Los
conciertos de Brandenburgo
Mario se despertó sobresaltado de un recurrente
sueño: volaba, aunque no estaba dotado de alas.
Lo placentero del vuelo se interrumpía con un abrupto aterrizaje. Todavía en
duermevela a causa de un despiadado jetlag,
se preparó un aguado café americano y se asomó a la ventana para contemplar los
colores tenues que le ofrecía su primera mañana neoyorkina: un abanico de
grises se desplegaba ante él y le mostraba la ciudad como si fuera de acero
bruñido. Tan sólo tenía previsto quedarse tres días, lo justo para interpretar Los conciertos de Brandenburgo, de Bach, en el Lincoln Center. A veces Dios se manifiesta en forma de
composición musical, y aquélla era un claro ejemplo.
El aspecto de la ciudad era húmedo, a
pesar de que había amainado la lluvia.
Medio escondido tras las cortinas se detuvo a observar lo que acontecía en el único
piso donde parecía que había vida humana. Él, admirador de Hitchcock, se sentía
como un James Steward de pacotilla en La
ventana indiscreta. ¡Mira que si era testigo de algo trascendente! Tras
unas ventanas de madera se podía
percibir claramente a dos mujeres jóvenes que charlaban de forma distendida,
acaso haciendo un receso para tomar el café. Sus siluetas eran esbeltas e
intentó fijarse bien en sus fisonomías, aunque debido a la distancia que los
separaba los rasgos eran inapreciables.
Se recreó observando sus sinuosos
movimientos y sus poses sensuales, la imaginación se le descontroló y estaba
fantaseando de buena mañana con aquella escena cuando, de repente, la rubia del
jersey rojo abrió un cajón, sacó una pistola e hirió de muerte a la joven morena con tres disparos amalgamados entre las ensordecedoras
sirenas de Nueva York. No era rojo el jersey de la asesina, sino naranja. Sin apenas inmutarse, guardó
el arma en el cajón después de limpiar sus huellas, abrió el bolso, pulverizó
unas gotas de perfume sobre su
cuello y abandonó la estancia.
Hay que ser descerebrado para perpetrar un
homicidio en un escaparate. Cualquier otro huésped podría ser testigo de aquel
brutal asesinato. El perro del
vecino, asustado por el disparo, emitía ladridos ensordecedores. A Mario casi
se le cayó el vaso del café del
shock. ¿Qué podía hacer? Hacía unas horas que había llegado y tenía sobre sus
hombros la responsabilidad de denunciar aquel asesinato. ¿Y si hacía ver que no
había visto nada? Sus manos temblaban y una fina película de sudor frío cubría su
cuerpo. ¿Y si alguien había visto que él había visto lo que había visto?
Una ducha no logró calmar su ansiedad y
salió al ensayo general asiendo su violonchelo y lamentando su mala suerte,
pues esperaba con avidez aquel viaje desde hacía tiempo. Nada más salir del
edificio se encontró con dos policías que le dieron los buenos días muy
amablemente. ¿Debería él corresponder a la cortesía y relatar los hechos?
Estaba aterrado y decidió centrarse en el ensayo y en el concierto del día
siguiente. Su reputación estaba en juego.
Llegó al Lincoln Center y se acomodó entre
la orquesta. Dispuso la partitura y ayudado de un diapasón afinó el violonchelo.
El resto de músicos fueron llegando y finalmente llegó el director, acompañado
de una joven y esbelta rubia de contoneo sensual y jersey rojo que a Mario se
le antojaba muy familiar.
—Hoy nos acompañará Natasha Shakalova y no
Kimberly Dean como estaba previsto, porque ha tenido que ausentarse de Nueva
York durante unos días por motivos personales —aclaró el director.
Bien mirado, el jersey no era rojo, sino
naranja.
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