado.
Ella obedeció y él se sentó a su lado. Olía a galletita. El corazón del maestro se aceleró y, mientras revisaban el texto, colocó una mano sobre el muslo de la adolescente y la deslizó cuanto pudo antes de que la joven saliera en estampida, sin recoger sus cosas. Se dirigió angustiada al despacho de la directora y Ralph fue despedido ipso facto. En el fondo, le tenían ganas.
Y
allí estaba, en el pub, mientras Mey Ling lloraba en su cuarto. Estaba acabado,
tomando un Macallan y pensando cómo lo iba a contar en casa. Y dónde pasaría el
resto de su insignificante vida.
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