El canapé mágico y los hombres malos
Marisa había sido una esposa ejemplar,
pero de repente, se encontró con un panorama poco halagüeño: su marido, después
de más de veinte años de convivencia y en una flagrante muestra de crisis de
los cuarenta, la había abandonado para irse a vivir un romance con la amiga
común, hippy y tarada, que conducía a un fracaso garantizado. Y como el marido
decidió volverse alternativo para tener contenta a la amante de turno, no
dudaba en dejar de pagar la hipoteca si no podía hacer frente a los nuevos
gastos que su nueva vida de veinteañero trasnochado le generaba.
Marisa tenía un trabajo tan digno como
modesto, que le propiciaba los emolumentos mínimos para alimentar a sus dos
hijos, pero no para hacer frente a la hipoteca que su tozudo exmarido se empeñó
en contraer. La solución fue salomónica: malvendemos el piso y me voy con los niños
a otro más pequeño y de alquiler.
No necesitaba grandes espacios, pero si
armarios suficientes para almacenar lo que conlleva la vida de tres personas. Bajo
esta premisa encontró un piso en el barrio de Sants: pequeño y antiguo, pero
luminoso y cerca de casa de sus padres.
—El armario es muy pequeño —protestó
Marisa.
—Pero mire —respondió el agente
inmobiliario mientras levantaba el colchón—. Mire
qué canapé más hermoso, ¿usted sabe todo lo que cabe aquí dentro?
Debajo del colchón apareció un cajón
enorme, de casi medio metro de profundidad, tan espacioso como roñoso. El
agente bajó el colchón y Marisa se quedó mirando aquella cama tan grande, que
crecería de tamaño cuando yaciera en ella sin un cuerpo amado que la abrazara. Cómo
cambia la vida en un momento.
Marisa no tenía ganas de discutir ni de
seguir buscando piso, así que aceptó las condiciones y un día antes del
traslado fue a adecentar el hogar. Cuando le tocó el turno de limpieza al canapé,
encontró una tabla suelta en el fondo. Hay que ver qué mal trabaja la gente. La
intentó colocar bien, pero no encajaba. Así que la sacó para ver si la podía
recortar y encontró un doble fondo. Metió la mano para comprobar la profundidad,
y no alcanzó a tocar el fondo. A falta de linterna, alumbró el agujero con su móvil
y vio una escalera que no dudó en descender. ¡A ver si había alquilado un dúplex
sin saberlo!
Contó unos veinte escalones y encontró una
puerta entreabierta por la que asomaba un halo de luz. La abrió y encontró tres
bellas mujeres que habían formado una cadena de producción casera: una sacaba
billetes de 50 euros de un saco que parecía no tener fin, otra los contaba y colocaba
en montones de cincuenta billetes y la otra cerraba los paquetes y los guardaba
en cajas de cartón. Aquella estancia
estaba cubierta de cajas que parecían llenas de dinero.
—¿A ti también te ha dejado el marido? —preguntó
la más rubia.
—Disculpad, pero… no sé qué es todo esto. ¿Quiénes
sois?
—Somos las hadas cabreadas solidarizadas
con las separadas. Protegemos a las mujeres a las que sus maridos han
abandonado de manera cruel y les damos lo que más necesitan. Te facilitaremos
un nuevo churri, pero chica, ahora mismo estás tiesa.
—No entiendo nada.
—Marisa, tú no tienes que bajar a vernos,
vaya, a menos que un día necesites desahogarte y hablar, en ese caso podemos
tomar un té y charlar un ratito. Cuando necesites dinero, levanta el canapé.
Siempre encontrarás billetes auténticos, no falsificaciones —le dijo la más
bonita de las tres.
—¿Necesitas un anticipo? —preguntó la más
joven.
—Hombre… pues con 200 euros podría volver
a matricular a mis hijos a natación.
—¿Doscientos? Toma quinientos y les
compras bañadores nuevos, zapatillas, gorros y toallas.
Marisa tomó el dinero como si estuviera
delinquiendo.
—No tengas miedo. Eso sí, para que todo vaya
bien es imprescindible que cumplas dos promesas: la primera es que no debes
contarle esto a nadie y la segunda es que no puedes ostentar porque nadie debe
sospechar que tienes dinero.
Por la noche, en el antiguo hogar, Marisa
no podía dejar de pensar en el episodio que todavía no se creía haber vivido en
sus propias carnes morenas y necesitaba volver al nuevo piso para comprobar que
no lo había soñado. Llegaron con todas las cajas y algunos muebles y, cuando
los niños se quedaron dormidos, cerró la puerta de su habitación y levantó el
colchón para ver si encontraba la tabla que no encajaba y que conducía a
aquel lugar clandestino. Para su
sorpresa, encontró tres paquetes de billetes de 50€ y la tabla perfectamente
encajada. Cada vez que su exmarido escabullía algún pago, aparecían billetes en
el canapé.
No sabía cuánto iba a durar su suerte, lo
que tenía claro es que sus pagos estaban garantizados durante unos cuantos
meses.
Un día se encontró a Mari, una vecina del
rellano, que le preguntó si estaban contentos en el nuevo piso.
—Es pequeño, pero estamos muy contentos —respondió
Marisa.
—Me alegro. El anterior inquilino era un
chico que había dejado a su mujer para irse con una pelandrusca mucho más joven
que él, que resultó ser más mala que la peste. Tuvieron que irse del piso
porque por lo visto, cuando se acostaban, notaban como si una fuerza extraña
les clavara pinchos desde el colchón. Además, el muy sinvergüenza decía que le
desaparecía el dinero.
Y entonces Marisa pensó que tenía tres
amigas velando por ella. Además de confirmar lo que ya sabía: que las mejores
amistades vienen de tres en tres.
OHHHHH porque me acabod e mudar que si no...te pido la dirección del pisito en Sants! Y si, las mejores amistades, las de tres en tres MUAKS
ResponderEliminarEse canapé está muy buscado, Nere.
Eliminar¡Vivan las amistades trinas!