El Santero de San Saturio
La mañana acarició
gélida las mejillas de Neftalí Alvargonzález. En la austeridad de su celda,
reconoció aquel helor que le despertó con los claros del día. Abrió tímidamente
el postigo de la ventana y, en efecto: había llegado el invierno. Una luz
blanquecina e intensa llenó la humilde estancia y Neftalí contempló enmudecido
la belleza del paisaje.
Un manto
denso y níveo había cubierto en silencio el monte de Santa Ana y tapaba los tejados
de Soria. A juzgar por el peso que sostenían los esqueletos de los chopos
llevaba varias horas nevando y los copos, majestuosos en su tamaño y macizos en
su morfología, se iban posando mansamente unos sobre otros, como preparando un lecho
de ángeles para los que seguían descendiendo. El río Duero, que se había
vestido de gris para recibir las nieves, parecía de acero bruñido. Sin duda, la
primera nevada del año, aunque añadía complejidad a la labor del santero, era
un acontecimiento esperado.
Don Neftalí desayunó
frugalmente sin dejar de contemplar desde el ventanuco el idílico escenario con
el que Dios le había obsequiado aquella mañana y llevó a cabo sus precarias
abluciones. Abandonó la ermita y hundió sus pasos en el medio metro de alfombra
blanca que le llevaría a Soria, y en la que sus pasos firmes irían dejando
pequeñas máculas en forma de trazado hacia la ciudad que aquel día, después de
meses, se veía más pequeña. Al adentrarse tan sólo encontró jovencitos que
jugaban con la nieve de camino a la escuela, y alguna que otra figura que se
desplazaba con torpeza, probablemente eran criadas y barrenderos, porque los
funcionarios todavía estaban retenidos por el calor de las mantas.
—Don
Neftalí, pase y tómese un café con leche y unos roscos —vociferó Claudio desde
la taberna de Garrín, acompañado de una cuadrilla de agentes de la Benemérita
que frotaban sus manos para entrar en calor.
El santero
gustaba de mezclarse con el pueblo, acostumbrado como estaba a su vida de
ermitaño. Conocía bien a todas las familias y las necesidades posbélicas que la
guerra despiadada había dejado. Sabía bien que el duque de Saavedra no podía
pagar la luz de su caserón y que su alacena solía estar baldía casi de manera
consuetudinaria; que si Don Hipólito de Fuentemayor quería echarse algo a la
boca, tenía que robar un pastelillo del aparador de la confitería Herrero cada
vez que entraba a saludar al laborioso pastelero; sabía que, tanto ellos como muchos
otros, se escabullían en su presencia para evitar la vergüenza de admitir que
no podían dar dinero para el santo. Don Neftalí, que era pobre hasta para
pedir, se conformaba con unas perras gordas que, sobre todo, le procuraban las
criadas en un acto desesperado de fe. Aquel día regresó con la faltriquera ligera,
pero llevaba el entusiasmo impregnando su espíritu y no le importó.
De regreso a
la ermita, la nieve interrumpió su caída pertinaz, el sol cegaba y los
barrenderos habían devuelto a la ciudad una cierta normalidad y también habían profanado
el impoluto paisaje. Los vecinos retiraban la nieve, sucia y pisoteada, delante
de sus casas. «¡Qué lástima!», pensó el santero. Pero pronto llegó a San Pedro,
y justo después, al soto, venturosamente nevado todavía, y deshizo el camino
sobre sus pasos por Santa Ana, para dejar el paisaje que había estrenado hacía
unas horas lo más nítido posible. Al llegar al portalón de la ermita, se secó
las lágrimas que el viento helado había posado en sus ojos y contempló, en todo
su esplendor, aquel maravilloso milagro de la naturaleza. El Duero había
recobrado su color azul, pero Nefalí sabía que pronto caería otra nevada, y
esta vez sería de antología.