Noche,
verano, vacaciones, velada, mar, descanso, libro, niños, alegría, helado
Si
por algo me gusta mi trabajo es porque con la recepcionista imaginamos
historias dignas de Oscar sobre los clientes del hotel. Por ejemplo, el señor
que llegó la semana pasada era el hombre más guapo que había pasado por allí.
Alto, fuerte, guapo y con el pelo blanco. Seguro que tenía un trabajo exitoso y
una vida perfecta con una mujer perfecta en un mundo perfecto. Pidió un
Montrachet bien frío y subió a su habitación.
Vine
de Cádiz hace quince años, por amor. Y así como el amor inglés no me satisfizo,
sí lo hizo este país. Empecé a trabajar en un hotel muy sencillo donde limpiaba
habitaciones a destajo, pero hace unos diez años que estoy en este hotel boutique, cuyas tarifas
astronómicas garantizan una clientela selecta y civilizada que ensucia menos.
Soy
condescendiente con los clientes que cuelgan el letrero de «no
molestar»
en la puerta, porque a todos se nos puede ir el santo al cielo después de una
agradable velada, pero si a las tres
de la tarde no han dejado la habitación, tengo la obligación de entrar. El
apuesto caballero de la junior suite no había devuelto la llave, por lo que era
probable que estuviera dentro. Llamé dos veces antes de entrar y, al no
responderme, por un momento lo imaginé recostado, esperándome en paños menores.
Me equivoqué. En su lugar hallé su maleta cerrada junto a la cama. La
habitación estaba recogida. ¡Qué raro! Entré en el baño y lo que vi me dejó sin
palabras durante los siguientes días.
El
cuerpo sin vida del huésped más guapo que jamás había visitado el hotel estaba en
la bañera, sumergido en su propia sangre. A su lado, vacíos, la botella de
Montrachet, una copa y varios blisters de ansiolíticos. El rigor mortis no afeaba su cara perfecta.
Cuando
llegó la policía ya me había quedado muda y perlática. El director del hotel encontró
una nota del cliente dirigida al servicio de limpieza en la que me pedía
disculpas por los inconvenientes, con una retórica inglesa que no por ceremoniosa
me hizo recobrar la voz. Mi jefe me obligó a tomarme unos días de vacaciones en Cádiz. Y aquí vine, a
pasar calor.
*
Mis
hermanas y mis amigas de siempre han cumplido con su aspiración: casarse. Suele
pasarme lo mismo cuando llevo unas horas aquí, que recuerdo por qué no dudé en
irme a vivir a Inglaterra cuando conocí a James. Quince años después siguen
quedando en la playa de la Caleta todos los días después de la siesta, lo que
resumen lo mucho que ha cambiado la vida por estos lares. Como suelo venir en verano, el protocolo es: quedamos, Mari
lleva la mesa y las demás una silla plegable, jugamos al cinquillo y si hace
mucho calor, hacemos un corrillo en la orilla del mar, hablan de lo que han preparado para comer y despotrican de sus
maridos, mientras nos refrescamos las piernas y nos comemos un helado. Y así, todos los días.
Cuando
vengo a Cádiz, como mi padre me deja su coche, me gusta acercarme a Conil. La
playa es ancha y los gritos de los niños
se difuminan en la amplitud del paisaje. Me gusta tumbarme en la arena, sentir
el sol, leer un libro y reconocer
que mi tierra es preciosa, aunque ya no pertenezca a ella. Y si me asalta la
morriña, con el coche me acerco a Gibraltar o a Jerez, que también tiene un
cierto aire inglés.
Pero
estos días se me están haciendo extraños. No estoy, exactamente, de vacaciones y la imagen del huésped
guapo muerto me atormenta a todas horas e imposibilita mi descanso. Por la noche
no puedo conciliar el sueño y por las mañanas, temprano, salgo a correr como
las locas, bordeando la costa de la tacita de plata. Con el cuerpo empapado en
sudor, compro un cucurucho de churros para desayunar con mis padres, que me
están ayudando mucho en estos momentos. Esta mañana he abierto la puerta comiéndome
uno y mi madre se ha acercado a recibirme.
—Un
inglé pregunta por ti, Paqui.
Y
en el comedor de casa de mis padres, sentado en la mesa camilla y tomando un
café, justo antes de desmayarme, me encuentro al inglés alto, fuerte, guapo y
con el pelo blanco que me había encontrado pajarito en la bañera del hotel. Qué
alegría. El día promete.