—Yo
me meo en el hombre del tiempo —sentenciaba Michael
cada dos por tres.
Apoyado
en la barra, con su amigo Bryan, todas las tardes hablaban de nada o de lo que
aparecía en el televisor del pub. Era curioso, porque aunque el parte
meteorológico de Escocia era en general bastante fiable, siempre olvidaban que
en aquel precioso pueblo del regio condado de Fife había un microclima que
nadie conocía mejor que Michael.
Cuando
en el este de Escocia arreciaba un frío implacable, en Foil hacía fresco.
Cuando una racha de lluvia incesante nutría los campos de golf de alrededor, en
Foil tomaban cervezas en las terrazas.
—Michael,
tendríamos que tener nuestra propia televisión y tú deberías ser nuestro hombre
del tiempo —dijo Joe, el dueño de The ship Tavern, mientras
guardaba en el interior del local la pizarra con los platos del día —.
Bloody hell, hoy no hay quien aguante
este frío —exclamó cerrando la puerta.
—No nieva de puro
frío, pero mañana caerá una nevada de antología —vaticinó Michael.
Bryan,
el inseparable amigo de Michael, parecía ausente. Había tomado demasiados
güisquis, muchos más que de costumbre y eso quería decir que otra vez le
tocaría llevarlo a su casa. ¡Qué gana tenía de que encontrara una nueva pareja
que le ayudara a superar el fallecimiento de su mujer! Pero con esa vida que
llevaba era imposible que una mujer en sus cabales se fijara en él.
Con
cuatro pintas en su cuerpo, Michael se vio capaz de enfrentarse a la ola de frío
y salió del pub, pendiente de la falta de equilibrio en las piernas de Bryan.
—Bryan,
tío, vete al infierno—refunfuñaba mientras
lo sostenía, de nuevo, pasando sobre sus hombros el brazo de su amigo, que a
duras penas se aguantaba derecho.
Cuando
habían avanzado unos pasos, a peso lento por el peso del amigo bebido y el
suelo resbaladizo, Joe salió del pub y gritó:
—¡Michael!
¡A Bryan se le ha caído este sobre! —se acercó y se lo dio
en la mano que le quedaba libre. Para no perderlo, lo dobló y lo introdujo en
el bolsillo de su abrigo.
Notaba
los dedos entumecidos. Las calles estaban solitarias, se apreciaba el rugir del
mar y heladas ráfagas de viento solidificaban el agua que resbalaba por su
nariz. Llevar bufanda era de nenazas,
por no hablar de llevar guantes, pero por suerte, la cerveza ingerida le
insufló en combustible que necesitaba para superar el lance. Llevar a Bryan
hasta su casa era algo que detestaba profundamente. Tantas fotos de su difunta
mujer expuestas por todas las estancias lo sacaba de sus casillas.
—Yo
me meo en los recuerdos, Bryan —protestaba mientras dejaba
a su amigo tumbado en el sofá y lo tapaba con una manta—.
No sé dónde tienes la cabeza, tío. Te has dejado la luz de arriba encendida.
Bryan
balbuceó algo como que no subiera, pero Michael no lo entendió y cuando subió a
apagar la luz encontró algo que no esperaba y que le heló la respiración: el
piso superior, donde Bryan pasaba la mayor parte del tiempo, estaba enfermizamente
lleno de fotos. Eran fotos de una mujer: la de Michael. A lo largo de muchos años
de amistad había atesorado numerosos recuerdos que salpicaban paredes y
muebles. No podía ser, Bryan era y había sido siempre su mejor amigo. Aquellas
fotos, en algunas de las cuales la silueta de Michael estaba claramente recortada,
le rompieron el corazón. En ninguna foto aparecían el amigo y la esposa juntos,
lo que claramente demostraba que su amigo padecía una clara obsesión.
Sin
saber cómo, abandonó aquella casa y se dirigió a la suya. Allí le esperaba su
mujer, Mary.
—Hola,
querido. ¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó
cariñosamente.
—¡Qué
frío hace, pichón!
Era
hombre de pocas palabras. Observó a su mujer detenidamente, como intentando ver
algo más allá.
—¿Estás
bien? ¿Por qué me miras así?
Michael
subió a cambiarse y sacó el sobre que se le había caído a Bryan. Estaba abierto
y cotilleó el contenido. Eran dos billetes de avión de Alicante y una reserva
de hotel. Convencido definitivamente de la fantasía que su amigo había gestado
en su propia cabeza, tomó una decisión: volvió a casa de Bryan y le quitó la documentación.
—Bryan,
me llevo a mi mujer a Alicante, aunque me tenga que hacer pasar por ti una
semana. No sabes la de años que lleva pidiéndomelo.
Y
allí estaban Michael y Mary, en El Campello. Un maravilloso paraje donde
siempre es verano. Siempre, excepto cuando viene una ola de frío polar como la
borrasca Emma que les sorprendió a la feliz pareja escocesa.