Por los pelos
Una noche en el circo recobré
un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano
galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. De repente, un lenguaje que
habitaba latente en mí fluía de mi boca con inusitada soltura.
En la negrura de la noche
aquellas antorchas intimidaron a los trabajadores del circo que se asomaron
temerosos desde las caravanas. No se trataba de ningún número del circo, sino de
los sicarios del temible Walter McFire.
Me había tomado unas copas de
más, es cierto, por ello me costaba mantener la verticalidad y, en lugar de acudir
al encuentro de los jinetes, como hicieron los valientes domadores, me
escabullí hacia las jaulas de los animales. Los leones me dan miedo, así que me
escondí entre los elefantes. Se acercó Maxy, el más anciano de los elefantes y
escupió un bramido que comprendí.
―¿Qué haces aquí? ¿No tienes
una caravana donde meterte?
Y yo, ni corto ni perezoso,
le respondí:
―Sí, pero esta gente me da
mucho respeto, que están muy locos ―esta frase la pronuncié en un lenguaje
elefantino del que no me tenía por conocedor.
―¡Anda! ¿Hablas nuestro
lenguaje?
―Sólo cuando estoy trompa ―respondí.
Se fueron acercando todos los
elefantes y me manifestaron sus quejas: que si comían poco y mal, que bebían poco,
que tenían que sostener mucho peso, que les incomodaba tanto desplazamiento,
que su trabajo era muy monótono… Les
presté poca atención por dos motivos: porque me aburrían sus reniegos y porque
estaba ebrio.
De pronto, Maxy levantó la
trompa e hizo mantener el silencio. Había oído un ruido extraño. Nos quedamos
todos en silencio y pudimos oír cómo resoplaba un caballo. Me dirigí al
exterior con alguna que otra dificultad locomotriz y encontré a uno de los sicarios
de McFire.
―¿Qué buscas aquí?
―Quiero llevarme a la mujer
barbuda.
―Ni hablar. En Alabama todos
vienen a conocerla. Es nuestro principal activo en este circo.
―Oye, mira, vamos a
arreglarlo. Necesito tres pelos de la barba de la mujer barbuda para una pócima
que curará a la hija de Walter McFire. ¿Me ayudas a conseguirlos?
―No. No te imaginas las malas pulgas que se
gasta.
―Es que si no me ayudas los
jinetes quemarán la carpa y vuestras caravanas.
―¡Ah! En ese caso, vamos a
ver qué podemos hacer.
―¿Cómo podemos entretenerlos?
Gracias a mi lenguaje
elefantino convencí a los elefantes para que hicieran el número estrella: todos
en fila apoyando las patas delanteras en el torso del elefante delantero. Accedieron
con reticencia, bajo la amenaza de morir chamuscados.
Mientras el resto de jinetes
contemplaba absorto el espectáculo espontáneo, el avanzado y yo irrumpimos en
la caravana de la mujer barbuda, que dormía a pierna suelta y emitía unos
ronquidos que hacían peligrar la incandescencia de la antorcha. Le arrancamos
tres pelos de la frondosa barba y nos escurrimos dejándola atada, cualquiera se
atrevía a dejarla suelta.
―¡Menuda barba de hipster! ―exclamó el jinete.
Con el botín en sus manos, los
sicarios abandonaron las instalaciones del circo. Los elefantes me gruñían y no
entendía qué querían. Claro, con las emociones vividas se me estaba pasando la
borrachera.
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