Un día de relax
Por
fin tenía un día libre la traductora Larissa. Llevaba más de quince días sin
descansar, menos mal que en la sala Bagdag, donde trabajaba algunas noches,
habían encontrado una suplente. Aquel día sí que le tocaba actuar, pero no le
importaba porque disfrutaba mucho más cuando trabajaba en sus días fértiles. Estaba
decidida a declarar su amor a Anselmo, un abuelete dotado de una habilidad singular:
podía levantar una campana de 15 kg con el pene. Ella lo adoraba. ¡Le recordaba
tanto a su abuelo Piotr! Era consciente de que a esas alturas el pene de
Anselmo no le podía garantizar largos años de pasiones, pero… ¿qué importancia
tenía aquel detalle ante la fortuna de tener un compañero entrañable y leal?
En
agosto de 1992, disponer de un día para pasear tranquilamente, disfrutar de la singularidad
del ambientillo olímpico y deleitarse unas horas en el dolce far niente era un bien escaso. Se despertó tarde, muy tarde.
Hacía un día ideal para tomar un aperitivo en la terraza del bar Tomás. Bravas
y una cerveza bien servida.
Sus
gafas de sol le permitieron espiar a los clientes con cierto disimulo, y no se
le escapó aquella mujer cincuentona[1],
regordeta y anodina, que levantaba con temblor la taza de tila, haciéndola
tintinear como una campanilla. ¿Qué le pasaba? Miraba con recelo a su
alrededor, escondiéndose de algo. Se acercó a ella y le preguntó si se
encontraba bien.
—Es que creo que
he matado a un hombre.
—¿Cómo que lo
cree? —preguntó perpleja—.
—Bueno… yo sólo quería darle un sustito. Las bravas de
este bar son malísimas. No sé cómo pueden tener tanta fama —se acercó a Larissa
para bajar la voz—. Verás: Los del bajo han alquilado el piso por una fortuna y
se han ido a su casa de la Costa Brava y ha dado la casualidad de que el
inquilino es el hombre que arruinó mi vida. Lo vi hace una semana, yo estaba
abriendo mi buzón y él entró en la finca, iba silbando, en eso no ha cambiado.
Reconocí su voz enseguida y un escalofrío recorrió mi espalda. Agarraba de la
cintura a dos guayabas de piernas larguísimas, casi como las tuyas, y entraron
los tres en el piso. Desde entonces no paro de pensar en la manera de vengarme,
él de rositas mientras a mí me rompió la vida, hay que fastidiarse. He pensado
en mil maneras de hacerlo, pero al final, mi parte racional me ha frenado.
Hasta que esta mañana he salido a recoger la ropa que tenía tendida y lo he
visto durmiendo la mona en la tumbona del patio interior. Era muy temprano,
pero no podía dormir porque hacía muchísimo calor y por lo visto él tampoco
porque por eso salió a dormir al patio. Entonces, una fuerza que no he podido
controlar hizo que levantara una maceta y se me cayera en su cabeza. De verdad
que yo sólo quería darle un sustito, pero he calculado mal y creo que me lo he
cargado, porque he visto mucha sangre derramada. Es que nunca he tenido buena
puntería.
—Pues ahora no
puede volver a su casa, porque ya estará allí la policía ―sentención sin salir
de su asombro.
—Pensaba ir a
darme una vuelta. ¿Te vienes?
—No, mujer. ¡Con
lo tranquila que vivo en Barcelona, lejos de mi madre, sólo me faltaba meterme
en líos! Mire, soy rusa y por desgracia
los asesinatos no son algo extraño para mí.
Ahora la dejo porque tengo que hacer algo importante, pero si necesita
algo que no me comprometa, por la noche trabajaré en la sala Bagdag.
—¿Eso no es un
sitio de ver folleteo? —preguntó con los ojos como platos—. ¿Eres prostituta?
—No, mujer. Soy
sólo actriz.
Se despidieron
sin grandes cordialidades y cada una emprendió un recorrido.
Larissa no podía
creer lo que había presenciado en su único día de asueto. Se planteó ir a la
policía, pero… ¿por dónde empezar el relato? Tenía otras preocupaciones como,
por ejemplo, cómo declararse a Anselmo si finalmente su compañero de escenario
le engendraba un hijo.
Anselmo había
enviudado hacía un año y, si bien añoraba mucho a su esposa, llevaba tiempo
sintiéndose muy solo y buscaba compañía. Ni en sus más remotos sueños podía
imaginar lo que despertaba en Larissa. Para él trabajar en la sala Bagdag era
sólo una excusa para escabullirse de la apabullante soledad que sentía en casa.
―Disculpe,
señorita―. Aquellas dos palabras interrumpieron las cavilaciones de la
traductora rusa. Las pronunció un hombre joven con acento francés y gafas redondas[2] ―. Usted trabaja en la
sala Bagdag, ¿verdad? Usted es «la eslava caliente». Permítame que me presente.
Me llamo Jean Pierre Bailly, soy periodista y estoy recopilando información
para escribir un libro sobre los bajos fondos de la Barcelona olímpica. Usted,
trabajando donde trabaja, seguro que podría facilitarme información muy útil
para mi cometido. ¿Es cierto, por ejemplo, que Magic Johnson mantuvo relaciones
sexuales con una actriz de la sala Bagdag?
Larissa no quiso
pronunciarse, aunque podía dar fe de ello. No es que el periodista le diera
malas vibraciones, era más bien que consideraba que el momento era prematuro
para semejante nivel de confianza. Si lo del jugador de baloncesto presentaba
enjundia lo del asesinato mañanero iba a ser una lotería para él. Estaba claro
que el día, que había empezado tranquilo, se iba complicando. Tenía que decidir
si mantenía la conversación con el joven periodista o seguía con su propósito
de disfrutar relajadamente de la jornada, pero ante las dificultades que
presentaba lo segundo, se inclinó hacia lo primero. Era bien parecido y aunque
le molestaba su acento, en su condición de mujer en búsqueda incesante de
marido no podía permitirse perder una oportunidad.
Para su sorpresa,
entre los dos se generó una suerte de atracción que desembocó en un apasionado
revolcón en el barrio de Sant Pere. Ambos se despertaron de la siesta desnudos
y abrazados, sin ganas de hacer el menor movimiento que pudiera rompiera la
excepcionalidad del momento.
―Larissa, no vayas a trabajar esta noche.
Ella se había
comprometido con su jefa, aunque la idea que tenía de declarar su admiración y
ternura a Anselmo había pasado a segundo plano después del affaire galo.
―Sí que iré, pero
quiero que vengas conmigo.
Por la noche
ambos se dirigieron a la sala Bagdag y, cuando iban andando por el carrer Nou
de la Rambla, oyeron un silbido:
―¡Pssssst!
¡Pssssst! ¡Rubia! Soy la de esta mañana.
Larissa miró a
Jean Pierre y le dijo:
―Ya sé con quién
te vas a sentar esta noche. Te ha tocado la lotería.
Ella no lo sabía,
pero algo había tocado su óvulo fértil aquella tarde, también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario