Un Colt para Navidad
Aquel domingo de diciembre, el reverendo Larson se arrancó la casulla en la sacristía de la iglesia de Middletowm, Wisconsin, y apoyado en el alféizar del ventanal observó, excitado y contrariado, los movimientos de la feligresa que se alejaba de la casa de Cristo, dejando en la nieve su paso marcado como una cremallera.
Aquel domingo de diciembre, el reverendo Larson se arrancó la casulla en la sacristía de la iglesia de Middletowm, Wisconsin, y apoyado en el alféizar del ventanal observó, excitado y contrariado, los movimientos de la feligresa que se alejaba de la casa de Cristo, dejando en la nieve su paso marcado como una cremallera.
Él era un hombre de
estatura alta, mórbido, macilento y de mirada huidiza. Desde la pubertad amaba
en silencio a Rose Doherty, una espléndida mujer
que incrementaba su atractivo con el paso de las décadas. Años atrás, ella
había rechazado la declaración de amor del reverendo; a pesar de no haberse enamorado
nunca, sabía que el amor debía ser otra cosa. Y no se equivocó: unos meses más
tarde conoció al que acabaría siendo su marido, Frank Doherty, un empresario que le
proporcionaría a Rose una vida acomodada en aquella pequeña población.
Rose acudía con
frecuencia a confesarse con el reverendo Larson y le contaba a éste sus intrascendentes
preocupaciones, generalmente relacionadas con las vecinas o discusiones
irrelevantes con sus hijos. Mientras ella hablaba, aprovechando la oscuridad del
confesionario el reverendo se tocaba sus partes más íntimas y, al llegar a
casa, descargaba aquel deseo irrefrenable sometiendo a su sufrida esposa a
vejaciones, violaciones y palizas. Su esposa, una mujer hirsuta y desvencijada por catorce
partos, sufría en silencio la enfermiza lascivia de su esposo y aunque jamás
protestó, sabía que su marido nunca la había mirado como miraba a Rose. Sus plegarias iban ahora dirigidas
a que el reverendo se comprara aquel Colt anunciado en una página que él guardaba en
el bolsillo del pantalón y acabara de una vez por todas con aquella vida de
perros.
El frío invernal
de aquella mañana se había
llevado las hojas secas del camino de la iglesia y había
traído las primeras nieves, estrenadas por los nerviosos
pasos de Rose, que acudió a confesar al reverendo algo
inexplicable.
– Me he enamorado de otro hombre, padre.
Aquello, según dijo en un susurro, que la hacía sentir terriblemente mal, a la vez la hacía sentir intensamente bien.
Rose, la impecable Rose, no podía ser adúltera. El reverendo sólo hubiese justificado ese desliz en la intachable existencia de aquella mujer si se hubiera enamorado de él, cuya frente en ese momento no tardó en perlarse de sudor. Pero no era él a quién ella amaba en secreto, sino al teniente Owen.
– Me he enamorado de otro hombre, padre.
Aquello, según dijo en un susurro, que la hacía sentir terriblemente mal, a la vez la hacía sentir intensamente bien.
Rose, la impecable Rose, no podía ser adúltera. El reverendo sólo hubiese justificado ese desliz en la intachable existencia de aquella mujer si se hubiera enamorado de él, cuya frente en ese momento no tardó en perlarse de sudor. Pero no era él a quién ella amaba en secreto, sino al teniente Owen.
Larson no pudo soportar aquella noticia y, tras arrancarse
la casulla con furia, miró por el ventanal cómo se alejaba Rose por el camino nevado, pasando debajo de aquellas
luces en las que se advertía “Merry Christmas”. El reverendo, con el corazón pasado de revoluciones y el pecho a punto de estallar, abrió el cajón de su mesa e, iracundo, sacó el Colt que guardaba envuelto en un trapo. Lo cargó y salió de la iglesia con el firme objetivo
de matar a Owen. Sólo sobre su cadáver Rose estaría con otro hombre que no
fuera su marido o él mismo.
Salió a la calle con
el revólver en el bolsillo del abrigo, nada ni nadie podría frenarlo, no había
sido un desgraciado toda la vida para que un apuesto teniente le robara la
esperanza. Así que acabaría con él. Cegado por los celos, siguió los
pasos de Rose y cruzó el parque, desierto en aquella gélida mañana. Los
pensamientos se agolpaban en su mente. Pensó si Dios podría acoger en
su seno a un hijo asesino, que nadie podría
arrebatarle a su Rose,
que las armas las carga el diablo, que no soportaría ver a Rose con otro hombre, que viviría atormentado el resto de su vida por haber cometido tantos pecados, que
sus catorce hijos no merecían tener un padre en prisión, que
había sido prisionero toda su vida, que no podía aguantar más… y lanzó un grito desgarrado que acompañó con un
disparo hacia el cielo que resonó en todo el pueblo.
El propio reverendo se
asustó de sí mismo y se dejó caer de rodillas sobre la nieve. La bala siguió su
curso ascendente hasta que la fuerza propulsora
fue perdiendo fuelle y una vez alcanzada su altura máxima inició el recorrido
inverso. Ayudada por la fuerza de la gravedad, fue ganando velocidad hasta que perforó el cráneo del reverendo.
Poco
después fueron a comunicarle a
su esposa el fatal accidente. Tras escuchar a aquellos hombres, ella cerró la puerta y continuó
decorando el abeto que brillaba
en un rincón del salón. Dios había atendido a sus plegarias, tenía motivos para celebrar la Navidad.