La vaca Milkimoo
Nací un día de luna nueva, de madrugada. La tenue
luz que emitía el farolillo del granjero que asistió mi alumbramiento me
deslumbró. No soy capaz de recordarlo, pero me han dicho muchas compañeras que
mi madre lloró de decepción al percatarse de mi trapío: hembra y negra como
aquella noche. Igualita que mi padre.
Ella, vaca frisona y ganadora irredenta en
concursos de vacas lecheras, deseaba que yo fuera un toro bravo que vengara la
muerte de mi difunto padre, Lucerito.
¡Si al menos hubiera sido blanca o manchada! Pero
no, negra como el carbón. Mi semblante me apartó del resto de la manada de por
vida, pues siempre me encontraron poco femenina. De nada servía que intentara
decorar mi semblante con hojas y flores, el resto de vacas me hicieron siempre el
vacío, alegaban que parecía un toro.
Por mera supervivencia, me cultivé. Leía a
escondidas, primero novelas juveniles bovinas, luego literatura rumiante y
luego me cautivaron los clásicos astados. Aprendí inglés, francés y alemán por
si algún día iba a parar a Suiza, paraíso vacuno y fiscal. Y, a pesar del
evidente rechazo al que me tenían sometida mis compañeras de granja, cuando me
reflejaba en el abrevadero me encontraba resultona.
Nuestra granja estaba delimitada por una valla que
lindaba con una dehesa en la que pacían toros bravos. Aunque no interactuaban
entre sí con la camaradería que lo hacían las vacas, era evidente que había un
toro singularmente distinto, si se me permite el pleonasmo. Ni tenía la bravura
del resto ―más bien era manso tirando a melifluo―, ni su trapío era apabullante
y, además, era ensabanado. Sí, su pelaje era blanco como la luna. Se llamaba Soleado.
Por los vacíos que dejaban los troncos de las
vallas intercambiábamos miradas huidizas y un flirteo digno de elogio. No
obstante, las burlas de nuestros respectivos colegas intimidaban aquel amor
incipiente. De manera que decidimos encontrarnos de noche. Charlábamos horas y
horas bajo el cielo estrellado, y rozábamos nuestros hocicos con gestos que hoy
me parecen pusilánimes, hasta que una noche empezamos a hablar del grandioso Italo
Calvino y entramos en un celo irresistible. Soleado saltó la valla y bajo la
luna llena y como fruto del amor, me hizo un ternero.
Nos planteamos huir a Suiza, allí seguro que no
tendríamos que soportar el escarnio bobino y bovino. Podríamos formar una
familia y ser felices toda la vida, sin el temor de que llamaran a filas a mi
torito bueno y no volviera a verlo nunca más.
El granjero alumbró aquel alumbramiento, si se me permite
la iteración ―que no redundancia―, con el mismo farolillo con el que me trajo
al mundo. Bajo una luna creciente nació un becerrito cárdeno y manso, que los
siguientes días se alimentó de calostros. En la intimidad de la lactancia noté
algo extraño: mi leche era… oscura. Pero mi hijito, al que llamamos Chesterton,
ganaba peso por momentos y se veía un becerrito feliz.
Al poco tiempo, cuando mi granjero vino a
ordeñarme se llevó una sorpresa: mi leche era oscura porque tenía chocolate
incorporado. ¿Acaso era yo la vaca de las ubres de oro? ¡Pues parecía ser que
sí! El granjero me subió a una furgoneta y me apartó de Chesterton, de Soleado
y del que había sido mi hábitat toda mi vida. Los ojos de mi torito amado
expresaban ternura hacia su ternera y yo tenía el presentimiento de que iba a
volver pronto.
Así fue, mi granjero no me vendió a mí, sino la
patente del alimento de mi hijo. Cuando volví a la granja, actué con
normalidad, es decir, sin comunicarme con nadie excepto con mi becerro, me
encontré a escondidas con Soleado y huimos llevando a nuestro vástago en un
cestito de mimbre suspendido de un palo que sujetábamos con nuestras bocas. Sólo
teníamos que acabar de cruzar los Pirineos. Una vez conseguido, buscaríamos los
Alpes suizos guiados por nuestro instinto y empezaríamos una nueva vida,
plenamente feliz. La silueta de nuestra familia se fue empequeñeciendo hasta
desaparecer de aquel escenario de tristes recuerdos que ponía en peligro
nuestra supervivencia.
Vaques llestes i decidides. Felicitats M.J. M'hauràs de donar classes.
ResponderEliminarGràcies, Joan. Però potser les classes me les hauràs de donar tu.
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